Nadie está a salvo aquí
Tomado de El Cohete a la Luna | Por Marcelo Figueras
El “Nunca más” que nos quedó pendiente y dejó expuestos al nuevo saqueo
Un posteo del CELS (Centro de Estudios Legales y Sociales) me recordó que se cumplen 40 años de la publicación del Nunca más. Ustedes saben de qué hablo: del informe que, a pedido del Presidente Alfonsín, produjo la CONADEP, o sea la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas. Formateado como libro, sistematizó la data de la represión y el genocidio de los ’70. Y en aquel momento produjo un shock, el equivalente a un movimiento sísmico. Fue como si, destronados Lucifer y sus asociados, se nos abriesen las puertas del Infierno que había quedado vacante para que lo recorriésemos con nuestros propios ojos.
La tarea de la CONADEP no estuvo exenta de controversias. Los organismos de derechos humanos preferían que se crease una comisión investigadora en el Congreso. Pero, a conciencia de que la intención de Alfonsín era dejar el asunto en manos de la justicia militar, la creación de una comisión de civiles notables representó la menos mala de las opciones. Algunos de esos “notables” fueron discutidos entonces, y siguen siéndolo. Otros no dejaron nunca de ser adecuadísimos, como el rabino Marshall Mayer, quien sugirió el título Nunca más, usado por los sobrevivientes del ghetto de Varsovia para repudiar los horrores perpetrados por los nazis.
La CONADEP y los cinco departamentos creados a su servicio hicieron un trabajo monumental de compilación y sistematización. Y de esas 50.000 páginas de documentos destilaron este libro, que funcionó como un baldazo de agua helada. Porque hasta entonces el común de la gente aplicaba sordina a lo ocurrido a pasos nomás de donde transcurrían sus vidas falsamente normales. Casi todos habían oído hablar de las Madres, a lo sumo sabían de alguna persona cuyo paradero era una incógnita. Pero la escala y la sistematicidad de la violencia de la que el Nunca más dio cuenta fue otra cosa, algo que robaba el aliento. Una suerte de versión non fiction del Infierno de Dante, situada en tiempo presente y hasta en la geografía cotidiana de cualquiera de sus lectoras y lectores. Fue como abrir la ventana de tu casa y descubrir que el paisaje habitual estaba en llamas, y que ni siquiera era real sino una escenografía de cartón piedra, devorada por el fuego de un horror que ya no podía encubrir.
Cuando pienso en el Nunca más, no pierdo de vista su valor testimonial, la conciencia respecto de que todo lo que cuenta —hasta lo más abismal, lo más espeluznante— es cierto, es verdad, ocurrió. ¿Quién podría olvidarlo? Pero además considero que el libro es algo más que un documento histórico. Es una narración que forma parte del canon de nuestras letras.
Al decir esto, no pretendo amortiguar la contundencia de lo real entre las sedas de la ficción. El Nunca más no incluye ni un gramo de invención o artificio. Pero cuando hablo del canon de las letras, me refiero a los libros que son esenciales a la identidad argentina, que cuentan aquello que no podemos dejar de saber y asimilar como pueblo. Y dado que nuestra literatura no es ajena a las bestias híbridas que hablan de la verdad con procedimientos de ficción —pienso en Facundo y Operación masacre—, creo que al Nunca más le viene bien ser releído no sólo como volumen de historia o documento sino, también, como un relato fundante de la Argentina contemporánea. El Nunca más es nuestro Edipo rey, nuestra Antígona, nuestro Hamlet: la tragedia esencial, sin la cual nuestra cultura —y con ella, nuestro presente— serían incomprensibles.
