Estados Unidos: Cultura de intolerancia y extremismo de derecha radical
Por Jorge Hernández Martínez
A ningún interesado, estudioso o conocedor de las realidades pasadas o presentes de Estados Unidos le pasaría por alto la recurrente presencia de un definido y notorio componente de violencia institucionalizada, que reaparece con intermitencia a lo largo de su devenir histórico como nación. De manera regular, el ejercicio de esa violencia se incuba en caldos de cultivo tan saturados de intolerancia, que ésta opera como justificación ideológica de determinadas acciones, que promueven actores diversos. A veces, el Estado, a través de las instancias de gobierno, en otras ocasiones, los partidos políticos o los grupos de interés y presión. O, incluso, organizaciones terroristas internas o individuos con traumas ocasionados por sus experiencias bélicas, así como jóvenes enajenados, víctimas de las drogas y de la exposición a la violencia directa del medio en que viven o del que recrean la industria del entretenimiento, los juegos de video, el cine, la internet, las redes digitales. Más allá de las raíces, interesa de momento palpar el problema. En posteriores escritos se regresará y abundará al respecto.
Según los registros periódicos de una institución especializada, Gun Violence Archive, la cifra de muertes en incidentes de violencia armada en Estados Unidos entre 2014 y 2022 fue superior a 150 mil personas, y al finalizar el pasado año, 2023, se estimaba en unos 25 mil por esa causa, promediándose así más de cien diarias. De modo que, en términos estadísticos, pero a la vez, históricos, la práctica del terrorismo interno es una de las manifestaciones frecuentes de conductas violentas y fuentes de asesinatos llevados a cabo con armas de fuego. La violencia, en resumen, es intrínseca a la sociedad norteamericana. Metafóricamente, puede decirse que se halla en su ADN, que genéticamente, es innata. Nace con el capitalismo como sistema, desde que surge y en el caso específico de Estados Unidos, desde que se instala al surgir como nación, expresada con crueldad y barbarie contra los pueblos indios originarios y los esclavos africanos. La intolerancia que sostiene a esa violencia no tiene una impronta política, sino cultural, pero la adquiere, y de qué manera la hace suya, hasta hoy.
Una referencia más cercana es la que se plasma en las últimas semanas en no pocos medios de prensa y estudios académicos, que con preocupación advierten un creciente temor ante un ascenso de la violencia política, según avanza la campaña electoral que conducirá a los comicios en noviembre de 2024. En ese marco, se llama la atención acerca del activismo del movimiento de conspiración llamado QAnon, cuyo acceso a las principales plataformas digitales se ha prohibido. Nacido en 2017 e integrado por partidarios fanáticos de Donald Trump, denunciaban la existencia de una presunta élite, compuesta por pedófilos pertenecientes a una secta satánica, que atentaba contra la tradicional identidad norteamericana, conservadora y de religiosidad protestante.
El movimiento lleva el nombre de su líder, que se hace llamar Q, y a esa letra le siguen las primeras de la palabra anonymous (anónimo). Dicho personaje estableció una prédica extremista, de derecha radical, encaminada a derribar lo que calificaba como un “Estado profundo”, o sea, una estructura elitista, constituida por altos funcionarios del gobierno involucrados en redes de pedófilos, que buscan articular un “nuevo orden mundial”, que sólo un presidente carismático fuerte, como Trump, sería capaz de derrotar y frustrar sus planes perversos. Desde 2019, el Buró federal de Investigaciones (FBI) considera a QAnon como una importante potencial amenaza terrorista en Estados Unidos. Algunos de sus seguidores, procedentes incluso de otras partes del país, viajaron a la capital el 6 de enero de 2021, asistieron al mitin de Trump en que legitimó, incitó y movilizó al asalto al Capitolio ese día y participaron en él. Para los analistas, la irrupción y toma de la sede del Congreso, como poder legislativo, sería el mayor atentado a la consabida democracia estadounidense, cada día más mítica, excluyente y alejada de la realidad. La esencia del llamado “trumpismo” radica en una intolerancia superlativa.
