El ‘Boom’ de Gabo: La historia detrás de “Cien años de soledad”
Por Paul Elie.
La casa, situada en una zona tranquila de Ciudad de México, tenía un estudio en el que el escritor gozó de un aislamiento que nunca antes había conocido y que jamás volvería a experimentar. En el escritorio había cigarrillos (fumaba 60 al día) . El tocadiscos reproducía álbumes: Debussy, Bartók, A Hard Day’s Night. Pegados en las paredes, unos diagramas resumían la historia de una localidad caribeña que Gabriel García Márquez denominó Macondo, así como la genealogía de una familia a la que llamó los Buendía. En el exterior, transcurrían los años sesenta; en el interior, la remota época de la América premoderna. El autor, ante su máquina de escribir, era todopoderoso.
García Márquez narró una peste de insomnio, hizo que un sacerdote levitara por el estímulo de un chocolate caliente, envió enjambres de mariposas amarillas y guió a su pueblo a través de una larga marcha que comprendía una guerra civil, el colonialismo y una república bananera. Siguió a los habitantes de Macondo hasta el interior de sus dormitorios, donde presenció episodios sexuales de índole obscena e incestuosa.
“En mis sueños, yo estaba inventando la literatura”, recordaría el escritor. Empezó a redactar Cien años de soledad hace medio siglo; la terminó a finales de 1966. La novela se publicó en Buenos Aires el 30 de mayo de 1967, dos días antes del lanzamiento de Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, y la reacción entre los lectores fue semejante a la beatlemanía: muchedumbres, cámaras, signos de exclamación, la sensación de que se iniciaba una nueva época. ** Cuando le concedieron el Premio Nobel en 1982, la novela ya se consideraba el Don Quijote del sur cuyo autor pasó a ser conocido por su nombre, Gabo.** Como Fidel, su amigo cubano.
De forma oficiosa, Cien años de soledad es la obra de la literatura mundial que más personas citan como su preferida y la que, por encima de cualquier otra desde la Segunda Guerra Mundial, más ha inspirado a los novelistas de nuestro tiempo, de Toni Morrison a Salman Rushdie, pasando por Junot Díaz. En su primer mandato como presidente, Bill Clinton declaró que quería conocer a Gabo. Coincidieron en Martha’s Vineyard y acabaron charlando sobre Faulkner. Cuando el escritor falleció, en abril de 2014, Barack Obamaaseguró: “Era uno de mis preferidos, desde mi juventud”. Y habló de su apreciadísimo y dedicado ejemplar de Cien años de soledad.
¿Cómo es posible que la novela sea sexy, entretenida, experimental, radical desde un punto de vista político y sumamente popular? Su éxito no estaba en absoluto garantizado y la historia de cómo se produjo constituye un capítulo clave y muy poco conocido de la peripecia literaria del último medio siglo.
Irse de Casa
El creador del pueblo más famoso de la narrativa contemporánea era un hombre de ciudad. Nacido en 1927 en la localidad colombiana de Aracataca, cerca de la costa caribeña, se educó en el interior del país, en una zona residencial de Bogotá. García Márquez abandonó los estudios universitarios de Derecho para desarrollar una carrera de periodista en Cartagena, Barranquilla y la capital. A medida que la dictadura en su país se fue endureciendo lo destinaron a Europa, donde estaría fuera de peligro. Allí vivió un período de penurias. En París se dedicó a devolver cascos de botellas para ganar dinero; en Roma asistió a clases de cine experimental. Pasó frío en Londres y envió reportajes desde la República Democrática Alemana, Checoslovaquia y la Unión Soviética. Tras regresar a América del Sur, a Venezuela, estuvo a punto de que lo detuvieran en una redada aleatoria de la policía militar. Cuando Fidel Castro asumió el poder en Cuba, García Márquez pasó a formar parte de Prensa Latina, una agencia fundada por el gobierno comunista. Después de una temporada en La Habana, en 1961 se trasladó a Nueva York junto a su mujer, Mercedes Barcha, y su hijo, Rodrigo.
La familia se alojó en el hotel Webster, en la esquina de la calle 45 y la Quinta Avenida, y después en Queens. Gabo pasaba la mayor parte del tiempo en la agencia, cerca del Rockefeller Center, en una sala con una ventana que daba a un solar atestado de ratas. El teléfono no dejaba de sonar. Exiliados cubanos llamaban indignados a lo que consideraban una base del régimen. García Márquez tenía a mano una barra de hierro por si sufría un ataque.