Imagino que esta pretensión, la de colocar al Nunca más en el mismo estante que el Martín Fierro, Los siete locos y El Aleph, deriva de la conciencia de que el Nunca más es el libro que más moldeó los míos, por encima de sus contrapartes formalmente literarias. Mi primera novela, El muchacho peronista (1992), era un intento de imaginar una Argentina alternativa, en la cual el genocidio no hubiese ocurrido. Pero las historias del Nunca más ya son esenciales en El espía del tiempo (2002), bajo el disfraz de las atrocidades cometidas por jerarcas militares de un país imaginario llamado Trinidad. Allí están la estudiante ametrallada con la excusa de que intentó fugarse, cuando en verdad estaba enyesada hasta el cuello (en la vida real se llamó Rosa Ana Frigerio); el ciego al que secuestraron junto a su perro lazarillo (eran un matrimonio, María Esther Ravelo y Emilio Vega); al hombre sin piernas al que torturaban, izándolo por los brazos y dejándolo caer sobre los muñones (José Liborio Poblete, del que los represores se reían, llamándolo “Cortito”); y el niño que fue testigo del secuestro de sus padres y su hermana, cuyo regreso esperó en silencio hasta que un día sufrió un paro cardíaco mientras dormía (Marcelo Barbagallo, muerto a los 12 años a causa de un corazón literalmente roto).
Sin el Nunca más, lo más probable es que Kamchatka (2003) no hubiese existido. En La batalla del calentamiento (2006), su hálito infernal se cuela a través del trauma que la bella Pat Finnegan sufre a manos de una suerte de Ángel Rubio, que la torturó, violó y pretendió seducirla. (Leer La llamada de Leila Guerriero me recordó, meses atrás, que habían existido Pat Finnegans en la vida real.) En el Nunca más está también la trágica historia de Héctor Germán Oesterheld, esencial a la trama de El rey de los espinos (2014). Y también figura la historia de Rodolfo Walsh, a quien yo recién estaba descubriendo y que re-imaginé en el año 2017, mediante un libro que se llama El negro corazón del crimen.
Ni hablar de la novela que acabo de terminar, a la que le puse de nombre Vale cuatro y que se edita en marzo del año que viene. Allí recreo mi experiencia en el secundario, dividida en dos por la dictadura. Yo entré a primero en el ’74 y egresé en el ’78, promoción del Mundial. Los últimos años de cursada coincidieron con gran parte de las cosas que el Nunca más cuenta. El tema es que vivíamos como si nada parecido ocurriese aunque, en los hechos, escenas tenebrosas se verificaban a metros de donde circulábamos, en la mayor inconsciencia. (Yo vivía a caminable distancia de los campos de concentración llamados Olimpo y Orletti, por ejemplo.) Fueron tiempos en los que se nos ocultaba todo, pero aun así no conseguían evitar que intuyésemos algo. Porque el horror no estaba a la vista, pero flotaba por todas partes. Era un virus de transmisión aérea.
Pero para defender el espesor literario del Nunca más no es imprescindible referirse a otros libros. Tratándose de un informe, procede de la forma burocrática, entre leguleya y propia de la crónica, que es característica del género. Su vocación es didáctica, y la redondean los croquis y fotos testimoniales que abundan entre sus páginas. Pero, al ir sumergiéndonos en el océano de sus horrores, convence a los lectores de que no existe otra forma ni otro género posible para narrar lo que se narra. Cualquier escritor o escritora que quisiese contar espantos semejantes en tono de ficción debería moderarse, también. Despojarse de adjetivos, apegarse a un lenguaje seco, casi administrativo. Porque no existe prosa que pueda darle más dramatismo a hechos semejantes. Todo el horror que destilan —que es prácticamente todo el horror que podemos concebir— está contenido en la descripción somera de los crímenes que estos infames llevaron adelante. No hay forma de subrayar, de remarcar, de exagerar lo que esas bestias empujaron ya al límite en la vida real.
“El horror —decía ese maestro del género que fue Robert Bloch— ocurre cuando nos quitamos las máscaras”.
Gente como uno
Revisar el Nunca más me forzó a reconectar con el pasado. El ejemplar que conservo es el que compró mi madre, no bien salió a la venta. Todavía lleva su firma en la primera página: Susana, ’84. El lomo del libro tiene más arrugas que la cara de escroto de Donald Trump. Sus hojas son amarillas y huelen a viejo. En sus páginas persisten mis subrayados originales, porque yo soy de esos que marcan los libros que los marcan.
