Cuba

Soy feliz porque soy gigante

Por Enrique Ubieta Gómez.

Mi generación no vivió como adulta las primeras dos décadas de Revolución. Éramos el resultado del baby boom de la victoria. No sintió la emoción del triunfo revolucionario, pero acompañó sobre los hombros de sus padres, o de la mano de ellos, y luego, de sus novias y novios, las marchas y concentraciones de la Plaza, adonde acudía un millón de protagonistas individualizados y no una masa sin rostro. “En cada cuadra un comité, / en cada barrio revolución, / cuadra por barrio, barrio por pueblo, / país en lucha: revolución”, decía la canción que Eduardo Ramos había compuesto para el Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC. La vigilancia cederista, idea genial de Fidel para impedir los actos terroristas del imperialismo, era posible por la pasión que generaba en los cubanos su Revolución. Mi madre, educada para ser ama de casa, empezó a trabajar en la calle, como entonces se decía, sin que la motivación fuese económica. Las mujeres hacían una Revolución dentro de la Revolución, en palabras de Fidel. Pero las nuevas generaciones también tuvieron sus retos, sus vuelos de cóndor, sus asaltos al cielo: movilizaciones agrícolas, destacamentos pedagógicos, batallas militares, educacionales o médicas alrededor del mundo, por causas geográficamente distantes o no, pero siempre entrañables: Vietnam, Angola, Ángela Davis, Allende, Chávez, y también Elián y los Cinco, héroes de nuestra edad, Batalla de Ideas. Nosotros éramos, y tenemos la obligación de ser, el Mundo.
 
A fines de los años setenta, siendo estudiante en una universidad soviética, compartí con jóvenes portugueses, hijos de la Revolución de los Claveles, y luego, con las y los estudiantes nicaragüenses, cuya Revolución acababa de triunfar y llegaban eufóricos y libres. Aquellas muchachas, sobre todo, eran muy parecidas a las que Noel Nicola cantara en Cuba: “María del Carmen, tan limpia y tan libre, / Limpia de ser virgen, libre de prejuicios. / (…) María del Carmen no piensa en los trapos, / Ni en lazos, ni en cintas, ni en viejas muñecas. / María del Carmen olvida a los novios, / La patria es quien toca de noche en su puerta”. Ese sentimiento de libertad y compromiso, por cierto, ya no existía en la URSS.

Dos extravíos, a veces, le han hecho creer a los revolucionarios que renuevan aquel entusiasmo: el consumo que se convierte en consumismo, aquel que llevara a los alemanes del este a “competir” en bienes de consumo con el oeste, pelea perdida de antemano y desvío fatal —aún cuando aquel estado lograra un altísimo nivel de vida para sus ciudadanos—  porque la esencia del capitalismo es subordinar las aspiraciones humanas a un tener insaciable y enajenante; y la sustitución de la sencilla alegría de construir un mundo nuevo por la estridencia de los espectáculos efímeros.

Todo tiende a simplificarse, y como resultado, también, el pensamiento: los mensajes en pocas e ingeniosas líneas, los textos breves y acompañados de imágenes audiovisuales, en los que es posible sustituir lo verdadero por lo verosímil y falso, lo esencial por lo superfluo. No es el fuego divino que Prometeo robó a los dioses y entregó a los humanos lo que parece deslumbrarnos, sino la efímera belleza de los fuegos artificiales. Usemos esos instrumentos, convirtámoslos en armas, aunque sepamos que fueron diseñados por sociedades que necesitan conducir el pensamiento y desviar la rebeldía humana hacia callejones cerrados, inofensivos. La contrarrevolución reclama la sustitución de las motivaciones épicas por las íntimas, de lo colectivo individualizado por lo individual a secas, del horizonte de aguas profundas y encrespadas, por la inmediatez del lago personal. ¿Cómo hacer que los explotados, en lugar de creer, lean, al decir de Fidel? Las revoluciones la hacen individuos conscientes, capaces de desarrollar un pensamiento crítico.

Los jóvenes de hoy no están quietos. Fueron los artífices del triunfo de la Vida sobre la pandemia —en cadenas de solidaridad, de creatividad, de arrojo—; hay muchos médicos que se sobreponen a la carencia de medicamentos e insumos, e ingenieros que inventan ante el bloqueo nuevas formas de recuperar lo tecnológicamente desechable, hay sueños por cumplir, horizontes de esperanza, y una vanguardia dispuesta a saltar sobre el abismo, a no ceder frente al imperialismo “ni un tantico así”, como pedía el Che, como los vietnamitas entonces, como los palestinos hoy.

Palestina nos duele. Cesará el genocidio de los sionistas, se alzará una Palestina libre, diez veces más hermosa de lo que fue, como decía Ho Chi Minh de Vietnam y se cumplió, pero este dolor movilizativo debe servir también para recordarnos lo que somos y por qué luchamos. Nuestros padres no fracasaron, fueron, con poco y con mucho, hombres y mujeres felices. Todavía se escucha en la voz de Silvio, aquella canción suya que no envejece: “Vivo en un país libre / cual solamente puede ser libre / en esta tierra en este instante / y soy feliz porque soy gigante / amo a una mujer clara / que amo y me ama /  sin pedir nada / o casi nada / que no es lo mismo / pero es igual”.

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