La ultraderecha: el caso latinoamericano
Por Francisco Delgado Rodríguez.
La inesperada victoria electoral de Javier Milei en las elecciones internas en Argentina, exponente de la ultraderecha local, encendió las alarmas en el universo progresista.
Lo que sobrevendrá en este hermano país merece una reflexión aparte, pero estos resultados constituyen un claro mensaje que nos obliga a entender este ascenso de un conservadurismo recargado, ultraneoliberal, que recicla el rostro de la derecha, en este caso con un indisimulado sesgo fascista.
Sirven como referentes regionales las controversiales figuras de Donald Trump y Jair Bolsonaro. En rigor, ninguno de los dos es caso aislado, ni fruto del error de multitudes confundidas. El asunto es sobre todo estructural, y se corresponde con el momento político por el cual transita el sistema.
El capitalismo contiene una contradicción sistémica: por un lado, el inevitable incremento de la desigualdad, asociada a la concentración de la riqueza; y por el otro, la carcasa del sistema político liberal que vende una promesa de libertad e igualdad de oportunidades para todos, ambas usualmente burladas.
En su proverbial capacidad de resiliencia, el sistema acumula un largo tramo histórico gestionando esta contradicción; sin embargo, en algunas sociedades latinoamericanas, las políticas tradicionales que apuntaban a este manejo parecen paulatinamente, inservibles.
Puede pensarse que la situación debió derivar en el fortalecimiento de una alternativa de izquierda, o al menos progresista. Pero las últimas experiencias gubernamentales de esta índole mostraron, con honrosas excepciones, sus limitaciones para superar el desafío electoral periódico, en un sistema diseñado, en última instancia, para perpetuar los privilegios de las oligarquías.
Pero las derechas tradicionales que les sustituyeron, a fines de la segunda década del actual siglo, también fracasaron.
En el marasmo político subyacente, emerge para el sistema esta derecha «alternativa». Partiendo de expresiones marginales, se organizan para el convite electoral, con una estructura partidaria más bien parecida a una religiosa, que genera un fuerte sentido de pertenencia, erigiéndose en refugios identitarios de personas que se ven como especiales, y maltratados por el estado de cosas.
Le resulta común a la derecha «alternativa» escudar su charlatanería rampante en un mensaje políticamente incorrecto, que ignora los datos objetivos de la realidad, predominando lo emotivo sobre lo racional.
Calificada comedidamente de escandalosa, por sus acólitos de la derecha tradicional, la ultraderecha ve en cada acción innovadora un complot para aniquilarla, retroalimentando estados de ansiedad, paranoia y victimización colectiva.
La ideología subyacente es una mezcla explosiva de frustración, estimulada por la postergación de reivindicaciones sociales, que suma el misticismo seudoreligioso y una mirada en reverso, hacia un ideal de un mundo decimonónico.
En Nuestra América tenemos ilustres pensadores– si se nos permite el sarcasmo en el calificativo– que están detrás de los ascendentes líderes de la derecha «alternativa». Se destaca por caso a Olivo de Carvalho, antiabortista emblemático, y al argentino Ira Landucci, destacado propalador de las teorías terraplanistas.
En general, el listado de disparates invitaría a una especie de humor político, pero la alerta no está en la cantidad abrumadora de personas que les creen.
Y aquí tenemos otro desafío. Los éxitos electorales que puedan alcanzar estas corrientes se explican, en parte, al lograr un discurso movilizador, con un discurso que manipula consignas provenientes de las luchas populares y de izquierda, antisistema puede decirse; en paralelo, un encendido verbo anticomunista, lo único realmente auténtico.
Desde el punto de vista clasista, la ultraderecha tiene en sectores de capas medias su público meta, en las que cosecha el grueso del apoyo electoral. Estos sectores, arrojados a un incontenible deterioro
socioeconómico, por la lógica concentradora del capital arriba mencionado, recibieron con la pandemia una suerte de tiro de gracia; fue la gota que derramó el vaso. Parece obvio: la frustración se ha convertido en palabra de orden en estos sectores.
El resto del trabajo lo hace la hiperbolización de las fuentes de información masiva, vía redes sociales digitales. Una parte de estos sectores medios, abrumados por el proceso de empobrecimiento, muchos de ellos semianalfabetos políticos, son víctimas fáciles de la fanfarronería política de esta «nueva» propuesta derechista.
