Tras la «tormenta» en un cerro de Caracas
Por Mario Ernesto Almeida Bacallao
Caracas a ratos puede mostrarse como una ciudad brusca. Brusca de velocidades, de edificios, brusca de cerros, brusca de túneles que perforan los cerros mismos para burlar montañas. Brusca de montañas. Brusca de calles y avenidas.
Brusca de espacios… porque Caracas le da a uno aquella rara sensación de ser lo más pequeño entre tanto, entre un mundo con reglas telúricas donde se permite, entre otras cosas, que el ser humano viva.
En Caracas se puede correr el riesgo de pensar que la ciudad puso a la gente en lugar de a la inversa… y ello no estaría mal del todo, porque los espacios también construyen gentes, los espacios enseñan a mirar, a oler y en no pocas ocasiones a sentir.
Pero el alma de Caracas, su gesto, su síntoma de urbe sangrante y sintiente, puede aparecer en la particularidad que se escurre y esconde entre lo inmenso de sus brusquedades, en el matiz a veces casi íntimo y probablemente volátil, que encima de todo se las arregla para ser y estar, sin mucha alharaca.
Caracas debe tener más de un alma, probablemente más de tres o cuatro, pero yo vi una, que me dejó sin aire, tonto y mudo. Yo vi un alma que saltó una vez por acá y otra por acullá, como pidiendo ser descifrada a pedazos que nadie sabe cómo encajan bien.
Cierta vez, un colega periodista me preguntó si había escuchado a Alí Primera. Le respondí, cómplice, en tono de tristeza, lluvia, techos y cartón.
Por aquel entonces, contó, Chávez aún no había llegado, no se hablaba de revolución, pero gente como Alí Primera, cantando lo que cantaba, había «preparado la tierra». Chávez no empezó de cero.
En este pueblo había sensibilidades, dolores, añoranzas; Chávez también era hijo de eso, dijo.
Alí Primera (Foto: La Tizza)
Entonces, pensé en algo que había visto días atrás y que seguiría viendo días después. Era una estampa que me rajaba el aire.
Por las inmediaciones de la parroquia de Catia, justo en las afueras de la Estación Gato Negro de la Línea 1 del Metro, se levanta la escultura que muestra el combate entre un colibrí y una serpiente.
Aparentemente nada se mueve y ambos «monstruos», metáforas de mil cosas posibles, aguardan en ese instante en que se encuentran miradas y amenazas y miedos y posibilidades y todo, que le recuerda a la gente la escaramuza diaria y mundana, y que le sirve también para envalentonarse de vez en cuando, si el colibrí y la culebra de pronto hablan de cuestiones muy grandes.
Y la gente pasa, la escultura de hierros y colores está ahí. Nadie sabrá nunca quién ganó exactamente, porque la imagen que regala, la extraordinaria y dolorosa visión, no es de cierres sino de principios, una declaración de principios, de alma, que está en el mismo lugar, provocando día tras día, minuto tras minuto, millones de caos invisibles, desde 1982.
Escultura «La culebra y el colibrí» (Foto tomada de Hive )
Tras unos portones inmensos, también en Catia, en la esquina de una plazoleta que ve levantarse un árbol largo de pocas hojas donde las guacamayas se posan en las tardes, hay un busto de Chávez.
A sus espaldas, se encuentran en forma de uve dos grupos de jardineras. Las que cuidan el flanco derecho del comandante de la Revolución Bolivariana tienen flores de color rosa suave con troncos repletos de larguísimas y afiladas púas.
Las que les cuidan el flanco izquierdo dejan crecer unos arbustos que se llaman «no me olvides». Son más apretados en sí mismos, también tienen espinas, aunque mucho más pequeñas y mucho más pequeñas son igualmente las flores.
Las flores del «no me olvides» son más numerosas y tal vez más fuertes y tienen espinas para si hace falta… y además, ya se dijo, cuidan la espalda izquierda del comandante.
En el Boulevard del Panteón, donde todo parece sublime porque se desciende desde la tumba de Bolívar hasta la misma estatua suya que hace siglo y medio viera Martí, dos jóvenes que el mundo nunca conocerá interrumpieron la pulcritud del concreto recién derramado y dejaron para la historia, a riesgo quién sabe de qué, sus nombres escritos con el trazo de un palo.
Boulevard del Panteón (Foto: La Tizza)
Kilómetros de ciudad al este, donde una cascada fina se desboca decenas de metros contra la piedra, alguien se ocultó tras una cepa de cañas bravas y en el tronco de un bambú escribió, desesperado ante quién sabrá qué apuros del destino, «Aquí estuvo Chapellí».
Seis años atrás, justo en el mismo sitio, en tiempos de guarimbas y desgracias, enamorado, también estuvo Rusbely. No iba solo.
Los políticos de Cuba y Venezuela, con tal de que dejen a sus países tranquilos, suelen decir que es absurdo el hecho de que los Estados Unidos los sancionen.
Es mentira que seamos una amenaza, dicen los altos políticos.
Sin embargo, después de vivir determinadas cosas, y de creerlas, a los pueblos les asusta no ser tomados «en serio».
Y como los pueblos casi nunca están en grandes cumbres ni se reúnen con gente muy poderosa que los amenazan; como los pueblos no suelen sentir que tienen la suerte del «pueblo» en sus manos, pueden decir lo que tienen que callar sus representantes.
«Nosotros sí somos un peligro, porque aquí hay conciencia», me dijo una mujer cerca de un cerro, que llevaba siete años construyendo su casa.
«Que nos tengan miedo, sí, que nos teman. De paso, si no les es mucha molestia, que nos respeten».
El gesto definitivo lo encontré a los pies de un cerro. Los cerros de Caracas tienen un aspecto impenetrable, compacto, extrañamente uniforme. Rojizos los cerros de Caracas, como la arcilla que forman los ladrillos sin pintar que a su vez van armando las casas sobre lomas.
Hay muchas leyendas negras sobre cerros en Caracas y uno, que jamás ha visto en frente una pistola sin funda, es muy cobarde. El miedo es, antes que todo, ignorancia.
La ignorancia y el miedo sirven para poco más que el odio…
Está cayendo la tarde. Es una tarde cargada. Está a punto de romper a llover. Ya se siente el petricor. No se sabe si el sonido raro que se escucha es el del aire en las hojas de los árboles o el del agua que empezó a impactar contra el asfalto. Lloverá. Llovió…
Sí, ya llovió y se está despejando el cielo sobre el cerro rojizo, colorado, y las últimas luces atraviesan rasantes kilómetros y kilómetros de planeta, hasta que dan en el cerro.
De pronto, en ese espectáculo atropellado de fuerzas de la naturaleza, en medio de ellas, a su suerte, veo elevarse un papalote blanco. Se queda rato allí, en el punto fiel de lo que parece ser una esperanza.
Entonces uno se arrepiente de sus reticencias y piensa que no hay revolución ni poesía sin cerro colorado de Caracas que empina papalotes.
Uno piensa también que, a veces, se hace estrictamente necesario cagarse en la ignorancia y el miedo y embarrarse en el todo, para no terminar siendo un hijo de puta.
Fuente: La Tizza
Foto: Petare, Caracas / Large Movements