Pero el tipo que hoy relee no es exactamente el mismo. Lo que ahora me sorprende a simple vista es la coincidencia con los autores, respecto de la imposibilidad de digerir lo que se cuenta en términos puramente realistas. La frase que abre el Capítulo 1 lo certifica: “Muchos de los episodios aquí reseñados resultarán de difícil credibilidad”, dice. Pienso que explica lo mismo que sugiere Shirley Jackson en el arranque de La maldición de Hill House: “Ningún organismo vivo puede existir durante largo tiempo, y con cordura, bajo condiciones de realidad absoluta”. Es que la conciencia de la realidad es insoportable a modo de constante. Por eso necesitamos dormir y soñar, entre otras razones, pero también distraernos durante la vigilia: pensar que las cosas son más simples de lo que son, que lo que se ve es lo que es, que tenemos derecho a concentrarnos en una pavada al precio de procrastinar respecto de la solución a los problemas importantes.
Eso es lo primero que dicen los autores del Nunca más: ojo, que lo que aquí se cuenta es difícil de creer. Y no porque su veracidad esté en discusión, porque las pruebas sean pocas o precarias. Lo que cuesta es asimilar que seres humanos comunes y corrientes se hayan animado a hacer ciertas cosas. Ampliar las fronteras del sadismo, como quien se ofrece como voluntario para el descubrimiento y conquista de un territorio nuevo. Practicar violencia sistemática y sostenida sobre gente como ellos, con el objetivo inconfesado y aun así innegable de regodearse en la aniquilación de sus cuerpos, sí, pero también de sus almas. Cuando se meten por primera vez con el asunto de la tortura, los autores del Nunca más nos lo advierten, porque lo experimentaron antes: “Sobrecoge por la imaginación puesta en juego”. Hablamos de miles de tipos a los que la Junta Militar les concedió tiempo, recursos y protección legal para descubrir nuevas formas de hacer sufrir a sus congéneres, al término de lo cual retornaban a sus casas y se comportaban casi como cualquiera.
Esto me recuerda a Expreso de medianoche (Midnight Express, 1978), la película de Alan Parker que vi en aquella época. Es una de las que debo sumar a la lista de las que vi sólo una vez y me negué a revisar, porque me angustió por demás. Ahora entiendo que resonaba de una manera perturbadora en aquella circuncustancia. Si bien el protagonista era un joven estadounidense, que cae preso en Turquía porque se manda un moco —intenta colar provisión de hash entre sus ropas, para llevársela a casa—, los paralelismos eran innegables con cosas que ocurrían aquí, en ese mismo instante. Se trata de una víctima joven, atrapada a cuenta de actos irresponsables pero no necesariamente criminales, que va a prisión, sufre tortura y se enfrenta a un destino de muerte segura. No sé cómo se le pasó, a la censura de entonces. El tema es que yo me olvidé de los tormentos a los que someten al pobre Billy (Brad Davis), pero nunca olvidé una escena, aparentemente menor: aquella en que el principal matón de aquella prisión, llamado Hamidou (Paul L. Smith), regresa a su casa al final del trabajo, se quita el abrigo y abraza a sus hijitos, como hacemos ustedes y yo.
Eso es lo que me quedó fijado. Que los tipos como Hamidou iban a trabajar todos los días, se aplicaban en el equivalente de su oficina a llevar adelante crueldades indescriptibles y después volvían al hogar, a jugar con los críos, bañarse, comer, coger y dormir como troncos. Gente que rozábamos y saludábamos en el almacén, la panadería, el bondi, el cine, la cancha, la vereda del colegio, la plaza, sin sospechar que horas antes le había metido un tubo en el culo a un tipo y dentro del tubo una rata, para que mordiese las vísceras de la víctima así violada, mientras se cagaba de risa. Algunos de esos modelos de virtud se fotografiaron con libertarios en la cárcel, hace muy poco, durante una visita presuntamente “humanitaria”.