Durante aquella etapa no dejó de crear: La hojarasca, La mala hora, El coronel no tiene quien le escriba o Los funerales de la Mamá Grande. Cuando los comunistas de la línea dura se hicieron con el control de la agencia y echaron al director, dimitió. Quería trasladarse a Ciudad de México para centrarse en la narrativa. Pero primero aspiraba a ver el sur de William Faulkner, cuyos libros leía desde los veintipocos años. La familia viajó en autobuses Greyhound. Los trataron como a “sucios mexicanos”. Se negaban a darles alojamiento y a servirlos en los restaurantes.
“Los partenones inmaculados en medio de los campos de algodón, los granjeros echando la siesta sentados bajo el alero fresco de las ventas de los caminos, las barracas de los negros sobreviviendo en la miseria […]: la vida terrible del condado de Yoknapatawpha había desfilado ante nuestros ojos desde la ventanilla de un autobús, y era tan cierta y tan humana como en las novelas del viejo maestro”, recordaría el escritor.
De vuelta a México, le costó salir adelante. Trabajó de guionista. Colaboró con una revista femenina y en otra de sucesos. Trabajó para una agencia de publicidad. En la Zona Rosa (la Rive Gauche de Ciudad de México) lo tenían por arisco y taciturno.
Pero entonces su vida cambió. Una agente literaria de Barcelona se interesó por su obra y, tras una semana de reuniones en Nueva York, ella viajó al sur para conocerlo. Era 1965.
Un Folio
“Esta entrevista es un fraude”, declara Carmen Balcells con una rotundidad que no admite réplica. Nos encontramos en su apartamento, encima de la Agencia Carmen Balcells, en el centro de Barcelona. Sentada en una silla de ruedas, sale a recibirme al ascensor y después da la vuelta hasta llegar a una mesa gigantesca, llena de manuscritos y archivadores rojos. En la etiqueta de uno de ellos se lee “Vargas Llosa”; en otra, “Wylie”. Con 85 años y un denso cabello blanco, presenta el porte y el tamaño imponentes por los que la llamaban la Mamá Grande. Su amplio vestido blanco la hace parecer una papisa.
“Un fraude”, repite en inglés, con su voz tenue y aguda. “Cuando una celebridad o un artista… Cuando esta persona muere y ya no está para contestar a muchas cosas, lo primero que se hace es entrevistar a las secretarias, al peluquero, a los médicos, a las mujeres, a los hijos, al sastre. Yo no soy artista. Soy agente. Estoy aquí porque soy una persona que desempeñó un papel realmente importante en la vida de Gabriel García Márquez. Pero esto no es lo auténtico. Falta la magnífica presencia del artista”.
Balcells está inmersa en los preparativos de un futuro que ya no va a presenciar (falleció en septiembre de 2015) . Acaba de frustrarse un acuerdo para venderle su empresa al agente literario neoyorquino Andrew Wylie. Ahora, otros candidatos presentan sus solicitudes mientras Balcells trata de decidir quién va a ocuparse de sus más de 300 clientes, entre los que los herederos de García Márquez ocupan una posición destacada. Después de la entrevista tiene una reunión con sus abogados. “Una pesadez”, dice.
Esta tarde, con vivacidad y grandilocuencia, olvida estos asuntos y recuerda el primer día en que notó cerca de ella “la magnífica presencia del artista”.
A ella y a su marido, Luis, les gustaba leer en la cama. “Yo estaba con uno de los primeros libros de García Márquez, y le dije a Luis: ‘Esto es tan extraordinario que tenemos que leerlo a la vez’. Así que hice una copia. Nos entusiasmó; era de lo más novedoso, original, emocionante”.
Balcells y Luis llegaron a Ciudad de México en 1965. Durante el día, García Márquez les enseñaba la ciudad. Por la noche, cenaban con escritores locales. Comieron y bebieron, y después siguieron comiendo y bebiendo. A continuación, García Márquez, a quien sus invitados habían causado una impresión muy favorable, sacó un folio y, con Luis de testigo, Balcells y él redactaron un contrato según el cual la agente pasaba a ser su representante en todo el mundo los siguientes 150 años.
“No, 150 no, creo que eran 120”, me aclara Balcells con una sonrisa. “Aquello fue una broma, un acuerdo de mentira”.
