Imperialismos 2.0
Cada día que pasa apunta más a confirmar que le va a tocar a nuestras generaciones vivir, o sobrevivir, a la III Guerra Mundial. La frase puede sonar apocalíptica, pero se empasta perfectamente con el panorama global contemporáneo. Al igual que en el siglo de la primera y la segunda guerras mundiales, el afán enfermizo de ciertos imperios por el poder absoluto podría ser el detonante del colapso hoy.
La reproducción estructural de la violencia y las guerras, convertidas también en un hábito que la humanidad no ha logrado superar, vuelve terriblemente actual la máxima de Hobbes: «el hombre es el lobo del hombre». Y, lo que es peor, la presenta como una verdad sin alternativas mejores. Una especie de determinismo «guerrerístico»; de naturalización de las invasiones y la militarización general de uno para atacar y otros para defenderse.
Lenin no erró al esbozar «el reparto territorial del mundo entre las potencias más importantes» como uno de los rasgos clave del imperialismo (fase superior del capitalismo). Ni fue resultado del azar la conclusión de Marx sobre la lucha de clases como motor de la historia. Ambas teorías se sustentan en nuestras realidades y se complementan.
Violencia, guerras e imperios se fueron convirtiendo en una tríada cuya identidad se reconforma, pero no desaparece. Estados Unidos nos sirve de ejemplo para ilustrar lo anterior, así como para entender cómo su necesidad de reproducirse cual «amo del mundo» ha condicionado nuevos periodos imperialistas.
Como se sabe, desde antaño los grandes imperios existieron y prevalecieron a golpe de guerras, expropiación y colonización cultural. Con la construcción de la economía capitalista, los conflictos militares se mercantilizaron al punto de convertirse en uno de los negocios más rentables, esencial para la reproducción de las élites burguesas. De esta forma, las guerras son para el capitalismo, y sus crisis sistémicas, puntos de partida y de llegada; causa y consecuencia.
El hecho de que la actividad militar haya sido transformada en una gran industria con empuje para desplegar toda una «economía sobre la muerte», evidencia que la irracionalidad a la que constantemente nos arrastra este sistema no tiene parangón en la historia de la humanidad.
Con la expansión del capital a nivel global, el reparto del mundo a través de las invasiones territoriales se combinó con la vía del saqueo y control de los mercados internacionales (la universalización de la forma mercancía), facilitándole a los líderes de estos regímenes apropiarse de las riquezas ajenas sin llegar, necesariamente, a una invasión militar en el terreno.
El capital se ha inventado «creativos» modos para hacernos cumplir su reino, y todo aquello que implique su obstrucción se convierte, automáticamente, en una amenaza que debe ser exterminada. Violencia y agresividad en el imperialismo se reconfiguran, pero no cesan; al contrario, está en su ADN multiplicarlas.
La «Ley de la Plusvalía» (marxiana) empuja a los capitalistas a pelear ferozmente para no perecer en la competencia. La mercantilización de todos los intersticios de la realidad se vuelve condición de existencia tanto de estos productores, como del sistema. Y es en medio de estas condiciones de «profanación» permanente de todas las relaciones sociales, que la revolución de la informática y las comunicaciones tomó cuerpo. Revolución al fin, ha ido transformando, apresuradamente, el «orden» que las dos primeras guerras mundiales y la caída del campo socialista europeo habían consolidado.
A partir de la conquista de los espacios, ya no solo físicos, sino virtuales, emergieron otros monopolios para la comunicación digital. Los imperios de nuevo tipo, los «de la vigilancia» virtual, que incorporaron la recolección gratuita de datos para su compraventa, imponiéndole al modo de producción capitalista una dinámica sui generis.
Ya sea como «tecnofeudalismo» o como otro estadio del imperialismo (sin ser trivial aquí la definición de cada uno), la lucha por el reparto del mundo se metamorfosea y empeora. La conquista contemporánea puede tornarse cibernéticamente eterna, a diferencia de cuando solo se circunscribía a recursos naturales finitos, o tierras que había que volver a repartirse una y otra vez.
Resulta tremendamente interesante percibir cómo se ha desplazado hoy el poder político (económico, cultural, ideológico, etc.), tanto subjetiva como objetivamente. Como consecuencia, podríamos afirmar que este fenómeno de enfrentamiento entre el viejo poder y el de última generación está provocando una especie de pugna al interior del propio capitalismo y entre sus principales agentes. Digamos, entre los Estados con todos sus tentáculos (a lo Gramsci) y las transnacionales de la información y la comunicación. Estas últimas, abanderadas de novedosas formas de colonización.
