Notas urgentes sobre las elecciones y el triunfo de la ultraderecha: La pesadilla oficializada
Por Miguel Mazzeo
Todo mi pueblo está enfermo y no existe el arma de la reflexión con la que uno se pueda defender (…) Y uno tras otro, cuál rápido pájaro, puedes ver que se precipitan, con más fuerza que el fuego irresistible, hacia la costa del dios de las sombras…”
Sófocles, Edipo rey. (Coro: Estrofa segunda).
La ultraderecha, representada por el binomio de La libertad Avanza, integrado por Javier Milei y Victoria Villarruel, acaba de ganar las elecciones presidenciales en la Argentina. La fórmula de la fuerza oficialista, Unión por la Patria, encabeza por Sergio Massa y Agustín Rossi ha sido derrotada. El gobierno nacional quedará en manos de un ultraliberal sociópata, dogmático y emocionalmente deshecho y de una defensora de genocidas y apologista de la crueldad. ¿La pesadilla se hizo realidad? En sentido estricto buena parte de esta sociedad ya habitaba una zona de zozobra, desasosiego, alucinación y descomposición del lenguaje. Pero la pesadilla se formalizó y se hizo efectiva para la gran mayoría. Se oficializó. Lo absurdo avanza. El desquicio avanza… ¿Hasta dónde llegará? No lo sabemos. Pero imaginamos lo peor.
La propuesta política que pretende sintetizar los proyectos de la dictadura militar (1976-1983) y el menemismo (1989-1999) ha concitado la adhesión de una porción significativa de la sociedad argentina. Por lo menos eso es lo que trasuntan los guarismos electorales. Habrá que esperar un tiempo (breve, seguramente) para saber si tendrá apoyos sociales y políticos de cierta intensidad. Pero la circunstancia, aunque anunciada hace tiempo por diversos deterioros, no deja de ser pavorosa. No nos sorprende el colapso, pero nos horroriza su cauce. ¿Cómo pudo ocurrir algo así? No vimos el huevo de la serpiente. No vimos los innumerables nidos. Y ahora estamos frente a un momento histórico abismal.
No atendimos un problema presagiado, tal vez, desde hace décadas: el de la representación política del sub-proletariado (o el precariado, si se prefiere). No advertimos la realidad que se desplegaba frente a nuestros ojos: la existencia de “masas” en situación de “disponibilidad hegemónica”. Se trata del problema de la vida precaria como suelo propicio para la pérdida del sentido de lo público y lo común; en fin, como tierra fértil para la ultraderecha. El círculo más vicioso, en más infame, es aquel que permite la retroalimentación entre la vida precaria y el fascismo. La vida precaria y la Polis son incompatibles.
Finalmente, la ultraderecha capitalizó, no solo la impiedad de una parte de la sociedad argentina sino también la desesperación y la angustia generada por las vivencias cotidianas de destinos inciertos y precarios. Queda demostrado, una vez más, que esas vivencias pueden borrar las razones históricas y todas las razones. La sinrazón ha sido el caldo de cultivo de la ultraderecha que cosechó los frutos de varios círculos viciosos.
No corresponde “inocentizar” o “victimizar” a todo el electorado de la ultraderecha, allí habitan núcleos ultramontanos, la reacción patriarcal, el fascismo social promedio y el fascismo doctrinario de Villarruel y sus patrullas, la voracidad del capital financiero que se relame con la dolarización anunciada, el gorilismo en su versión más radical, los sectores fieles a Mauricio Macri (sus empleados más indignos y serviles y sus aliados corporativos). Pero todo eso no le hubiera alcanzado a la ultraderecha para ganar una elección presidencial.
La ultraderecha ganó porque fue votada masivamente por los sujetos que ella misma se apresta a descartar y que serán los primeros en padecerla: pibitos “marrones” y pobres, sectores bajos de las clases medias que perdieron todo suelo sólido bajo sus pies, gente “común” que está afuera de todo marco de contención; víctimas de un abanico de desigualdades: sociales, políticas y simbólicas; cuerpos explotados y disciplinados, cuerpos sin ilusión; porciones de las clases subalternas y oprimidas sin sentido de pertenencia comunitaria (una circunstancia que plantea un espacio de afinidad ente ellas y las clases dominantes).
De seguro la ultraderecha intentará canalizar esos estados y sentimientos en función de la destrucción de los restos de la cultura nacional-popular, de izquierda, e incluso “liberal progresista”. Ya conocemos los pormenores del relato indigno, su proyecto disciplinador tendiente a suprimir las otras conciencias; vislumbramos el revanchismo que porta un Macri sin máscaras en esta nueva posibilidad de poder que la historia le regala, pero… ¿a qué prácticas concretas apelará la ultraderecha para lograr tales fines? Una fría memoria de prohibiciones, persecuciones y exilios; de genocidios y masacres cala nuestros huesos.