Balcells volvió a Barcelona; García Márquez se marchó con su familia a pasar unas vacaciones en Acapulco, a un día en coche en dirección sur. Durante el trayecto, detuvo su Opel blanco de 1962 con interior rojo y dio la vuelta. Su siguiente obra de ficción le había venido a la cabeza de golpe. Llevaba dos décadas dándole vueltas a la historia de una gran familia en un pueblo pequeño. Ahora la imaginó con la claridad de un hombre que, frente al pelotón de fusilamiento, veía toda su vida en un solo instante. “La tenía tan madurada en mi interior que le podría haber dictado el primer capítulo, palabra por palabra, a un mecanógrafo”.
Se sentó frente a la máquina de escribir. “Estuve 18 meses sin levantarme”. Al igual que el protagonista, el coronel Aureliano Buendía (que se oculta en su taller de Macondo, donde fabrica pescaditos de oro cuyos ojos son joyas) , el escritor trabajó de forma obsesiva. Llamaba a amigos para leerles párrafos en voz alta. Mercedes mantenía a la familia y llenaba el armario de whisky; también mantenía a raya a los cobradores. Empeñaba artículos domésticos para lograr efectivo: el teléfono, la nevera, la radio. Gabo vendió hasta el Opel. Al terminar la novela, Mercedes y él fueron a la oficina de correos a mandar el texto mecanografiado a la Editorial Sudamericana de Buenos Aires, pero no tenían los 82 pesos que costaban los sellos. Enviaron la primera mitad y después el resto, tras otra visita a la casa de empeños.
El escritor había fumado 30.000 cigarrillos y gastado 120.000 pesos (unos 10.000 dólares) durante el proceso. Mercedes le preguntó: “Y ¿qué pasa si, después de todo esto, la novela es mala?”.
Solo en Argentina se vendieron 8.000 copias en la primera semana, algo insólito. Los obreros la leían, al igual que las amas de casa y los profesores universitarios, y también las prostitutas; el novelista Francisco Goldman recuerda haberla visto en una mesilla de noche de un burdel de la costa. García Márquez viajó a Argentina, Perú y Venezuela. En Caracas, pidió a sus anfitriones que colgasen el siguiente cartel: “Prohibido hablar de Cien años de soledad”. Las mujeres se le echaban encima.
Para evitar distracciones, se instaló en Barcelona junto a su familia. Tras verlo en esta ciudad, Pablo Neruda le compuso un poema. En la Universidad Complutense de Madrid, Mario Vargas Llosa, ya famoso por La casa verde, escribió una tesis doctoral sobre el libro.
Muchos se han planteado llevar Cien años de soledad al cine. Nadie ha estado cerca de conseguirlo. A veces, el autor y la agente pedían una cifra astronómica por los derechos. Otras, García Márquez exigía cláusulas irrealizables. En lugar de adaptaciones cinematográficas, ha recibido homenajes de otros novelistas.
“Estaba sentada en mi despacho de Random House” —cuenta la escritora estadounisense Toni Morrison, premio Pulitzer 1988 y premio Nobel de Literatura 1993, que por aquel entonces era editora y había publicado dos novelas propias—, pasando una página tras otra de Cien años de soledad. “Encontré algo que me resultó familiar: cierta clase de libertad, una libertad estructural, una idea distinta de lo que eran un principio, un nudo y un desenlace. Culturalmente, me sentí muy próxima a él porque no le suponía el menor problema mezclar a los vivos y a los muertos. Sus personajes mantenían una relación muy estrecha con el mundo sobrenatural, y así era como en mi casa se narraban las historias”.
El padre de Morrison había muerto y la escritora quería crear un libro cuyos protagonistas iban a ser hombres, algo inédito para ella. “Antes, escribir sobre aquellos tipos me había suscitado dudas. Pero ahora, gracias a haber leído Cien años de soledad, mis dudas se despejaron. García Márquez me dio permiso”. Permiso para redactar La canción de Salomón, la primera de una serie de novelas audaces y ambiciosas. Muchos años después, Morrison y García Márquez impartieron juntos una clase magistral en Princeton. Era 1998, “el año en que salió la Viagra”, recuerda Morrison. “Por la mañana pasé a recogerlos al hotel en el que se alojaban Mercedes y él, y me dijo: ‘Esta pastillita… no es para nosotros, los hombres, sino para vosotras, las mujeres. No la necesitamos, ¡pero queremos complaceros!”.
