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La amenaza Trump, a la nueva carga contra las élites (I)

Por José Luis Méndez Méndez* / Colaboración Especial para Resumen Latinoamericano.

En su larga carrera como empresario Donald J. Trump ha utilizado el término élite, en el sentido de marketing, con clase o lujo. Por ejemplo: Los campos de golf de Trump eran elite” sus los edificios, en Nueva York, Toronto, Panamá o Las Vegas, eran élite. El colosal Mar a Lago también era súper elite. Aplicado a la gente, era un cumplido sin adornos: Fulano es elite, siempre ha encerrado un complejo de minusvalía: no poder ser élite.

Sin embargo, esto cambió en el verano de 2015, cuando el ahora aspirante comenzó a postularse para la presidencia, la élite ya no era una afirmación de aprobación. Había seguido la política el tiempo suficiente para comprender, que significaba algo más cuando se decía frente a una multitud republicana destinada a ser convencida, no lo ha olvidado.

Dejó de usar esa palabra solo como un cumplido. En entrevistas y discursos en mítines, mientras su campaña cobraba impulso, el objetivo constante de su furia era el establecimiento y ataque contra las élites mediáticas, las políticas, contra aquellas, que solo quieren levantar más dinero para las corporaciones globales. Enfatizaba, esa casta, que nos llevaron de un desastre de política financiera y política exterior a otro e insertó este comodín contra su entonces principal rival electoral.

Era evidente, adoptó como estilo una táctica populista, anti sistema, que incorporó a su manera nada ortodoxa de hacer política. Que no era nuevo y había sido probada por el tiempo.

No fue su creación, este fue un insulto usado, con gran efecto, por notables políticos como Richard Nixon y Ronald Reagan, ambos guías y referentes del aspirante. Lo manejaba con soltura: “Es hora”, le dijo a una multitud delirante en Scranton, Pensilvania, el día antes de las elecciones de 2016, “rechazar a una élite política, fallida”.

Le dio resultado y ganó. Mientras se acomodaba en el sillón presidencial, comenzó a hacer lo que ninguno de sus antecesores populistas había intentado. Él reclamó para sí la palabra elite con una vanidad casi vengativa. El laqueado Trump, se otorgó a sí mismo, así como a sus más fervientes partidarios, el manto de la élite como botín de guerra, había vencido a sus oponentes en las urnas, había golpeado a las élites, tildadas por él como corruptas e incompetentes.

“¿Sabes qué?, dijo en Arizona. “Creo que somos las élites”. ¿Por qué somos élite?, dijo en Minnesota. “Tengo un apartamento mucho mejor que ellos. Soy más inteligente que ellos. Soy más rico que ellos. Me convertí en presidente, y ellos no lo hicieron. Y estoy representando a las mejores, más inteligentes, más leales, las mejores personas de la tierra: las deplorables”.

Yo, y mis votantes somos ahora la élite, la nueva élite, la súper-élite, dijo Trump en Carolina del Sur. “Solo recuerda eso”, dijo en West Virginia. “Tú eres la élite. Ellos ya no son la élite”. Su uso de la élite, no es una expresión política cínica, sino todo lo contrario. La persistente sensación de agravio de Trump, es mezcla no disimulada de su envidia y resentimiento hacia esta clase de personas y es un punto de coherencia típico en su carácter.

Cómo entender y sobre todo creer, que un plutócrata salga de su atractiva limusina, o de su avión privado, y haga una causa común con algunos de los votantes más pobres de los Estados Unidos. Pero, esto se explica porque siempre ha sentido un intenso antagonismo por lo que ve como una clase privilegiada de estadounidenses a la cual él, todopoderoso no puede pertenecer y así se lo han hecho saber, no califica para ese rango de persona exclusiva y en particular de los neoyorquinos, que se burlaron de sus orígenes inmigrantes.

Los comentarios trumpianos sobre las élites a lo largo del tiempo trazan un mimetismo de identidad. En el 2006, decía: “Quiero que formes parte de un equipo élite de creación de riqueza, que trabaja bajo mi dirección. Confía en mí, vas a querer ser parte de este equipo”. Era su slogan preferido. En el 2012, dijo en Trump University, sobre un famoso deportista: “Eli Manning tuvo una gran recuperación en el cuarto trimestre, es un mariscal de campo de élite”.

En un twitter el 26 de junio de 2013, expresó: “Uno de los proyectos más caros de todos los planes de renovación en Miami el Trump Doral, ¡será de élite!” En otro twitter, el 21 de agosto de 2013, anunció “Mar-a-Lago en Palm Beach es uno de los clubes más exclusivos y de élite del mundo”.

En un twitter el 3 de octubre de 2013, expresó: “El club privado más elitista del mundo, Mar-a-Lago, es el hito legendario de Palm Beach”. En otro del 26 de agosto de 2014: Trump Las Vegas es el destino más elitista de Sin City”. El 28 de octubre de 2014: “La escapada perfecta, Trump Ireland es el destino de 5 estrellas más elitista de Europa”. El. 21 de mayo de 2015: Trump National NY, es el club más elitista de Westchester”. Esta aparente dicotomía arraigada en el magnate presidente Trump, que por un lado desacredita el elitismo pero también quiere ser parte de la casta exclusiva.