De cumplirse la teoría de aquellos que interpretan las recientes transformaciones asociadas al modo de obtención del capital como el tránsito del capitalismo al tecnofeudalismo, dígase como transformación de un modo de producción en otro, esta disputa al interior del sistema tiene fuertes consecuencias políticas, ideológicas y, sobre todo, para la hegemonía de los Estados.
Podríamos recordar, por ejemplo, que durante el primer mandato de Trump, la plataforma Twitter, —incluso menos poderosa que hoy— sancionó al presidente de Estados Unidos, suspendiéndole su cuenta en esta red, cortándole así el acceso y la interacción con sus millones de seguidores en ella. ¿Quién controla/vigila por estos días a los controladores de siempre?
Los monopolios de la comunicación y, más reciente, de la inteligencia artificial, lideran el nuevo reparto del mundo; un reparto que es en apariencias eminentemente cognitivo y virtual. Estamos en la era de los imperialismos 2.0 (tan complejos como semejantes en su diversidad), una suerte de versión «recargada» de aquel al que Lenin definiría a principios del siglo XX.
En ellos conviven hoy: la normalización de los ataques armados, las intervenciones militares y la masacre de pueblos enteros; la explotación (por parte de unas minorías con poder absoluto sobre el resto) de nuestras tierras, recursos naturales y seres humanos, y el control de los mercados internacionales; la revolución tecnológica e informática que cataliza la colonización cultural, la universalización de la frivolidad, la parálisis social —excepto para el consumo ampliado de mercancías— y la dominación psicológica. Todo lo cual se articula, condicionando un tipo de mentalidad que acepta como único desenlace al estado de cosas descrito, la pulverización del planeta con humanidad incluida. La industria del espectáculo cumple la tarea de apuntalar una subjetividad que apruebe destruirnos antes que salvarnos por la vía de la revolución.
En este escenario geopolítico, a la guerra en Ucrania y la intensificación del exterminio de Palestina, sin desestimar otros conflictos, se le suman las últimas amenazas de invadir Venezuela. De forma deliberada el gobierno estadounidense ha incrementado su hostilidad en nuestra región (declarada «Zona de Paz»), con una política que se vanagloria de llamarse «Corolario de Trump a la Doctrina Monroe».
Bajo una serie de pretextos ilógicos, como tantas veces ha hecho con otras naciones, Estados Unidos le ha declarado la guerra (en el plano militar) a Venezuela. Un hecho que se alinea con su postura histórica en América Latina, y con su diferendo con Cuba (donde el bloqueo económico, comercial y financiero ha marcado la política del imperio yanqui). Empero, no estaría de más sumar a las razones de siempre por las que este recurre —otra vez— a la violencia armada para el reparto del mundo, la relativa a sus contradicciones hegemónicas internas. La pugna entre poderosas fuerzas económicas encontradas: las del poder representado por Trump versus el nuevo poder en manos de las plataformas que dominan las infraestructuras digitales y la producción de datos a nivel mundial.
Sin lugar a dudas, si se quiere encontrar explicaciones a las posturas irracionales que nos han traído al borde del exterminio masivo, habrá —necesariamente— que volver a los estudios sobre el imperialismo (o mejor, los imperialismos).
El panorama no puede ser más desalentador. De materializarse el augurio con el que inicia este texto, la III GM —a diferencia de sus predecesoras— desencadenaría un conflicto nuclear, cuyas consecuencias serían de exterminio total. Como en las películas de Hollywood, pero peor; sin naves espaciales, ni superhombres (y no en sentido nietzscheano).
La resistencia habitual de nuestros pueblos no bastará si no conduce a la revolución antiimperialista. Tal y como tempranamente lo entendió Fidel, en tanto no desaparezcan los imperios, no desaparecerá para las mayorías «la filosofía del despojo» y de la guerra, y no será posible «una verdadera etapa de progreso» para la humanidad. Sigue presente en el internacionalismo, en la solidaridad y en la unidad de los oprimidos, la clave para la salvación. Es una cuestión de vida o muerte: los imperialismos tienen que ser definitivamente derrotados, no hay lugar para nuevas actualizaciones.
Tomado de Cubadebate