Ese mismo año, el escritor Junot Díaz, premio Pulitzer 2008, leyó la novela durante los primeros meses que pasó en la Universidad Rutgers. “El mundo pasó del blanco y negro al tecnicolor”, asegura. “Yo era un joven escritor latinoamericano y caribeño que buscaba desesperadamente modelos. Esta novela me atravesó como un rayo: me entró por la coronilla, me salió por los dedos de los pies y estuvo replicándose en mi interior a lo largo de las décadas siguientes, hasta la actualidad”. Le impactó que Cien años de soledad se hubiera redactado justo después de que las tropas estadounidenses invadieran su país natal, República Dominicana, en 1965, y acabó considerando el realismo mágico una herramienta política que “permite a los caribeños percibir claramente lo que sucede en su mundo, un mundo surrealista en el que hay más muertos que vivos, más anulación y silencio que cosas dichas. En la familia Buendía hay siete generaciones. Nosotros somos la octava. Somos hijos de Macondo”.
“Yo conocía a los coroneles y generales de García Márquez, o al menos a sus equivalentes indios y paquistaníes; sus obispos eran mis mulás; sus mercados callejeros, mis bazares. Su mundo era el mío, traducido al español. No es de extrañar que me enamorara de la obra, no por su magia, sino por su realismo”, dice el autor británico Salman Rushdie. Cuando escribió una crítica de la novela del colombiano Crónica de una muerte anunciada, lo llamaba el “ángel Gabriel”, un detalle improvisado que lleva a pensar que García Márquez influyó en Los versos satánicos, cuyo protagonista es el ángel Gibreel. A esas alturas, Gabo ya había recibido el Nobel y era admirado universalmente. Era el galardonado al que todo el mundo quería adorar. Todo el mundo menos Mario Vargas Llosa.
El Altercado
Habían sido amigos durante años, en la época en que los dos eran expatriados en Barcelona, escritores destacados del Boom, clientes de Carmen Balcells. Sus mujeres (Mercedes y Patricia) hacían vida social juntas. Pero luego tuvieron un enfrentamiento. En 1976, en Ciudad de México, García Márquez asistió a una proyección de la película La odisea de los Andes, cuyo guion había escrito Vargas Llosa. Al ver a su amigo, el colombiano se acercó a darle un abrazo. Vargas Llosa le propinó un puñetazo en la cara. “Y García Márquez le dijo: ‘Ahora que me has tirado al suelo de un puñetazo, ¿por qué no me explicas el motivo?”, me cuenta Balcells al recordar el episodio. Circula una historia según la cual García Márquez le había dicho a un amigo común que Patricia le parecía de todo menos guapa. Una segunda versión explica que Patricia, al sospechar que Mario le estaba siendo infiel, le había preguntado a Gabo qué hacer al respecto, y que este le había aconsejado que abandonase a Vargas Llosa, quien solo ha declarado que el episodio se debió “a un problema personal”.
“Otro escritor le recomendó a Mario: ‘Ten cuidado. No te conviene que te recuerden como el escritor que le dio un puñetazo al autor de Cien años de soledad”, revela Ballcells.
Durante cuatro décadas, Vargas Llosa se ha negado en redondo a comentar el incidente. Gabo y él, dice, sellaron el “pacto” de llevarse la historia a la tumba. No obstante, en una conversación reciente sobre su amigo y rival, el también Nobel de Literatura (lo ganó en 2010) habló cariñosamente de la importancia que García Márquez tuvo para él. De los años en los que fueron compañeros en Barcelona. Reveló que planeaban escribir una novela sobre la guerra de 1828 entre Perú y Colombia.
Y habló de Cien años de soledad, que leyó pocas semanas después de que se publicase, y sobre la que escribió “de inmediato, de inmediato. Este fue el libro que amplió el público de lectores en español, que logró que en él se incluyera a los intelectuales, pero también a los lectores corrientes, gracias a su estilo claro y transparente. Al mismo tiempo, fue un libro muy representativo: las guerras civiles latinoamericanas, las desigualdades latinoamericanas, la imaginación latinoamericana, el amor por la música en Latinoamérica, el color de la región: todo esto estaba presente en una novela que mezclaba realismo y fantasía de modo perfecto”.
Sobre su enfrentamiento con Gabo, concluyó: “Eso es un secreto para un futuro biógrafo”.
Tomado de Vanity Fair/ Este reportaje se publicó originalmente en el número de abril de 2017.