Parafraseando a John Lennon: el Nunca más era lo que pasaba a miles de argentinos y argentinas de los ’70, mientras el resto de sus compatriotas estaban ocupados, haciendo otros planes.
Releo el informe y marco cosas que antes había pasado por alto. Algunas me parecen todavía más horrendas que las que subrayé entonces. La única explicación que alcanzo a darme es que durante los ’80 anoté toda la abyección que conseguí metabolizar, porque existen límites para la vileza que un ser humano puede tolerar. Ahora que estoy más grande y he visto tanto más, entiendo que, para seguir funcionando sin traicionarme, necesito ampliar la capacidad de mi disco rígido para asimilar bajezas. Nuestra especie no ha parado de cometerlas desde entonces. Gaza es un genocidio más, en versión corregida y aumentada. Si quiero conservar la lucidez, no debo cerrar los ojos. Ignorar el horror sería lo mismo que mentirme, y mentirme sería el preludio de la capitulación definitiva.
El listado de cosas robadas a una víctima podría formar parte de un relato de Borges: “Una edición antigua del Quijote de la Mancha, una Biblia del año 1400 escrita en latín, un diccionario bilingüe de 7.000 páginas, una colección de Caras y Caretas del siglo XIX, una fusta inglesa antigua con virola de plata trabajada, un rifle Máuser de la Guerra Argentino-Paraguaya”. Otra lista hace el doctor Norberto Liwsky, en este caso de las torturas a que se lo sometió. Empezando por el blanqueo de que sus victimarios sabían que no había cometido crimen alguno, más que ser opositor al régimen y mostrarse generoso con los desafortunados. (“¡Se acabaron los padrecitos de los pobres!”, le gritaban.) Por eso mismo, a continuación lo picanearon, apalearon, colgaron de ganchos, estiraron en un potro medieval, le mostraron la bombacha ensangrentada de su mujer, lo quemaron, despellejaron la planta de sus pies, lo sodomizaron con un objeto metálico y le retorcieron los huevos interminablemente. Otra vez, el tono despojado y casi cándido del relato, en este caso en la voz del mismo Liwsky —cuyo fraseo es francamente borgiano—, parece pertenecer al dominio de lo literario: “Recordé que, cuando estudiaba medicina, en el libro de texto, el famosísimo Housay, había una fotografía en la cual un hombre, por el enorme tamaño que habían adquirido sus testículos, los llevaba cargados en una carretilla. El tamaño de los míos era similar a aquel, y su color de un azul negruzco intenso”.
El ingenio de los torturadores se muestra inagotable, como si la maldad no reconociese más límites que los de la imaginación. Te hacían tragar un rosario de electrodos, para quemarte por adentro. Te colocaban lo que llamaban “el casco de la muerte”, para freírte el bocho entero. Te cortaban con el bisturí eléctrico, que desgarra, sí, pero a la vez cauteriza y te sana para la próxima. Te metían un gato dentro de la ropa y te picaneaban entonces, para que el pobre bicho te hiciese mierda al sufrir la electricidad.
También están las violaciones, que sobrevolé en los ’80 porque eran más de lo que podía bancar. Pienso en la mujer identificada como C. G. F., a quien después de una temporada de torturas y vejaciones, el represor que se la lleva de la mazmorra con aparente orden de matarla le dice que le perdonará la vida, si deja que se la coja. ¿Qué clase de ser experimenta lascivia por una criatura hambreada, sucia y al límite de su sanidad mental? La respuesta, imagino, sería: eso no fue deseo, fue simple abuso de poder, saber que estás en condiciones de forzar al otro a la peor de las humillaciones, y aprovecharse de esa ventaja. Lo que les daba placer, lo que los calentaba, no era el sexo, sino hacer sufrir al otro. Por algo, después de hambrear a los prisioneros torturados, les servían sopa en platos playos y les daban un tenedor. O, en sentido contrario, empezaban a alimentarlos bien y permitir que se bañasen cuando ya sabían que estaban sentenciados, para que, al aparecer sus cadáveres como extremistas abatidos en combate, se viesen saludables y no como internos de un campo de concentración.
