Internacionales

Nuestro México, Nuestra América

Por Enrique Ubieta Gómez

Los ideólogos del imperialismo describen el mercado como si se tratara de la propia naturaleza: ante una acción, por ley, una reacción. Lo curioso es que la reacción siempre ocurre a favor de sus intereses: es esgrimida como un instrumento de castigo político para los gobiernos que no se subordinan al capital transnacional. En el discurso contrarrevolucionario, por ejemplo, el bloqueo a Cuba no aparece como un acto inmoral de carácter político, sino como una reacción natural del mercado. Sin embargo, el bloqueo contradice, por su esencia reguladora, el libre mercado, es una decisión política que interfiere en sus mecanismos “naturales”. Cuando, en cualquier país de la región, asume un gobierno democráticamente elegido —en los términos de la más pura democracia liberal— que hace valer su independencia, los políticos del imperialismo azuzan a los inversores: “La presidenta electa de México, Claudia Sheinbaum, ha enviado señales preocupantes días antes de asumir su cargo —escribe en El Nuevo Herald, Andrés Oppenheimer, aspirante a vocero imperial para América Latina—: asustó a los inversionistas apoyando una controvertida reforma judicial, respaldó una innecesaria disputa con España e invitó a los dictadores de Cuba y Venezuela a su toma de posesión el 1 de octubre”. Seamos honestos, el susto no es de los inversionistas, a los que en nada afectan esas decisiones soberanas, sino de los políticos que vislumbran una rebelión en la “cadena de mando” imperial.  

Porque esa amenaza, formulada a todos los gobiernos progresistas, y posteriormente ejecutada con medidas políticas de carácter económico, se apoya en una cultivada creencia seudocientífica: la ley del más fuerte. Si eres el más fuerte, tienes derecho de conquista, de expoliación, de imposición de sanciones. Es cierto que en la historia humana las civilizaciones que han sido coyunturalmente más fuertes (de ninguna manera superiores) han conquistado a las más débiles. Y esas naciones inculcan a sus ciudadanos un orgullo espurio por ese pasado colonialista, que pretenden perpetuar. Esa es la historia de Europa, y es la del capitalismo, que en sus inicios mismos enlazó a todos los continentes en relaciones de dependencia. Pero son otros los tiempos históricos.

En Nuestra América brotan insurgencias, estallan volcanes que parecían dormidos. Cuando el imperialismo sofoca momentáneamente uno —con el empleo de sanciones, bloqueos económicos y políticos, golpes judiciales o militares, fraudes, campañas mediáticas y de ser necesario, asesinatos e intervenciones militares directas o mercenarias— estallan otros dos. Es una falacia, una fake news, ese invento de que a un período de izquierdas le sucede necesariamente uno de derechas. Es una guerra de posiciones, cada vez más cruenta, en la que el imperialismo emplea todos los recursos. Las victorias de la derecha se sustentan en la violencia o el engaño. Llegará el día en que ninguna potencia, por fuerte que sea, pueda arrogarse el derecho de imponer su conveniencia en las relaciones internacionales. No existe mandato divino alguno, ni jurisprudencia humana, ni espurias leyes mercantiles, que avalen el dominio de una nación o de un grupo de naciones sobre otras.

Ese mañana, desde el siglo XX, enfrenta con éxito al pasado-presente de las relaciones internacionales. Y está bien que los políticos de la conquista, la expoliación y la imposición se asusten, cuando un país como México, tan lejos de Dios, y tan cerca del imperialismo, exija a los colonizadores españoles el reconocimiento de su proceder depredador y genocida ante las culturas originarias, o recomponga el sistema judicial de su país, para evitar que sea un instrumento en manos de la oligarquía entreguista, o invite a los gobernantes más odiados por el imperialismo (porque son los más libres) a su Toma de Protesta. México regresa, aunque nunca se fue, pero permanecía secuestrado por esa oligarquía que solo reconocía la Patria en la música y los trajes típicos, en los chiles y el tequila, pero nunca en el pueblo. Regresa el México de Hidalgo y Morelos, de Juárez, Maderos, Pancho Villa y Zapata, de Lázaro Cárdenas y de Andrés Manuel López Obrador; el México que dio asilo, comprensión y apoyo a José Martí, Julio Antonio Mella y Fidel Castro, el que acogió a los exiliados de la República española y a los perseguidos por las dictaduras del Cono Sur.

Ese es el México que me acogió con amor en 1989 —un año difícil para la izquierda internacional—, porque era un becado cubano de Cuba, es decir, de la Revolución; el México en el que después de impartir una conferencia, al día siguiente, hallé escrito en una de las paredes de la Facultad de Filosofía de la UNAM, “Cuba, te amo”. Por aquellos días, en un pequeño pueblo —de cuyo nombre quiero, pero no logro acordarme— del México profundo, en una casa precaria pero digna, un campesino me hizo la pregunta más extraña y hermosa que recuerdo en mi vida: “¿Es verdad que Fidel existió?” México siempre estuvo, latía indomable en su pueblo, que ahora toma la forma de una mujer, de una guerrera. El México insurgente que el imperialismo teme, va desde Chiapas, pasa por el Zócalo de la capital, y llega hasta la frontera con las tierras robadas del Norte. No es tiempo de divisiones. El imperialismo, intuitivo, las fomenta, pero no las distingue.

Confieso que López Obrador me sorprendió. Los manuales no describían su caso, pero los manuales no conocen a los pueblos. Por eso todavía resuenan sus palabras (en Washington, en Miami y en La Habana) de bienvenida al presidente cubano, en el 2021, “que —dijo— representa a un pueblo que ha sabido, como pocos en el mundo, defender con dignidad su derecho a vivir libres e independientes, sin permitir la injerencia en sus asuntos internos de ninguna potencia extranjera”. Y agregó después: “Ya he dicho y repito: podemos estar de acuerdo o no con la Revolución cubana y con su gobierno, pero el haber resistido 62 años sin sometimiento es una indiscutible hazaña histórica. En consecuencia, creo que por su lucha en defensa de la soberanía de su país, el pueblo de Cuba merece el Premio de la Dignidad y esa isla debe ser considerada como la nueva Numancia, por su ejemplo de resistencia. Y pienso que por esa misma razón debería ser declarada Patrimonio de la Humanidad”. “Ningún estado tiene derecho a someter a otro pueblo, a otro país”, declaró ese día.

Hoy asume la Presidencia de los Estados Unidos Mexicanos una mujer: Claudia Sheinbaum. Aunque disimulen su rabia, aunque enarbolen peligros financieros para intimidar, aunque conspiren (porque sí, van a conspirar), hoy se abre una nueva era para nuestro México, para Nuestra América. El imperialismo tendrá que aceptar, y no lo hará por voluntad propia, que ya terminó la época de las subordinaciones, de las imposiciones. Claudia Sheinbaum ha sido clara: el humanismo mexicano, el que enarbolaba la consigna “Por el bien de todos, primero los pobres”, no se rendirá. El imperialismo, acostumbrado a advertir, fue advertido: “Nos coordinamos, pero no nos subordinamos”, “Con el pueblo todo, sin el pueblo nada”.

Fuente: CubaSí

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