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Extrema derecha: ¿Una anomalía o la condición actual de la política en el capitalismo?

Por Francisco Delgado Rodríguez.

En este mundo distópico, donde las reglas civilizatorias se violan e impera el caos por momentos, parece que hay un deseo, una expectativa de que las cosas deben cambiar. Es en lo único en que pareciera que los humanos están prácticamente de acuerdo.

Bajo esta lógica, aquellas propuestas electorales que prometen el ansiado cambio suelen ser las más exitosas. Tal vez siempre fue así, pero lo novedoso es que ya las promesas de cambio dejaron de ser sinónimo de progreso, de avance.

Lo cierto es que las corrientes de ultraderecha secuestraron la forma para hacerse portadoras del cambio, pero prometiendo el contrasentido de volver para atrás la rueda de la historia. Con un sesgo decimonónico, la solución parece que no está en progresar, sino en retroceder; mientras más conservador, mejor: les gusta presumir. Se impone una insalvable dicotomía según la cual, para cambiar las cosas, hay que reinstalar lo que alguna vez fue, y por algo debió sustituirse.

Pero, ¿qué pasó?, ¿quiénes cargan con la culpa de este problema?

Vayamos por parte. La necesidad de modificar el estado de cosas es consecuencia sistémica del modo de producción capitalista, en virtud del cual es inevitable la concentración de la riqueza, el aumento de la desigualdad y, con ello, la generalización de la frustración de la ciudadanía, que desafía permanentemente las formas tradicionales de hacer política.

Tras la victoria de la Revolución bolchevique, el capitalismo vio amenazada su existencia por primera vez. Ese sentimiento produjo los primeros monstruos nazi-fascistas, a quienes dieron la tarea de destruir al primer Estado proletario, degenerando en la Segunda Guerra mundial. La épica victoria del pueblo soviético impulsó reformas en el sistema burgués, en particular en el vecindario europeo, en el cual sectores políticos encabezaron una cruzada socialdemócrata, que logró incluso engullir a parte de la izquierda.

Para entonces se montó una seudocompetencia política entre el liberalismo burgués, calificado como la derecha tradicional vs. la socialdemocracia. Pero aquellas supuestas diferencias se han ido desdibujando con el tiempo, quedando un vacío político que las izquierdas no han sabido o podido aprovechar y, ya se sabe, alguien debe cubrir ese espacio.

Emerge así la ultraderecha, como una deriva extremista de las derechas tradicionales/sociales demócratas, con la misión de salvar un sistema político que se ve desbordado por numerosas muestras de agotamiento, de decadencia, marcado por el empobrecimiento interclasista y generacional de mayoritarios sectores sociales, en la misma proporción que se hiperconcentra la riqueza.

Toma fuerza lo que ahora resulta el notable ascenso de la llamada ultraderecha, algo extravagante hace tan solo diez años. Expresiones de ello se encuentran sobre todo en lugares en los cuales es relevante el peso de las capas medias empobrecidas, tanto en el primer mundo capitalista como en otros países emergentes de la periferia del sistema.

En formato de especie de secta, encabezada por líderes que se precian de mesiánicos, logran desbancar o incluso fagocitar a partidos tradicionales, como es el caso del Partido Republicano estadounidense, instrumento electoral empleado por el así denominado grupo político maga, de Trump, quien no necesita presentación.

Las organizaciones políticas de este tenor se asemejan por determinados antivalores, como el rechazo a cualquier progreso de índole sociocultural e inclusivo, antinmigrantes, con una estética políticamente confrontativa, proponiéndose implantar reglas ultraconservadoras de convivencia social.

Desde el punto de vista electoral, logran una alta eficacia movilizativa, convocan a cuanta persona se siente «abandonada» por la suerte, equiparan oportunistamente a ricos y pobres, logrando generar sentido de pertenencia en un conglomerado de falsos iguales.

Partiendo de un simplismo ideológico, incluidas teorías conspirativas peregrinas, la ultraderecha interpreta eficazmente las emociones de millones de seguidores, que son engañados con relativa facilidad con falsedades irritantes, masivamente difuminadas con rapidez por las redes sociales digitales, manipulando el sentido común. En todo caso, ya la mentira está en la base de hacer política de las propias derechas tradicionales.

Los alcances de este fenómeno son de difícil contabilidad; no obstante, es evidente el ascenso vertiginoso de partidos extremistas de derecha, en las últimas elecciones para el Parlamento Europeo, en el cual estas fuerzas pasaron de 118 a 187 parlamentarios. Por supuesto, no requieren mayor descripción el rutilante regreso de maga/Trump a la Casa Blanca ni las victorias electorales extremistas en Nuestra América.

¿QUÉ PELIGROS SE ENFRENTAN?

¿QUÉ OPORTUNIDADES SE ABREN?

Los riesgos de que una sociedad sea obligada a regresar al pasado, a lo que ya fue, son prácticamente infinitos; tantos como el pie de barro del relato manipulado que enarbolan para justificar ese retroceso, ciertamente útil para ganar elecciones, no tanto para gobernar.

Ya se ha visto, las tendencias autoritarias, que naturalizan el desconocimiento de las reglas del juego liberal burgués, la violencia verbal, los gestos y decisiones amenazantes para con otras naciones provocan un permanente estado de conflicto, impiden cualquier clima que permita un mínimo de paz social, indispensable para que funcione el sistema, la economía en general.

En ese escenario propenso al caos permanente y a nuevos ciclos de frustración generalizada, cuando la opción moderada o convencional de la derecha ha sido superada por la circunstancia, se abre un abanico de oportunidades para que prospere una propuesta de izquierda, pero desde las antípodas a la ultraderecha, y también a la más tradicional.

La lógica debería ser: si el centro fue arrasado, la única alternativa a la derecha extrema es una izquierda radicalizada, especialmente en sus prioridades y su gestión. De manera que, si la izquierda intenta parecerse a ese centro, algo que lamentablemente suele ocurrir, no podrá ser portadora del verdadero e inevitable cambio.

Entonces, se repetirán, como una pesadilla, recambios de gobiernos ultra, socavados por su ineptitud para gerenciar la mencionada y necesaria paz social, alternándose con gobiernos moderados que ya probaron su agotamiento, y así sucesivamente, sin opciones de progreso para las grandes mayorías.

¿Acaso ese es el destino de la humanidad? ¿Se impondrá, por ejemplo, el desprecio por los adelantos científicos en asuntos críticos como la salud o el cambio climático? ¿El estado natural de las cosas son las guerras y el genocidio asociado? No olvidemos Palestina. ¿No se puede hacer nada para modificar radicalmente esto?

Hay que insistir en que la verdadera contradicción, la que impone su lógica a cualquier otra, es la que ¡existe entre ricos y pobres!, y que el futuro debe ser una sociedad en la que no exista ninguno de los dos, ni ricos ni pobres.

Viene al caso evocar a Fidel Castro, en su intervención en la Cumbre de Desarrollo Social, el 12 de marzo de 1995: «En un mundo donde los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres… donde la mujer, el indio, el negro y otras etnias son discriminados; donde el caos y la anarquía reinan bajo las ciegas y salvajes leyes del mercado, no puede haber desarrollo social».

Tomado de Granma / Ilustración de portada: Jorge.

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