Se registra, que nada le dio más placer al colérico Trump, que aceptar el llamado admisión de la derrota de Hilary de Clinton, en la noche de elecciones. Se sentía regocijado por sentirse mejor que todos aquellos que lo consideraban no apto para el puesto. Como presidente número 45, ahora es miembro de uno de los clubes más exclusivos del mundo, y su ocupación diaria de la Casa Blanca fue una muestra y ahora, quiere más.

Pero como en política lo real es lo que no se ve, esa moneda tiene dos caras, como la oculta de la luna. A fines de 1985, Donald Trump pagó$ 7 millones de dólares para comprar la mencionada propiedad de Mar-a-Lago en Palm Beach, Florida, entonces él no recibió invitación para unirse al ultra exclusivo Bath Beach. & Club de tenis, conocido en la sociedad local simplemente como el B&T. y se sintió preterido. Después aseguró, con énfasis que no quería entrar, era como la fábula de la zorra y las uvas verdes, que por estar tan altas, no la podía alcanzar y como remedio las desdeñaba. Como consuelo decía: “Tengo un club mejor que ellos”. Llamó a Mar-a-Lago “mucho más grande”.

El barnizado Trump, el maestro de la reinvención, convirtió un rencor de por vida en una redefinición radical de lo que significa ser la élite en la sociedad estadounidense.

Este trauma lo ha acompañado, es un fantasma que en las noches le impide conciliar el sueño. En esta versión de su propiedad en el sur de la Florida, él quería reivindicar lo que ya le había sucedido en Nueva York, cuando el heredero inmobiliario nacido en Queens intentó desesperadamente romper la imagen social de Manhattan y se vio despreciado, rechazado por los creadores del gusto, los filántropos, los amantes de la cultura y el arte, incluso las personas más importantes en el negocio inmobiliario, lo evaluaban de ser “demasiado malhumorado” para ellos, según Gwenda Blair, una de las biógrafa de Trump: “Muchos creyeron que su ego estaba fuera de control”, dijo George Arzt, quien fue asesor del ex alcalde de Nueva York Ed. Koch. Tenía el dinero suficiente, pero no el glamur, que necesitaba para llegar a la cima elitista.

El ignorado Trump, por su parte, afirmaba, una vez más, que nunca había querido formar parte de las elites. “En mi opinión, la escena social, en Nueva York, Palm Beach o en cualquier otro lugar, para el caso, está llena personas poco atractivas”. Era una manera de reprimir ese sentimiento de impotencia acompañante.

El filósofo Simón Freud, tiene una explicación para ello. Las raíces del resentimiento hacía las élites de Trump, son aún más profundas que eso. Su padre, un constructor adinerado, establecido y próspero a quien Trump veneraba y admiraba profundamente, se había sentido siempre un extraño, ignorado por su origen. El hijo de un inmigrante, Fred Trump, era alemán en un momento en que eso no era agradable ni útil. Durante décadas, insistió en que en realidad era sueco. Era presbiteriano cuando la mayoría de sus competidores eran judíos. Era torpe, tímido, y la gran riqueza que adquirió construyendo casas y apartamentos en los barrios neoyorquinos de Brooklyn y Queens hizo poco o nada para alterar esta mentalidad. Forjó lazos con el poder político demócrata de los condados por razones de negocios, pero su política personal tendió hacia la anti elite. En 1964 era partidario del forastero republicano y ultraderechista Barry Goldwater.

Además de su padre, en Donald J. tuvo influencia importante Roy Cohn, quien era conocido como el principal abogado del senador Joe McCarthy en los años cincuenta. Este “Quería ser parte de las élites de la sociedad de Nueva York, pero como no lo era, las odiaba”. El coloreado Trump, fue el alumno aventajado de Cohn. Y en las siguientes dos décadas en el centro de Manhattan, Trump convirtió el antiguo Commodore Hotel en el nuevo Grand Hyatt y construyó la Torre Trump. Esto hizo titulares en todo el país, pero irritó a las personas más influyentes e ilustres en Nueva York. Con la Torre Trump, derribó valiosos frisos irrecuperables de la fachada del edificio al que reemplazó, incluso después de que había prometido donarlos al Museo Metropolitano de Arte.

La sociedad neoyorquina nunca le animó. Se entendía como una relación de amor-odio y verdadero motor de su existencia. En sus esfuerzos por construir la llamada Ciudad Trump, invirtió casi toda la década de los ochenta del siglo XX. La elite intelectual residente en el lado del West Side, de la ciudad, lo calificó insoportablemente “grosero”, según la opinión de Ruth Messinger, la concejala liberal de la ciudad en ese momento. Y siguió poniendo su nombre en todo lo que construía o compraba, “como un bárbaro que marca lo que había incautado”, en palabras de Mitchell Moss, profesor de planificación y política urbana de la Universidad de Nueva York. Esta historia es real y continua.

(*) Escritor y profesor universitario. Es el autor, entre otros, del libro “Bajo las alas del Cóndor”, “La Operación Cóndor contra Cuba” y “Demócratas en la Casa Blanca y el terrorismo contra Cuba”. Es colaborador de Cubadebate y Resumen Latinoamericano.

Foto de portada: Reuters.

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