Juana de América, la Guerrillera de la Libertad… a 242 años de su nacimiento
Por Alberto Lapolla.
Francisco de Miranda murió en las mazmorras de Fernando VII en Cádiz. Mariano Moreno fue envenenado por el capitán de un barco británico y su cadáver arrojado al mar, anticipando un destino recurrente para los revolucionarios argentinos. Manuel Belgrano murió en la pobreza en 1820, cuando aún la América necesitaba de sus inigualables servicios. Todavía no se habían cumplido ocho años de que hubiera salvado a la Revolución continental en Tucumán. Bolívar murió solo, perseguido por facciones oligárquicas que combatían su proyecto de unidad continental, expresando con amargura “he sembrado en el viento y arado en el mar.”
Bernardo O Higginns fue desterrado y perseguido luego de luchar toda su vida por la libertad americana. Monteagudo fue apuñalado en una oscura calle de Lima. Dorrego fue fusilado sin juicio alguno -por instigación de Rivadavia- por su antiguo compañero de mil batallas, “el sable sin cabeza”, el genocida Juan Galo de Lavalle. Juan J. Castelli el “orador supremo de la Revolución”, quien destruyera los argumentos realistas en mayo de 1810, el jefe del ejército libertador americano que más cerca estuvo de llegar a Lima y destruir de un golpe el poder imperial español, antes de la llegada de San Martín, murió con su lengua cortada, preso y perseguido. Apenas dos días antes San Martín, Alvear y su discípulo Monteagudo acababan de desalojar al gobierno contrarrevolucionario de Rivadavia y el Primer Triunvirato, retomando la senda de Moreno y la Revolución. En este marco de ingratitud caída sobre nuestros revolucionarios, aquellos que nos dieron la libertad y produjeron la más grande de las revoluciones del mundo occidental del siglo XIX, no es de extrañar que Juana Azurduy, la mayor guerrera de América, “Juana de América” -en un continente que hizo de la resistencia su identidad-, terminara sus días como una mendiga miserable en la calles de Chuquisaca habitando un rancho de paja.
Juana Azurduy y su esposo el prócer americano Manuel Ascencio Padilla, son los máximos héroes de la libertad del Alto Perú y por ende de nuestra libertad como americanos y como provincia argentina de la gran nación americana. Sólo la ignominia que aún campea sobre nuestra historia y sobre sus mejores hijos, hace que la República de Bolivia -escindida de la gran nación rioplatense, por el elitismo sin par de los ejércitos porteños que desfilaron, saquearon, defeccionaron y abandonaron el Alto Perú, a excepción del general Belgrano y por las apetencias oligárquicas- no considere a Juana y a su esposo el Coronel Padilla, como sus máximos héroes, y sí rinda honores al mariscal Santa Cruz uno de los generales realistas que reprimió la Revolución de La Paz de 1809, y que se pasó a las filas patriotas al final de la guerra de la Independencia. Fue el propio Bolívar quien al visitar a Doña Juana -ya destruida por las muertes de los suyos, el olvido de sus conciudadanos y el saqueo de sus bienes- le expresara ante la sorpresa de sus compatriotas, que Bolivia no debía llevar su nombre sino el de Padilla, su mayor jefe revolucionario. Pero los adulones destruyen las revoluciones.
En el Alto Perú tierra india Juana Azurduy -junto a su esposo- simbolizan lo mejor de la revolución americana, lo popular y lo indio de nuestra gesta emancipadora. Combatieron por la libertad del Alto Perú -por entonces parte del Virreinato del Río de la Plata primero y de las Provincias Unidas después- desde la revolución de Chuquisaca y la Paz en 1809 -que fueran ahogadas en sangre desde Lima y Buenos Aires. Y en particular guerrrearon sin descanso y sin cuartel desde el grito de libertad del 25 de mayo de 1810. Ellos y los 105 caudillos indios y gauchos como Vicente Camargo, el Cacique Buscay, el Coronel Warnes, el padre Muñecas, Francisco Uriondo, Angulo, Zelaya, el Marqués de Tojo, el Marqués de Yavi, José Miguel Lanza, Esquivel, Méndez, Jacinto Cueto, el indio Lira, Mendieta, Fuente Zerna, Mateo Ramírez y Avilés entre muchos otros, junto a Güemes en Salta, fueron quienes impidieron que luego de las sucesivas derrotas de los ejércitos porteños al Norte, los realistas pudieran avanzar sobre Buenos Aires y destruyeran la revolución. Juana y Padilla eran oriundos de Chuquisaca -también llamada La Plata o Charcas- sede de la universidad. Allí estudiaron -y conspiraron- Mariano Moreno, Juan José Castelli y Bernardo de Monteagudo. Castelli, ya jefe del ejército del Norte, se hospedó en la casa de Padilla en su marcha hacia La Paz. Moreno era abogado defensor de indios pobres y perseguidos en el estudio del doctor Gascón en Chuquisaca. Allí contactó con el movimiento revolucionario. Juana nació en 1780, el año en que Túpac Amaru lanzó su revolución indígena que casi liquida al poder español. Sería el mismo favorito -de la reina- Godoy, quien señalara que la rebelión de Túpac estuvo a punto de quitarle a España los virreinatos del Perú y del Plata. Esa rebelión ahogada en la sangre de los cien mil indios ajusticiados por la represión genocida española y en los gritos del suplicio del gran Túpac, su esposa Micaela Bastidas Puyucawa y sus hijos, abrió el camino de la libertad pese a su derrota. El ejemplo del Inca Condorcanqui no podía sino conmover hasta los tuétanos el corazón de la América del Sur, del cual el Alto Perú y el Perú eran su núcleo principal de población original, con culturas profundas y altivas. Nada sería igual después de la rebelión de Túpac: ni el dominio español ni la resistencia americana. La generación posterior a su derrota, sabría vengar su suplicio y expulsaría a los criminales españoles por mucho tiempo -por lo menos hasta la llegada del Traidor Carlos Saúl I, ya al final del siglo XX. Es así que el sol de nuestra bandera es el glorioso sol de los incas y de Túpac Amaru.
