En el sustancial paisaje de lo materno
Por Yeilén Delgado Calvo.
No habría vida real, tangible, sin ese vientre que multiplica, pero tampoco sin las manos que arropan, alimentan, sostienen y alejan de los peligros, con fiereza.
Incluso el día en que los cuidados sean justamente repartidos entre mujeres y hombres, seguirá habiendo mucho de poético y sustancial en aquellas que pueden decir: «carne eres de mí, sangre mía, y de estos huesos vienes» –o «te amo como si así fuese»– y que andan por el mundo, mientras respiran, con el corazón repartido, latiéndole por fuera en el hijo o la hija.
Las madres no tienen edad; jamás parecen jóvenes o viejas a los ojos de quienes han criado. Son, en cambio, un ente protector, raigal, que remite al origen y a la ternura, y con quienes se puede mostrar siempre lo que se conserva de niñez.
No hay una única madre: mujeres diversas todas, con sus historias de vida, creencias y valores van armando el paisaje propio de su maternidad, casi siempre aprendiendo tanto como la persona que ayudan a crecer, y también errando, como sucede en todo trabajo humano.
Maternar es trabajar, y hacerlo huyendo del desamor y sus maltratos; porque más que un hecho biológico, es también una práctica continua de los afectos. Maternar es construir la nación, en toda su anchura.
Como ser que engendra y se da, la madre será siempre una honda metáfora de la Patria y sus alcances en el alma de quien le nace o la elige.
Bienaventurado el país que puede preciarse de tener la misma fuerza y terquedad con que una mujer insiste y resiste por su prole; de la limpieza de ese afecto; de la capacidad de amparar y de instalarse en el sentimiento, mediante hilos tan invisibles como fuertes.
Tomado de Granma / Foto de portada: Ismael Batista.