El asalto, como suceso político, debe comprenderse a la luz de antecedentes. La historia norteamericana, con base en determinados hitos y etapas, ha sido un repertorio de excesos, a través de los cuales se han violado una y otra vez derechos constitucionales básicos de los ciudadanos, en el plano interno. No se trata de una sumatoria de actos individuales y aislados o esporádicos, sino de una reacción que persiste en el tiempo, que se reitera. Bastaría recordar los mortíferos tiroteos masivos en escuelas y otros centros de enseñanza, o los atropellos policiales con violencia desbordada en episodios racistas y anti inmigrantes. De ahí que pueda hablarse de una cultura de intolerancia. La caracteriza la apelación a la violencia. Se fundamenta en el rechazo y el odio, en la legitimidad del desprecio y marginación de lo que se considera diferente a lo que se entiende como lo típicamente norteamericano. A todo aquello que se aparte del rasero con el que se mide el auténtico espíritu del blanco, anglosajón y protestante, del llamado wasp, término convencionalmente aceptado, tomado del inglés, que resume los tres atributos: white, anglosaxon, protestant. Ante su identidad, se levantaba una otredad, entendida y simbolizada desde entonces como un estereotipo negativo. El “otro” no solo era distinto, sino inferior. Esa fue la base del supremacismo blanco, que resuena con tanta vigencia en el presente.
Los actos terroristas en 2001 ocupan el primer lugar en el siglo XXI, como punto de obligada referencia, que reproducen un patrón similar. Las amenazas, los enemigos, los responsables del terrorismo, provienen del exterior. Latinoamericanos, árabes, asiáticos, según el caso, son satanizados y se convierten en objeto de manipulación mediática, con criterios segregacionistas y xenófobos. Se quiere ignorar y tergiversar, el hecho de que en existe un viejo y largo expediente de violencia ilimitada, que lejos de ser ajeno a la cultura nacional, se encuentra incrustado en el mismo tejido social e ideológico del país.
Una simple mirada retrospectiva conduce, justamente, a un incidente que pareciera olvidado, a pesar del traumatismo que conllevó. El 19 de abril de 1995, un camión-bomba, cargado con aproximadamente media tonelada de explosivos destruyó una instalación estatal en Oklahoma. El edificio Alfred Murrah contenía numerosas oficinas federales allí, además de una guardería, y en condiciones normales, se concentraban en él, diariamente, unos 500 empleados, sin contar los visitantes. El atentado ocasionó la muerte a 168 personas, entre ellas, niños. Ese mismo día, otros 17 edificios del gobierno norteamericano, en diferentes ciudades y estados, recibieron amenazas dinamiteras.
Varios años antes, el 29 de febrero de 1993, otra acción terrorista deterioraba, con explosivos, nada menos que cinco pisos de las torres gemelas del World Trade Center, instalación que desde esa fecha y aún mucho antes, ya poseía el mismo simbolismo que ocho años después, cuando serían destruidas: representaban el corazón del capital financiero en Wall Street. Aquel atentado, además de provocar numerosos heridos, costó la vida a cinco personas.
Los prejuicios, temores y odios contra estadounidenses musulmanes e inmigrantes latinoamericanos, bajo la bandera de la lucha contra todo lo que significase antinorteamericanismo, ni nacieron en 2001 ni eran patrimonio, como a veces se cree, del Partido Republicano, sino que se expanden a través de cajas de resonancia en la cultura cívica y política, también dentro del Demócrata. Desde mediados del siglo pasado existían tendencias y entidades expresivas del extremismo derechista, emparentado con el fascismo, con reavivamiento de viejas conductas colectivas, grupos de odio incluidos, como los neonazis, los “cabezas rapadas” (skinheads), el Movimiento Vigilante, las Milicias, las Naciones Arias, el Movimiento de Identidad Cristiana. Con otra connotación podría mencionarse al expediente promotor de violencia, entre otras, la National Rifle Association, el Tea Party, la derecha alternativa o Alt-Right.
Como ilustración elocuente, viene al caso comentar que, según un informe emitido por un relevante centro de pensamiento o “tanque pensante”, de orientación conservadora, el Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales, con sede en Washington, los extremistas de derecha perpetraron dos tercios de los atentados y de las conspiraciones en Estados Unidos en 2019, y más del 90 por ciento entre el enero y mayo de 2020. Estas cifras preocupantes llevaron al Departamento de Seguridad Nacional (o Interna) del país a concluir, en un informe publicado en octubre de ese último año, que “los extremistas violentos con motivaciones raciales y étnicas (en particular los supremacistas blancos), seguirían siendo la amenaza más persistente y más mortífera en la patria”. Ojo. Es un reconocimiento que se hace desde los aparatos ideológicos del propio sistema, los que idealizan al país como la sociedad perfecta, lo que le confiere mayor gravedad al asunto. No le quedó de otra, que no fuera reconocer la verdad.
La importancia del tema requiere regresar a su análisis y seguir reflexionando.
Tomado de Cubasí/ Foto de portada: Charlie Riedel / AP
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