Doce horas de Estambul o un cuento corto sobre el frío
Por Mario Ernesto Almeida Bacallao.
Cuando salen del Mall[1] de Estambul, casi todos hurgan en lo profundo del bolsillo, sacan un cigarro y lo prenden. En los contornos, en unos bancos circulares con remates de madera, la gente se sienta a fumar mientras aparece el taxi o antes de salir por el puente de peatones que atraviesa la gran avenida, una avenida que desconoce la pausa, y perderse por las callejuelas de un país que no es pobre, aunque tampoco exactamente rico, piensa uno.
La gente no puede fumar dentro del Mall de Estambul, por eso sale y desesperadamente fuma, aquí mismo en las afueras.
Las principales marcas transnacionales de cualquier cosa se disputan un espacio físico, que al mismo tiempo es simbólico. ¿Cuáles reinan en el piso más alto? ¿Cuál resulta la primera que ves? ¿Qué carteles adornan el inmenso exterior del gran Mall de Estambul?
No sabría decirlo. En el Mall de Estambul no miré mucho a los lados y apenas me compré un abrigo. Hacía un frío que el viejo suéter rojo que me hizo heredar mi abuela no aguantaba.
El suéter rojo que me dio mi abuela no es común, no hay manera de que luzca al derecho. Quizás por el diseño. Tal vez se equivocaron al hacerlo y alguien lo vendió y otro alguien lo compró para acabar vendiéndolo o donándolo a una reciclada que llegó al tercer mundo, donde lo adquirió mi abuela.
Mi abuela me hizo heredarlo cuando supo que iba a ser periodista. Me había dicho que lo necesitaría en alguna guardia de periódico, porque las madrugadas de redacción, se imaginaba mi abuela, tendrían que ser muy frías. A pesar de verlo extraño, siempre al revés de alguna forma, por alguna costura, nunca tuve a mal usarlo.
Ese día tomé un baño en el hotel y vestí el suéter. En el elevador, una extraña marcó el piso al que yo iba y me explicó donde quedaba el restaurante. Antes de bajarse ella, me miró fijo con sus ojos del Oriente Medio y me dijo see you later. Yo quedé temblando, no supe qué decir y dije ok.
Los médicos cubanos que me acompañaban querían visitar el mall; estaba cerca y el taxi prometió salir barato. No sabíamos dónde estaba porque no conocíamos Estambul, pero sí que era cerca. Lo habíamos visto minutos antes de llegar al hotel: un edificio inmenso, lleno de torres y cristales y lucía espléndido el mall en esa espléndida Estambul que controla el paso al Mar Negro.
Solo los imperios controlan el paso hacia cualquier mar. Si en tu país existe un único paso hacia cualquier mar, como norma, eres un imperio o lo fuiste y sueñas con seguir siéndolo o te controla algún imperio de alguna otra parte. Los imperios piensan como imperios y de eso, “espléndidamente”, no se salva ni Estambul.
En realidad mis manos no estaban frías cuando compré el abrigo, aunque me mienta una y mil veces, aunque me lo repita para hacerme sentir bien, para hacerme sentir libre, emancipado, pleno… No lo digo mucho, porque me duele, pero compré el abrigo para que dejaran de mirarme raro, como con asco.
Sentí vergüenza del suéter rojo de mi abuela en medio del Mall de Estambul, donde ninguna prenda en cuerpo humano tenía más de un mes de uso, ni una marca que no fuese “marca”, ni un rasguño, ni un defecto de fábrica que la hiciera lucir de revés cuando en verdad iba al derecho. El frío que sentí no fue atmosférico, pero era frío, y había el suficiente fresco como para no ahogarme con un suéter defectuoso y un abrigo encima.
Lo peor es que, cuando compré el abrigo y lo puse sobre el suéter, la gente me siguió mirando igual, como con asco, y yo seguí sintiendo frío. Lo peor es que cuando bajó en serio la temperatura, en el good evening que reservan los turcos para los extranjeros, también seguí temblando. Un suéter defectuoso bajo un abrigo barato no salva a nadie de los fríos de Estambul, de ninguno de ellos.
