Los soldados de Israel y la masacre de niños en Gaza
Por Noelia Adánez.
Como escribe Ana Carrasco-Conde en su magnífico ensayo Decir el mal, el mal no es solo un acto que se hace o se sufre, ni siquiera es un conjunto de actos, es una dinámica que genera un orden en base a una lógica relacional que se refuerza a sí misma. El mal, como tal, es “una forma de relacionarnos”. No veo cómo, en un futuro cercano -ni siquiera caso de producirse la paz-, Israel conseguirá romper la dinámica perversa que el genocidio en curso ha exacerbado; no veo cómo podrá deshacerse y superar las dinámicas relacionales que han sustentado y que a su vez se alimentan de todo ese mal.
Nunca antes vimos morir asesinados con nuestros ojos a miles de niños y niñas pequeños. El genocidio de la población infantil de Gaza a manos del ejército de Israel marca un hito emocional y moral en la historia contemporánea. Hasta hace poco la tecnología de muerte y exterminio desplegada por el régimen nazi el pasado siglo no solo ejemplificaba el mal absoluto sino que incluso lo modelizaba. Ni Ruanda ni Sebrenica desbancaron jamás en el imaginario colectivo al Holocausto judío como representación absoluta del mal. Y, sin embargo, después del asesinato en curso de miles y miles de gazaties – muchos de ellos niños y niñas-, estamos obligadas a reconsiderarlo todo.
El Holocausto judío, que no es solo un acontecimiento sino una poderosa narrativa fundamentada en hechos históricos probados, industrializada y difundida como una pedagogía contra el mal, compite a partir de ahora con el genocidio en Palestina en un giro dramático de los acontecimientos en virtud del cual los que hace casi un siglo fueron víctimas han devenido en verdugos.
Si de la gravedad y el alcance del Holocausto judío tuvimos noticia conforme se asentaba su posteridad -a través de los juicios y la elaboración filosófica e historiográfica de su terrible legado-, del genocidio en Gaza vamos tomando conciencia según avanza sin que ninguna fuerza política ni moral logre detenerlo. Estamos en shock y no solo nos cuesta reaccionar, sino incluso organizar nuestros sentimientos y nuestras emociones, que vienen oscilando entre la tristeza, el abatimiento profundo y la rabia, la impotencia y, por qué no confesarlo, el odio. Nos están empujando a odiar toda esta maldad que nos supera, que nos acongoja y que no sabemos cómo desactivar.
Hace meses que está en marcha esta moviola del terror. Se suceden imparables imágenes de cuerpos mutilados, abrasados, despellejados, temblorosos, entontecidos. Niños y niñas deshidratados, hambrientos, bombardeados, acribillados, que lloran, vomitan y se hacen encima sus necesidades mientras un adulto sostiene su malogrado cuerpo extraído de entre los escombros para entregarlo, con suerte, a un sanitario al que ya no le quedan lágrimas que llorar.
Médicos exhaustos tratarán de salvarles la vida sin éxito en la mayor parte de los casos. En otros muchos tendrán que tomar la difícil decisión de adoptar o no hacerlo las medidas que garanticen la supervivencia de criaturas que, arrojadas a un mundo en guerra sin progenitores que les cuiden, se encuentran en una situación de abandono y miseria que muy posiblemente jamás van a poder superar.
Los cuerpos de recién nacidos, bebés y niños muy pequeños que apenas habían aprendido a caminar, revientan por miles desde hace meses en la Franja de Gaza, asediada por el ejército de un Estado militarista y colonial. Hoy mismo podéis leer en Público un testimonio en primera persona de Marie-Aure Perreaut Revial, coordinadora de emergencias de Médicos Sin Fronteras, en el que da cuenta del grado de devastación y de sufrimiento humano que el ejército de Israel está causando.
Constatamos que la vileza del militarismo israelí roza la deshumanización completa cuando se difunden vídeos de soldados mofándose del exterminio que están llevando a cabo o ejecutando crueles acciones terroristas. La borrachera infame de poder de los soldados de Israel contrasta con las imágenes en las que cadáveres de gazatíes -insisto, muchos de ellos niños y niñas- se apilan; seres desechados, descartes de una guerra detrás de la que hay un ímpetu histórico colonial y abusivo, un régimen de injusticia, de violencia en los territorios ocupados y de impunidad.
Mi sensación, respecto de las escenas difundidas en redes sociales en las que soldados de Israel cantan, bailan y festejan con frenesí el exterminio de civiles gazatíes, es que en realidad más que celebrar la muerte del adversario exaltan su propio poder, su omnipotencia para causar sufrimiento. Tal vez tratan de sublimar y de ese modo superar la desvitalización moral y al daño emocional que la ejecución de seres humanos indefensos les provoca, porque nadie sale indemne de ejercer semejante forma brutal y extrema de violencia. Hacer el mal puede ser banal, pero incluso entonces tiene consecuencias.
Cuando los trescientos mil soldados reservistas israelíes desplegados en Gaza regresen a sus casas y a la vida civil, no serán los mismos que eran antes de haber perpetrado un genocidio de más de veinticinco mil personas hasta la fecha, de las cuales, insisto, más de diez mil son niños y niñas. Los acogerán como patriotas o como héroes, pero todos ellos y ellas están enfermos de violencia.
Tomado de Público / Foto de portada: EFE.