Cuán fenomenal debía ser el tormento, para que un día uno de los prisioneros, viendo que se llevaban a otros para ejecutarlos, pidiese a los gritos que se lo llevasen también a él. Harto del dolor y la desolación que derivaba de vivir encapuchado, lo reclamó diciendo: “¡A mí, a mí, el 571!”, porque ya había dejado de ser Lisandro Cubas para convertirse en aquello que habían hecho de él: un número, un garabato, un jeroglífico — la nada.
Hasta mi convicción de que la historia más cruel era la del pibito Barbagallo —nadie suele morir de un infarto a los 12 años— se vio desafiada. Porque una cosa es que tu cuore, por nuevito que sea, no resista más la pena que unos adultos de comunión dominical le han infligido. Pero otra más insidiosa aún es que tu cuore lo resista, pero tu alma ya no. Apenas por debajo de la historia de Marcelito está la de una madre, que cuenta que obligaron a su hija mayor a asistir a la tortura de su marido, el padre de la niña. La mujer, que también estaba detenida, fue liberada finalmente, pero cuando la llevaron a casa de sus padres no fue para reencontrárselos, sino para asistir a un velorio. Su hija mayor había encontrado un arma en un cajón del abuelo, y se había pegado un tiro.
Repaso lo que acabo de escribir y me pregunto lo mismo que se estarán preguntando muchos: ¿tiene sentido recordar esto? Claro que sí. No sólo tiene sentido, sino que es necesario. Porque los fantasmas que siguen viviendo entre (y en) nosotros piden algo más que la justicia que les falta y una sepultura con su nombre. Nos recuerdan que dejamos escapar a los responsables intelectuales del martirio. Y que precisamente por eso, porque les concedimos la impunidad, el pueblo argentino está padeciendo lo que hoy padece.
Del dominar a los dominantes
El Nunca más es una obra capital de las letras argentinas, pero como alguna de sus antecesoras —El Eternauta, otra vez Operación masacre— es también una obra incompleta, un work in progress. Lo que hace dentro de sus confines es terrible y a la vez ejemplar. Pero lo exhaustivo de su relevamiento termina por llamar la atención sobre aquello que quedó sin relevar. Porque el Nunca más que enuncia se refiere a un mal muy concreto, focalizado: la represión y el genocidio que las cúpulas militares organizaron y ordenaron a sus subordinados. Está bien denunciar lo ocurrido y clamar al cielo para que no vuelva a darse. Pero, si de verdad pretendemos que nada parecido vuelva a ocurrir, necesitamos poner el foco en las fuerzas que hicieron posible el golpe de Estado: quienes lo diseñaron, financiaron, orientaron y sostuvieron con su consentimiento, puertas afuera de los regimientos y las comisarías.
Me refiero a nuestra oligarquía, tanto la campestre como la industrial: el quién es quien de los multimillonarios argentos. A la jerarquía de la Iglesia católica. Al Poder Judicial. Y al sector de la sociedad que aplaudió lo que se hacía, desde su infinito menosprecio por la vida ajena.
Lo que falta es un Nunca más que se ocupe de la codicia que, además del ’76, hizo posibles a los ’90, al 2001, al macrismo y a estas hienas que carcajean ahora sin que ni ellas mismas sepan por qué. Un Nunca más a los saqueos que se desatan cíclicamente desde lo más alto de la pirámide social, arrasando con la ley y con el bien común. Si lo hubiésemos gritado a tiempo, o al menos un poco antes, ¿estaríamos como estamos, a un tris de un mega-canje de deuda ruinoso que no sería el primero sino el tercero, y descerrajado sobre los argentinos por prácticamente los mismos personajes? Eso está a punto de ocurrir porque los mega-ricos que orquestaron el ’76 no fueron enjuiciados ni castigados, y por eso reinciden: porque, además de desear hacerlo, pueden hacerlo, dado que siempre les permitimos salirse con la suya. Todos ellos, así como sus herederos y discípulos, llevan Impunidad por segundo nombre. Eso sí que es casta.
