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Cuba: Verdad y leyenda de la Milagrosa

Por Ciro Bianchi Ross.

Si a usted le preguntan por Amelia Goyri posiblemente quede sin respuesta.  Pero, si en lugar de Amelia, le preguntan por la Milagrosa, sabrá de seguro de quién se trata. Son la misma persona. Para muchos es casi una santa, y por eso su tumba, en el cementerio de Colón, está llena de ofrendas y mensajes de agradecimiento de aquellos que en un momento de angustia imploraron su ayuda, y ella les concedió lo que pidieron: casi siempre el reencuentro con la persona amada y el restablecimiento de la relación amorosa, la recuperación de la salud o la posesión de un bien que se creía perdido.

Aislada del mundo
Amelia Goyri nació en La Habana, en 1879. Pertenecía a una familia de clase media y su vida estuvo signada siempre por la amargura. Quizás su mayor y única alegría fue el noviazgo que inició, desde los siete años, con su primo José Vicente Adot. Muy pronto comenzó la protesta de sus padres, que aspiraban a un mejor partido para su hija. Pero los jóvenes continuaron amándose en secreto.

Tenía Amelia 13 años de edad cuando murió su madre. Poco después, José Vicente partía a la manigua. Quedó sola entonces, y su padre la puso bajo la tutela de su tía doña Inés, casada con el español don Pedro de Balboa, marqués de Balboa.

Amelia quedaba aislada de José Vicente y también del mundo. Vivía con doña Inés en una lujosa mansión, el Palacio de Balboa, en la calle Egido, entre Apodaca y Gloria, que en la República sería la sede del Gobierno provincial de La Habana. Allí aprendía los modales de las jóvenes de la alta sociedad, pero su corazón seguía prendado del recuerdo de su novio.

Concluyó la Guerra de Independencia, en 1898. José Vicente regresó de la manigua con grados de capitán del Ejército Libertador y la estima de muchos que no tardaron en ocupar importantes puestos en la vida que se abría para la Isla. El marqués de Balboa había muerto. También había fallecido el padre de Amelia. José Vicente pidió a doña Inés la mano de su sobrina y la tía no puso obstáculos a la relación.

Se desposaron en íntima reunión familiar. Esperaron años para unirse a plenitud y la felicidad no se quedaría con ellos. Amelia murió al año siguiente en el parto del primer hijo de la pareja.

Algunos aseguran que los restos se inhumaron por separado, mientras que otros dicen que el niño fue colocado en el mismo ataúd, a los pies de la madre. Y es aquí donde empieza a tejerse la leyenda pues, cuando se exhumaron los restos de ella, se encontró, se dice, que Amelia llevaba a su bebé en los brazos.

Hace algún tiempo al cronista conoció, al pie del panteón de Amelia, a una mujer que se autoproclamaba “historiadora oficial”, lo decía así, con todas sus letras, de la Milagrosa y, creyéndose poseedora de la verdad absoluta, perseguía con cartas y hasta con denuncias judiciales a periodistas que incursionaban en el tema, cuando cometían lo que ella consideraba errores e imprecisiones.

La rosa única
La muerte, sin embargo, no logró separar del todo a la pareja. Una vez inhumada Amelia, el 3 de mayo de 1901, José Vicente se dedicó a cuidar con sumo esmero el lugar donde descansaba para siempre la que él llamaba “mi rosa única”.

Allí acudía diariamente, muy temprano en la mañana. Vestía siempre de negro y, sombrero en mano, tocaba la segunda aldaba de la parte derecha del sepulcro. Así pretendía despertar a Amelia, que para él no estaba muerta, sino dormida. Mientras colocaba las flores, le hablaba de su empleo laboral, de la casa, de los pesares íntimos que lo agobiaban, y le pedía consejos y ayuda. Caminaba lentamente alrededor de la tumba. Por fin llegaba la hora de irse; siempre con el sombrero en la mano, sin darle la espalda en señal de respeto, se alejaba cabizbajo, sumido en hondas cavilaciones. Iba entonces a su trabajo, en el que prosperaba por días.

Amelia Goyri nació en La Habana, en 1879. Pertenecía a una familia de clase media y su vida estuvo signada siempre por la amargura. Foto: Wolfgang Kaehler/ LightRocket/ Getty Images

Muchos curiosos que observaban su ir y venir, comenzaron a imitarlo. Eran pocos lo que lo hacían en sus comienzos. El número subió de manera paulatina, sobre todo después de la colocación de la estatua sobre el sepulcro, en 1909. Muy molesto, José Vicente se quejó ante la administración del cementerio. No quería a nadie en la tumba de su amada. Mas ya era tarde. En su afán de venerar a Amelia no se percató que engendraba un ritual que sobreviviría a su muerte, en enero de 1941.

Entonces, los devotos fueron creciendo cada vez más hasta estallar en altas cifras, entre nacionales y extranjeros. La rosa única de José Vicente perdió su condición de exclusividad para generalizarse entre los habaneros y entre los de más allá de la capital. Amelia devino milagrosa. La Milagrosa del cementerio de Colón, y su sepulcro sigue siendo el más concurrido de toda la necrópolis.

Fuente: Cubadebate

Foto: Alejandro Benítez Guerra

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