En contra de la suposición generalizada, la ultraderecha no debió apelar a ninguna destreza política original para convertirse en la principal fuerza electoral, ni siquiera a astutos ardides comunicacionales y propagandísticos. Para introducir nuevos sujetos y nuevos objetos políticos y para sintonizar con el deseo de destrucción (legítimo) de un orden intolerable y con los sentimientos autodestructivos de una parte importante de la sociedad argentina le bastaron sus características inherentes, las más distintivas: una visión de la naturaleza humana como egoísta y violenta, la vocación de sojuzgar y explotar, su concepción reaccionaria del mundo, el cipayismo extremo, el delirio de odio, la inmensa crueldad, la argumentación contra la diferencia y la vida, etc. Para apropiarse del deseo de destrucción fueron suficientes las alegorías y las palabras incendiarias o podridas. Para atrapar los sentimientos autodestructivos no se necesitó más que una dosis de sadismo.
Impactan los datos recogidos por una encuesta realizada a los votantes de Javier Milei poco después de las elecciones primarias. Ante la pregunta: ¿a qué candidato le tiene más miedo? Un alto porcentaje respondió: a Milei.
Los enemigos de la dignidad humana solo tienen que mostrar su verdadera faz para seducir a los seres devastados que solo conciben un futuro a partir de la idea del sabotaje y de la aceleración del fin del mundo. Por eso ganó las elecciones un sujeto con evidentes trastornos antisociales de la personalidad que posa de Alexander De Large (La naranja mecánica), de Leatherface (El loco de la motosierra), de Jack Torrance (El resplandor) y de Patrick Bateman (American Psycho). Lamentablemente, este no es un ejercicio de ficcionalización de la política.
El recurso a una felicidad ilusoria del pueblo, siempre tan eficaz para ejercer la dominación, no hizo falta esta vez. A Sergio Massa y a Unión por la Patria no les sirvió. Esa ilusión ha dejado de ser creíble, en especial para las generaciones del siglo XXI. Como ha dejado de ser creíble la promesa de la movilidad social ascendente por la vía del trabajo y/o el estudio. La idea de la “realización individual” también ha colapsado, aunque sea uno de los leiv motivs preferidos de la ultraderecha. El capitalismo neoliberal se ha encargado de menoscabar las ilusiones y las promesas de antaño. Los viejos mitos de la era fordista están agotados, definitivamente. Unión por la Patria apeló al último suspiro de estos mitos, pero no alcanzó. Los votos y la influencia social de las últimas generaciones moldeados por ellos fueron insuficientes. También ha perdido credibilidad el recurso al “mal menor”. Las generaciones del siglo XXI patearon el tablero: votaron masivamente al “mal peor”. La figura de Victoria Villarruel, la vicepresidenta electa, es clave para definir el carácter de esa opción.
A las generaciones del siglo XXI se les presentó la oportunidad de vengarse de las generaciones remanentes del siglo XX, en buena medida responsables de esta crisis, y no la desaprovecharon. No se vengaron de los multimillonarios, sino de los sectores que apenas ocupan algún corte o escala superior. La potente narrativa “anti-casta” de la ultraderecha responsabilizó de todos los males a la dirigencia política y ofreció un cauce para vengarse también de ella. Poco importa la inconsistencia de esta narrativa. Poco importa que la misma oculte a los verdaderos opresores y cargue las tintas en las mediaciones políticas. Poco importa la insignificancia del gasto político en el gasto público total. Poco importa el baño de casta aportado por Macri y su coro patético. La “clase política”, en última instancia, no deja de remitir a unos planos secundarios. Pero las generaciones del siglo XXI solo pueden ver la desigualdad más a mano.
Las clases subalternas y oprimidas, de no mediar el desarrollo de una conciencia nacional-popular y de clase y sin la intercesión de identidades positivas autónomas y críticas gestadas al calor de procesos de lucha y organización, es decir: sin posibilidades de poner en tela de juicio las categorías del orden social hegemónico, usualmente toman contacto con el agente más visible de la humillación y no con quien la planifica. El agente más visible e inmediato. La otra desigualdad, la desigualdad “estructural”, se ha tornado tan abismal y ha sido tan naturalizada que resulta prácticamente imperceptible. Ahora casi toda la sociedad está incluida en la vorágine de la degradación.