No es casual que, donde más prosperan las corrientes extremistas en la región, estos grupos sociales tiene un peso relevante en los procesos políticos.
En materia de líderes, podemos inventariar a los más notorios o con capacidad electoral, además del mencionado Jair Bolsonaro.
Volvemos a Javier Milei, el economista y diputado argentino de Libertad Avanza, que se autocalifica de anarcocapitalista y que en su discurso recuerda la consigna antipolíticos «que se vayan todos», que nos remite al hartazgo popular hacia los políticos tradicionales en su país, que en 2000 tuvo una salida progresista /kirchnerista.
Desde Chile está el exaspirante a la presidencia Carlos Kast, que reivindicó, como una rémora en modo pesadilla, al tirano Pinochet. La paliza electoral propinada al oficialismo por el partido de Kast, en ocasión del proceso para otro referendo constitucional, alerta sobre el eventual fracaso del progresismo que encabeza Boric, y los peligros de que Kast lo sustituya en La Moneda.
Las elecciones de 2018 en Costa Rica nos dejaron otro curioso ejemplo, ocasión en la que Fabricio Alvarado, candidato del Partido Restauración Nacional, trastocó las tendencias centristas en los procesos electorales ticos, sin éxito, por ahora.
En otros países en los que las capas medias no son tan importantes, también es oportuno identificar a la ultraderecha, teniendo en cuenta la historia, cuando con parecida ideología, nuestros pueblos han conocido el fascismo y las dictaduras militares.
Quizá el caso tipo de esta variable es Guatemala, ciertamente sin una clase media predominante, pero donde se suma un pasado dictatorial. En las recién pasadas elecciones nos encontramos a la excandidata presidencial, Zury Ríos, hija del general golpista Ríos Mont. Bajo la bandera partidaria de Valor Unionista, Zury dejó la traza de sus aspiraciones en un programa de ultraderecha denominado Agenda 4.40.
Desde el punto de vista internacional, y como era lógico esperar, estas tendencias políticas han tratado de organizarse, con una fuerte presencia del partido Vox, y también de figuras protagónicas del universo trumpista.
Aparece el llamado Foro de Madrid, fogoneado, entre otros, por el eurodiputado de Vox, Hermann Tertsche, que considera a los afables Luis Almagro y Joseph Borrel como traidores a la causa, entre otros excesos retóricos, y quien recientemente tuvo un aquelarre en la Lima tomada por los golpistas antiCastillo.
Nos encontramos con la denominada Conferencia Política de Acción Conservadora (CPAC), fundada en los años 70 del pasado siglo, y reciclada para los momentos que vivimos.
En noviembre del pasado año, la CPAC se reunió en México; su anfitrión, el local Eduardo Verástegui, se ufanó de ser la verdadera derecha. En la sala estaban, expectantes, el exconvicto Steve Bannon, el gran ideólogo del trumpismo, junto a Eduardo Bolsonaro (hijo del exmandatario brasileño), Ramfis Domínguez Trujillo (nieto del dictador dominicano), el senador estadounidense Ted Cruz, y Santiago Abascal, líder de Vox.
Sacar conclusiones y definir con mayor claridad el derrotero de estas corrientes en Nuestra América es, como mínimo, imprudente, como lo sería si nos equiparamos con lo que sucede en Europa, donde ya existen gobiernos en manos de estas corrientes.
Sin embargo, en todo caso, las causas profundas que explican el auge de la ultraderecha, vinculadas a la contradicción del sistema antes mencionada, son visibles claramente en nuestro subcontinente, y no es una posibilidad remota, sino pregúntenles a los brasileños.
Desde la perspectiva electoral, estas propuestas pueden resultar exitosas, al fin y al cabo dicen lo que mucha gente espera, pero otra cosa es cuando les toca gobernar. En lo formal, el sistema democrático burgués suele empujar a los gobiernos hacia el centro. Por tanto, solo podrían sostenerse en un contexto dictatorial, cuando estas formalidades liberales sean descartadas.
El futuro se antoja incierto. Otra vez lo viejo se niega a desaparecer, y sus alternativas predominantes, al parecer, están superadas. Así las cosas, se puede evocar a Antonio Gramsci, en una de sus frases más icónicas: «El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos». Parece ser el caso. Veremos.
Tomado de Granma / Foto de portada: Istock.