Un problema global agravado por la inteligencia artificial
Por Juana Carrasco Martín
Todos los meses hacemos cuentas y no nos dan. Aquí, como en prácticamente todo el planeta, la situación se repite para los trabajadores. Nos creemos que solo pasa en los países pobres, menos desarrollados o emergentes, como dispone la nueva nomenclatura, pero resulta que también aqueja a las naciones ricas o, mejor dicho, a quienes se ganan el sustento en el diario bregar del trabajo.
El problema se agrava y hay un nuevo personaje en el elenco para echarle la culpa: la inteligencia artificial (IA), la tecnología de avanzada, los robots de cualquier tipo y para cualquier empleo, humanoides o estilo arañas de hierro…
El fenómeno se intensifica en los países más desarrollados y ya las estadísticas revelan cifras alarmantes, que no pueden sustraerse de las ganancias de las grandes corporaciones, de la brecha cada vez más profunda y ancha entre quienes califican como dueños y el resto.
La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) publicó el pasado martes que concluyó su perspectiva anual de empleo en las 38 naciones más ricas del planeta y estas dieron el siguiente panorama: a medida que aumentan las ganancias corporativas, el ingreso real de los trabajadores cayó un cuatro por ciento y adjunta esa relación nada nueva del capitalismo con un nuevo protagonista en la escena, la automatización del 27 por ciento de los empleos, y este índice es por ahora.
De inmediato recordé las clases de Historia en la universidad. El ludismo, aquel movimiento de los artesanos ingleses que protestaron a mandarriazos contra las máquinas de la Revolución Industrial, cuando corría el quinquenio 1811-1816, porque sus oficios eran remplazados por engranajes y aparatos que producían más y de mejor calidad. La competencia tecnológica de la época los sustraía del sistema productivo y de la sobrevivencia.
Poco más de 200 años después —con la pandemia de la COVID-19 por medio que llevó a buena parte de las profesiones al trabajo desde la casa o a ninguno—, aunque la economía se vaya estabilizando, no ocurre lo mismo con la fuerza laboral. Se pierden empleos.
El informe mencionado lo dice con una frase lapidaria: «Los países de la OCDE pueden estar al borde de una revolución de la IA». Y aunque la tasa promedio de desempleo es comparativamente más baja ahora que hace tres años (4,8 por ciento en mayo de 2023 frente a 5,3 por ciento en diciembre de 2019), la mirada desde cada país en específico se aclara o la oscurecen negros nubarrones, según el caso. Así en España el desempleo alcanza el 12,7 por ciento de la población en edad laboral, mientras en Estados Unidos es del 3,6 por ciento. En este último caso me pregunto si el resurgir de las industrias militares con el conflicto ucraniano tiene algo que ver con el «florecimiento» del mercado del trabajo.
Aunque hay un punto crucial en la situación, los salarios en el bloque OCDE disminuyeron 3,8 por ciento entre el primer trimestre de 2022 y el de 2023.
Para incrementar la paradoja, resulta que «las ocupaciones de alta calificación, a pesar de estar más expuestas a los avances recientes en IA, aún tienen menos riesgo de automatización», afirmó la OCDE, la cual agrega que «los trabajos de baja y mediana calificación son los que corren mayor riesgo, incluso en la construcción, la agricultura, la pesca y la silvicultura, y en menor medida en la producción y el transporte».
Sin embargo, se dan estas cifras en el informe, demostrativas de la preocupación que cunde en las filas laborales, el 63 por ciento de los trabajadores de finanzas y el 57 por ciento de los trabajadores de fabricación están intranquilos por la posibilidad de perder sus empleos debido a la IA en los próximos diez años.
La situación descrita nos lleva a otro informe más representativo, el de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), sobre las perspectivas sociales y de empleo en el mundo, en el cual se afirma que «a finales de 2022, la recuperación de la crisis de la COVID-19 seguía siendo incompleta y muy desigual en todo el mundo, sobre todo en los países de ingresos bajos y medianos, y se complicó todavía más con las consecuencias del conflicto en Ucrania, la aceleración del cambio climático y diversas crisis humanitarias sin precedentes».
Que es pesimista, lo es. Y mucho. Basta con leer esta aseveración sobre 2023: «Los avances en los mercados de trabajo probablemente serán demasiado lentos para reducir los enormes déficits de trabajo decente que ya existían antes de la pandemia y que se exacerbaron con la crisis sanitaria. La falta de acceso al empleo, la mala calidad de los puestos de trabajo, la remuneración insuficiente y las grandes desigualdades son solo algunas de las lacras que quebrantan la justicia social. Con la desaceleración del crecimiento de la productividad observada en todo el mundo, esos problemas probablemente tenderán a agudizarse».
Subrayo de esta cita una frase en la que asoma una realidad tan vieja como el ludismo: «las grandes desigualdades» como «una de las lacras que quebrantan la justicia social».
Hemos hablado de números y estos exhiben esa injusticia permanente de un sistema en el que hombres o robots son solo hacedores de ganancias.
La población mundial actual es 8 000 millones. Hablamos de julio de 2023 de acuerdo con las estimaciones de Worldometers para la ONU. Solo el uno por ciento se frota las manos por la abundancia, la que es tanta que ni siquiera tiene posibilidades reales, prácticas, de gastar.
Se les llama los megarricos y en los dos últimos años acumularon el 63 por ciento de la riqueza global creada —ustedes saben quiénes son los creadores—, y al mismo tiempo generaron mayor desigualdad, la inflación que estremece el mundo y, sobre todo, más personas en la pobreza y con hambre.
Solo les hago una cita más, demostrativa de esa injusticia que hay que revertir, y se puede leer en un documento de Oxfam titulado «Survival of the richest: How we must tax the super-rich now to fight inequeality» (Supervivencia de los más ricos: cómo debemos gravar a los superricos ahora para luchar contra la desigualdad):
«Elon Musk, uno de los hombres más ricos del mundo, pagó una tasa impositiva real de poco más del tres por ciento entre 2014 y 2018. Aber Christine, una comerciante del norte de Uganda que vende arroz, harina y soya gana 80 dólares al mes. Ella paga una tasa impositiva del 40 por ciento».
Tradúzcase el análisis-denuncia de Oxfam también así: las empresas de alimentos y energía duplicaron sus ganancias en 2022, de manera que pudieron darles beneficios por más de 257,000 millones de dólares a sus más acaudalados accionistas, mientras más de 800 millones de personas se fueron a dormir con hambre.
Hay que cambiar esta realidad y solo puede hacerse cambiando el desorden económico mundial. Volviendo al punto inicial, la IA debe darnos mejor vida a todos y no aumentar los capitales de unos pocos.
Tomado de Juventud Rebelde/ Ilustración de portada: Vector Pro