Una significativa porción de las y los votantes de Milei-Villarruel nos están diciendo: se acabarán los “privilegios” que tienen otras y otros, tales como trabajar o vivir del trabajo, comer más o menos bien, estudiar, jubilarse, ocasionalmente vacacionar, gozar de bienes y servicios básicos, acceder a los espacios públicos, etc. Se terminaron los objetivos colectivos como simulación y fachada que esmerilaron la confianza en los objetivos colectivos. Ahora nos toca a las hijas e hijos de la deshumanización imponer un sólo objetivo colectivo: nos hundimos todos y todas. ¡Disolución social para todos y todas! ¡Patria para nadie!
El repudio y el espanto justificado por lo que se avecina no debería desdibujarnos el rostro auténtico de quienes generaron esos sentimientos, de quienes contribuyeron a este envilecimiento e hicieron posible esta terrible configuración socio-cultural de Argentina, sobre todo en sus estratos subalternos y oprimidos.
Existen responsables directos y cómplices del proceso de deshumanización que creó a un payaso siniestro como Milei y que encumbró a un personaje marginal y defensor de genocidas como Villarruel y a una corte de personajes perversos y/o bufos.
Existen responsables directos y cómplices de la invisibilización de la lucha de clases y del deterioro de las subjetividades plebeyas-populares, del avance de la cultura represora y la política borderline, del desarme de la democracia, del cierre de toda salida rebelde (o por lo menos más o menos sensata sensible) a la crisis. Durante cuatro décadas, en nombre de “lo popular”, las clases dominantes y un conjunto de sectores social y políticamente conservadores se dedicaron a desdibujar las diferencias y a incrementar las desigualdades. Hubo pocos contrapesos para el plebeyismo impulsado desde arriba y aceptado y reproducido por diversas burocracias. No se ejerció una crítica a fondo a la “experiencia popular” sin experiencia popular.
Claro está, también hizo su trabajo de zapa la indiferencia de millones. La indiferencia de la ciudadanía “honesta” y “bienpensante”, políticamente correcta, ideológicamente ecléctica. La indiferencia de quienes naturalizan las situaciones más aberrantes. La indiferencia de esas personas que no se percatan de que, en esta jungla, tener las necesidades básicas satisfechas las convierte en privilegiadas. La indiferencia de la militancia política estatal, gestionaria y asistencial. La indiferencia de la militancia ilustrada y prescriptiva que prioriza la fidelidad al dogma antes que a los sujetos concretos. La indiferencia de la militancia blindada que apela al análisis de clase solo para justificar su desapego al gris de las coyunturas y para ocultar (sin éxito) su incapacidad de trascender la democracia burguesa ocupando y tensionando los espacios que esta ofrece. La indiferencia de la militancia que se refugia en la legitimidad de las causas “identitarias” para escaparle a las responsabilidades políticas. La indiferencia de la militancia que se siente cómoda en las coordenadas del “todo o nada” propias del pensamiento bifásico.
En buena medida llegamos hasta aquí porque durante casi cincuenta años se fue conformando (con diferentes ritmos e intensidades) una sociedad a medida del mercado y se fueron deteriorando los imaginarios igualitarios. ¿Qué comportamientos políticos se pueden esperar de una sociedad financiarizada, fragmentada, endeudada y precarizada? Incluso las instituciones públicas (las más “autónomas” y “democráticas”) no han sido ajenas a este proceso. Ellas también, a su manera, se dedicaron a darle rostro al engendro ultraderechista. Lo fueron anticipando, “democráticamente”, sin motosierra. Erigieron una maquinaria política dedicada a metabolizar las frustraciones sociales, no a erradicarlas. Ahorra se topan cara a cara con la criatura que engendraron y los invade un sentimiento de consternación.
Muchas de estas instituciones han estado comprometidas con prácticas y narrativas como el extractivismo, el emprendedurismo, los modelos de gerenciales de la política, la “ciencia empresarial”, las micropolíticas neoliberales, la expansión de lo privado en desmedro de lo público y lo común, una concepción del espacio público como “excedente improductivo”, la violencia institucional, etc. Se dedicaron a la contención del conflicto social y político y no a potenciar los entramados de la sociedad civil popular. Buscaron clausurar la deliberación y el disenso apelando de múltiples vías. Promovieron una política que fagocitó lo político. Acumularon deudas e injusticias que ayudaron al triunfo de los verdugos. El Estado, descaradamente clasista, violento hacia abajo, le simplificó “los trámites” a las clases dominantes y a los poderes fácticos y se los complicó demasiado a las clases subalternas y oprimidas. Tanto se los complicó que les distorsionó la mirada y ahora estas no son capaces de reconocer las porciones del Estado que les son indispensables, favorables e incluso propias.