Compré el abrigo, caminé sin rumbo entre las vitrinas y me desprendí hacia la calle. Anduve también sin rumbo por las calles de Estambul.
En las calles de Estambul vi los frutos transgénicos más grandes y preciosos que en mi vida he visto. Con mi pobre inglés, compré una fosforera desechable en un chinchal de baratijas y con la fosforera prendí el único cigarro sin filtro que vi en todo Estambul, salido de la única caja de cigarros estrujada que también vi. Me paré a fumarlo en una esquina junto a un tipo que fumaba. Sentí terror de fumar solo.
Una mujer desplomada en la acera con ropas musulmanas pedía limosnas. Me detuve a fumar, en parte, para verla. Tenía en los brazos un bulto envuelto en trapos. Parecía un niño de meses, por la forma del bulto, pero no sabría definir si era un niño, porque hacía frío y había trapos y porque no tuve el valor para pasar de nuevo y solo atiné a quedarme quieto a treinta metros de distancia, mirando a una mujer.
Hay mucha comida en las calles de Estambul y a veces te descubres llorando mientras caminas, porque el hedor fortísimo de las cebollas te envenena los ojos. Un hombre y un niño llevan uniformes sucios de trabajadores sanitarios y arrastran un carro de basura, entre los millones de autos que atraviesan esas calles, autos con poco tiempo de uso, como las ropas que viste aquella gente del mall que te observa con frío y asco.
En los callejones escondidos, los que empatan las calles repletas de comida, hay casas similares a sótanos, con tendederas al alcance de la mano baja de quien camina, tendederas que iban de la puerta a la ventana, de la mitad superior de la puerta que superaba la acera, hasta la mitad superior de la ventana que superaba esa acera, y aquella… Había ropas de niños algo viejas, como heredadas, secándose en la atmósfera gris del invierno de Estambul.
Después de vagar tres horas entre intríngulis de adoquines y bordes de autopistas, volví a las afueras del mall, donde los médicos cubanos se reunirían para tomar el taxi de regreso al hotel. El hotel estaba cerca, pero en una “alguna parte” que nadie sabía bien y eso es casi lo mismo que decir lejos.
Esperé más de una hora. Luego supe que se habían ido. Más de una hora en los bancos circulares rematados con madera de las afueras del mall, donde la gente sale como loca y bien vestida a fumar cigarros con filtro, donde las motos entran y salen cargadas de pedidos que alguien solicitó desde su casa.
Cae la noche y el Mall de Estambul prende más luces y un niño de menos de diez años viene y me ofrece un pomo diminuto de agua de los que venden en el mall y no lo compro, y quienes fuman en los bancos tampoco compran nada, o por lo menos no eso, o por lo menos no a él, y el niño sigue.
La sensación térmica es de cuatro grados y desde hace tiempo la niebla cubre lo alto de los rascacielos de Estambul, mientras el tráfico tupe la inmensa avenida que no sabría decir cómo se llama en turco.
Dos días después, la gente me pregunta eufórica: mi novia, mis amigos, mi familia… y no logro dar detalles. Estambul es una ciudad que suena a cuento exótico de amor; quizás los tenga, de seguro que sí. Pero yo no pude ver mucho: estuve poco más de doce horas en Estambul y no entré a las viejas mezquitas ni descubrí el Gran Bazar, ni siquiera me asomé al canal por donde entran y salen los barcos que por milenios han ido y venido del Mar Negro.
Estuve poco más de doce horas en Estambul y solo estuve en el mall y caminé como un estúpido por las calles cercanas. Me preguntan y me preguntan… y yo solo pienso que estuve poco más de doce horas en un lugar donde compré un abrigo barato y una fosforera y donde sentí que “el frío” me quebró los huevos.
[1] Centro comercial.