La historia oficial argentina prefirió olvidar a los gloriosos revolucionarios del Alto Perú, por dos razones. Primero porque debido a las infamias cometidas por los ejércitos porteños, lograda su independencia en 1825 -y tal cual dejó entrever Ascencio Padilla en la carta que envió al fugitivo Rondeau- el Alto Perú decidió independizarse no sólo de España, sino también de Buenos Aires. Pasaría a llamarse Bolívar primero y Bolivia después, pese a la oposición del Libertador que comprendía que así ambas naciones perdían, pero el Alto Perú perdía más. La medida a su vez profundizaba la balcanización de la América unida que Gran Bretaña piloteaba a toda máquina apoyada en los Rivadavia y García de cada ciudad-puerto del continente. La segunda razón del olvido altoperuano en la historia argentina, obedece a razones más abyectas. La guerra del alto Perú es esencialmente una guerra de indios, de caudillos, de gauchos, de los patriotas de a caballo, del pueblo puro de América. Ese mismo pueblo que las tropas porteñas destruirían una y otra vez en la Banda Oriental, en el litoral o en el interior y finalmente en el Paraguay. Además eran guerrilleros, caudillos militares y habían ganado su grados -Manuel Ascencio Padilla fue designado Coronel del ejército del Norte cuando su cabeza estaba ya clavada en una pica. Juana Azurduy fue nombrada Teniente Coronel del ejército argentino a pedido de Manuel Belgrano- en el combate. Reivindicar su memoria para la historia oficial es nombrar lo innombrable. Lo gaucho. La “barbarie” de Sarmiento, la lucha de los pobres. Reconocer que los indios, los gauchos, los negros, los esclavos, los mestizos no eran inferiores sino que por el contrario, lucharon con mayor tenacidad y desprendimiento que la clase culta porteña por la libertad. Reconocerlo es negar el papel rector de Buenos Aires en el destino americano que inventó el partido unitario -y luego mitrista- y tanto daño hizo a la causa americana. Mejor es olvidar. “No sólo son bolivianos -?bolitas?- además son indios, negros, matacos ?monos”.
Era verdad como demostraría San Martín que por el Alto Perú no se podía llegar a Lima, pero Buenos Aires con la historia oficial oculta algo más grave que explica el suplicio de la población altoperuana, jujeña y salteña entregada a la represión genocida española. Buenos Aires pudo haber liberado un gran ejército que tuvo combatiendo largo tiempo en la Banda Oriental para auxilio de los pueblos del Norte. Sólo debía reconocer -tal cual lo planteó Moreno en su Plan Revolucionario- que Artigas debía comandar la guerra por la liberación de la Banda Oriental, con sus gauchos y su pueblo, del cual era el jefe natural. Pero eso era inadmisible para la elitista y exclusionista clase mercantil porteña. En lugar de eso prefirieron entregar la Banda Oriental, primero a Portugal -se lo propusieron en secreto Alvear, Alvárez Thomas y Pueyrredón- y luego aceptaron su “independencia” colonial británica, que lograba así crear otro Estado en la boca del Plata, impidiendo que la Argentina tuviera el exclusivo control de los ríos de la Cuenca. Esa y no otra fue la causa de todas las guerras contra Rosas, Caseros incluida. Cualquier cosa antes de aceptar que los gauchos se manden a sí mismos o peor aún que “nos manden”. Con sólo enviar esas tropas al Alto Perú y estacionarlas en Potosí -como señalaron Belgrano y San Martín- mientras se preparaba el cruce de los Andes, el pueblo boliviano habría sido salvado de sufrir lo indecible.
Juana Azurduy es la Revolución, es el pueblo en armas, son las mujeres del pueblo en armas, que pelean junto a los hombres, igual o mejor que ellos, que los mandan. Mujeres y hombres que destruyen ejércitos completos, superiores en número y armamento. Armados con hondas, macanas, lanzas, boleadoras, a fuerza de coraje y fiereza. Coraje y fiereza que dan la decisión de luchar hasta el fin por la libertad, por la justicia contra la opresión y el sometimiento de los semejantes. Luego del asesinato de su esposo y de varios de los principales jefes guerrilleros, Juana bajó a Salta y combatió junto a Güemes, quien la protegió y le dio el lugar correspondiente. Luego del asesinato de Güemes en 1821, Juana entró en una profunda depresión. En 1825 solicitó auxilio económico al gobierno argentino para retornar a Chuiquisaca. La respuesta del gobierno salteño resultó indignante, apenas le otorgó ?50 pesos y cuatro mulas? para llegar a la ?nueva nación de Bolivia?. Doña Juana murió a los 82 años en la mayor pobreza. “Juana avanzaba casi en línea recta, rodeada por sus feroces amazonas descargando su sable a diestra y siniestra, matando e hiriendo. Cuando llegó a donde quería llegar, junto al abanderado de las fuerzas enemigas, sudorosa y sangrante, lo atravesó con un vigoroso envión de su sable, lo derribó de su caballo y estirándose hacia el suelo aferrada del pomo de su montura conquistó la enseña del reino de España que llevaba los lauros de los triunfos realistas en Puno, Cuzco, Arequipa y La Paz.“
* Artículo publicado por la Revista Lilith de marzo de 2005. Buenos Aires.
Tomado de Acercándonos.