En líneas generales, la mayoría de las instituciones argentinas, no dio respuestas rotundas a los problemas de fondo: la soberanía nacional, la desigualdad social, la concentración de la propiedad y la renta, el hambre, la inflación, la participación popular, en fin, la matriz económico-social y política. Por el contrario, se programó institucionalmente el sufrimiento, administrándolo; se planificó institucionalmente el hambre, dosificándola. Y ahora, una parte importante de la sociedad (en especial de la sociedad civil popular) votó por quienes, directamente, proponen arrasar con esas instituciones, desregulando el sufrimiento y multiplicando el hambre. Votó asumiendo el riesgo (o incluso con certeza) de sacrificar lo poco que tiene para perder.
Ninguna fuerza política (social, cultural, etc..) plebeya, popular, crítica y emancipadora fue capaz de canalizar ese repudio en un sentido superador, de construir colectivamente y desde abajo una “excedencia del ser” y de proponer un poder instituyente-constituyente viable. La izquierda (en un sentido amplio) no desarrolló una praxis orientada a desbaratar los procesos que abonaban las complicidades ente las clases subalternas-oprimidas y las clases dominantes. No logró trocar la complicidad por resistencia. Las limitaciones y los errores del kirchnerismo, afectaron las posibilidades del peronismo para recomponer sus vínculos (cada vez más endebles) con los imaginarios igualitarios. Además, no podemos olvidar que, poco tiempo atrás, la candidatura del candidato derrotado había sido calificada por estos sectores como una claudicación terrible.
Partiendo de la caracterización que Karl Marx proponía sobre la religión, podemos afirmar que el voto a la ultraderecha expresa: “el estado de ánimo de un mundo sin corazón”. Para comenzar a salir de este atolladero, de esta ciénaga, es necesario reconocer que el voto a la ultraderecha no deja de contener un “momento de crítica”, una protesta contra un conjunto de “miserias reales”, la representación de una justa rabia. No todo es servilismo voluntario o servidumbre automática. No todo es crueldad, No todo es alienación. Que esta crítica y esta protesta se hayan expresado en el apoyo electoral a una política que quiere profundizar esas mismas miserias y expandirlas al máximo, que la mitad del país no perciba esta circunstancia como trágica, es efecto del estado de ánimo de un mundo sin corazón. Por lo tanto, habrá que ingeniárselas para restituirle corazón al mundo.
De lo señalado se deduce que los pilares sobre los que se sostiene la ultraderecha no dejan de ser muy endebles. Carece de poder político y todo indica que no dispone de recursos ideológicos y simbólicos –ni de mucho tiempo– para construirlo. No posee ningún ejecutivo provincial y municipal propio y no parece tener muchas chances de sumar aliados de fuste por fuera de las sectas ultramontanas y los empresarios del saqueo. ¿Existen condiciones para componer un partido militar o un partido policial tal como anhela la vicepresidenta electa? Parece más factible un experimento paramilitar. Lo que, por supuesto, también augura tiempos difíciles. ¿Un proyecto de dominación sin hegemonía? ¿Podrá la otra derecha, la derecha tradicional y “normal”, derrotada y deslegitimada, constituirse en un apoyo eficaz? ¿Cuánto podrá aportar un sujeto políticamente perverso como Macri?
Por otra parte, no se ha desarrollado una conciencia de masas reaccionaria. ¿Cuán importante es la porción de la sociedad argentina que se identifica realmente con los gritos a favor de la propiedad privada, la familia, la religión, el patriarcado; con la radicalización de los juicios y los patrones clasistas de las clases dominantes; con sus representaciones aberrantes del pasado? ¿Cuántas personas están consustanciadas con las posiciones que sugieren que el estado natural de la sociedad es la jerarquía y que el capital es un valor absoluto? No se ha desarrollado una conciencia de masas reaccionaria, pero algo espantoso ha ocupado el lugar de la conciencia.
Aunque en los próximos días (¿meses?, ¿años?) algunos personajes oscuros y algunas agrupaciones que promueven procedimientos inquisitoriales obtengan una visibilidad inusual, no dejarán de ser expresiones minoritarias. El problema, además del impulso que dan los votos, es el amparo del que ahora disponen quienes, muy probablemente, se lancen a la localización policíaca de anticristos marxistas, colectivistas, feministas, indigenistas, etc. El problema, como tantas veces en la historia, es la indiferencia colectiva.