No desconozco los esfuerzos que se hicieron para enjuiciar a lo que se llamaba “la pata civil” de la dictadura; ni tampoco las iniciativas que, a través del Congreso, instaron a crear una suerte de CONADEP para investigar la deuda ilegal. La gente que impulsó esas iniciativas entiende que el Nunca más al terrorismo de Estado está bien, pero es insuficiente. Porque se hizo mucho por identificar y llevar a juicio a los perros salvajes que nos tiraron encima, pero nada que hiciese mella en quienes cebaron a esos perros con carne humana y les señalaron a quiénes atacar. Y por eso pasa hoy lo que pasa: contuvimos a los perros, pero a sus mandantes les sobra guita y voluntad para comprarse y entrenar a otras mascotas. Un cometido en el que nunca cejaron, con mayor o menor suerte. El “neoliberalismo de mercado” es hoy en Latinoamérica la continuación de las dictaduras de los ’70, por otros medios.
Ya no mandan jaurías a por nosotros. (Sólo digitales, de momento.) Pero llevan décadas cebando a sectores del pueblo para convertirlos en perros rabiosos, porque saben que, cuando las cosas ardan, no podrán contar con las fuerzas represivas tradicionales; no como en los ’70, al menos. Mientras tanto, en vez de apelar a armas literales, secan la plaza de billetes, para que sean las carencias las que golpeen, torturen y maten por ellos: el hambre, la ignorancia, la enfermedad, la desesperación.
Esta nueva encarnación de sus deseos oscuros tendrá patas cortas, porque no se puede someter a la mayoría de la sociedad a un desasosiego tan vasto y profundo, durante demasiado tiempo. (En los ’70 se las ingeniaron para crear una sensación de bienestar generalizado, de normalidad. Ahora no reconoceríamos nada parecido a la normalidad, ni aunque nos mostrase sus documentos. Lo que experimentamos se parece más bien a ese chiste de Daniel Paz y Rudy de esta semana, en el que un tipo dice: “Este gobierno es una pesadilla”, para que el otro responda: “Nada que ver. De una pesadilla te despertás”.)
Independientemente de las características que adopte el devenir, resulta esencial crear conciencia respecto de la guerra de clases que los mega-ricos vienen librando y ganando. Además de enjuiciar a la pata civil e investigar la deuda, hay que ayudar a que el pueblo entienda el argumento esencial de esta historia. Porque lleva demasiado tiempo metido en algo parecido a La batalla de Argelia, mientras cree que está mirando El encargado.
En su capítulo inicial, los autores del Nunca más confiesan que la pregunta que deriva de esa evidencia es, de modo excluyente: “¿Cómo evitar que pueda repetirse?” Aquel informe fue trascendental a la tarea de evitar que se replicase la metodología represiva de las dictaduras. Ya no sufrimos más de golpes como aquellos. Lo que es imperioso entender de una vez es que no alcanza con decomisar un arma o prohibir el uso de un instrumento. Hay que poner límites verdaderos, taxativos, a las manos que los blanden. Porque en este sentido, los villanos de siempre no se diferencian mucho de los chicos: aunque les quites el elemento contundente de la mano, te van a revolear por la cabeza cualquier otra cosa, hasta que los frenes de un bife.
A eso hay que decirle Nunca más: al deseo homicida que caracteriza a lo que Walsh llamaba “las clases dominantes” de este país, y a la impunidad que, hasta hoy al menos, viene coronando sus múltiples crímenes.
Como dijo el ex esclavo afro-americano Frederick Douglass: “Cuando se deniega la justicia, se impone la pobreza, prevalece la ignorancia y se le hace sentir a una clase que la sociedad es una conspiración organizada para oprimir, robar y degradar, nadie está a salvo”.
Amén.
*Las imágenes que ilustran este texto pertenecen al genial artista francés Gustave Doré (1832-1883)