La ultraderecha solo ha capitalizado el deseo de destrucción y los sentimientos autodestructivos de la sociedad argentina. Sin embargo, sigue siendo una fuerza diferente y ajena a esta última. No comprende las verdaderas causas de este deseo y estos sentimientos, ni podrá responder a ellas. Tiene poco que ver con el país. La ultraderecha no puede evitar la autoexclusión. Incluso carece de arraigo en el “país burgués”, salvo en sus núcleos financieros, rentísticos, abiertamente lanzados al saqueo y al terrorismo de la iniciativa privada. También está Macri, claro. No hace falta demasiada lucidez histórica para entender que todo lo que roce a Milei quedará indefectiblemente enmierdado.
El proceso de destrucción, claro está, se centrará en lo comunal y lo público y eso generará un abanico de respuestas defensivas espontáneas y organizadas. Por otro lado, es imposible construir algo positivo con la materia de los sentimientos autodestructivos. Estos sentimientos solo alimentarán unos vínculos políticos perversos y nunca unas convocatorias hegemónicas. La ultraderecha carece de los insumos necesarios para construir una épica política. Por el contrario, su brutalidad –garantizada– contribuirá más temprano que tarde a la gestación de épicas políticas opositoras.
Luego, si el encumbramiento de la ultraderecha constituye una reacción a los procesos de disolución del capital… ¿cómo hará entonces para construir un poder sólido con políticas que, precisamente, se plantean acelerar esos procesos, profundizando cada una de las aberraciones del sistema? Estas inconsistencias no atenuarán el daño que puede llegar a causar la ultraderecha con los resortes el gobierno y con algún poder; es más, probablemente lo incrementen, pero, sin lugar a dudas, exponen sus enormes fisuras.
La posibilidad de una salida represiva y autoritaria responde, pues, a factores estructurales, no solo al perfil dirigencial de la ultraderecha, a sus figuras vinculadas a los sótanos más oscuros de la política argentina, apologistas de genocidios y torturas. La única respuesta de la ultraderecha frente a la complejidad social fue y será el odio. Un odio que, además, expresa su miedo atávico a las consecuencias de reconocer la cooperación sobre la que descansa la vida social. Para la ultraderecha el odio es, básicamente, el medio para superar la legalidad.
Se avecinan días muy complicados para la mayor parte de la sociedad argentina, especialmente para las trabajadoras y los trabajadores, para las y los de abajo. Sin embargo, se intuye la predisposición resistente. ¿Cuánto tiempo tardarán en masificarse las consignas: ¡fuera Milei!, ¡fuera Villarruel!, ¡fuera Marcri!? Mas temprano que tarde comenzarán a retumbar por los barrios y por las calles. Además de la ineludible e irreductible lucha popular, no podemos obviar las aspiraciones apocalípticas de una parte importante del voto a la ultraderecha. ¿Cómo administrar esas aspiraciones sin generar una catástrofe? No es necesario tener patente de augur para afirmar que este experimento terminará mal. Muy mal.
Nosotras, nosotros, nosotres debemos elaborar una lúcida hipótesis de resistencia, poner en pie múltiples sistemas de auto-cuidado y, al mismo tiempo, construir la autodeterminación popular. Ya es tiempo darle una salida popular (anticapitalista, anticolonialista, antiimperialista, antipatriarcal, democrática) a la crisis profunda que atravesamos. Para eso, las organizaciones populares y los movimientos sociales, todas las fuerzas políticas que aspiran al cambio social, tendrán que dejar de ser gestionarias o testimoniales, banales o inofensivas.
Debemos trocar los sentimientos autodestructivos de las y los de abajo en autoestima y en poder popular y recomponer los imaginarios igualitarios, evitando que sean apropiados por las burocracias tradicionales y que sean subsumidos en frentes nacionales conducidos por sectores de las clases dominantes. Más que frentes electorales testimoniales, debemos dar a luz –en la calle, en los territorios– una fuerza política emancipadora enraizada en la sociedad civil popular.
Debemos militar para desmitificar el poder de los dominadores, de los mercenarios, de los perpetradores de distopías, de las y los que ahora vienen a destruir lo que nos queda de Nación, a quitarnos la soberanía residual, a liberar genocidas.
Reiteramos: se avecinan días muy complicados. Días de resistencia. De nosotras, nosotros y nosotres dependerá que sean constructivos de lo radicalmente nuevo, en fin: que sean épicos.
Lanús Oeste, 19 de noviembre de 2023.
*Escritor, docente de la UBA y la UNLa y militante popular.