Conversación sobre una banda sonora y el mismo documental
Por Patricia María Guerra Soriano / Colaboración especial para Resumen Latinoamericano
El dollying horizontal de la cámara recorre Chernígov, la música acompaña desde el primer cimbronazo documental. Acabaron de anunciar que serán 39 minutos. Este 29 de marzo, cuando se cumplieron en Cuba los 31 años del inicio del programa de atención médica a los niños y niñas marcados por el desastre más grave en la historia de la energía nuclear, termina el dollying y en la pantalla aparece un nombre… “Sacha, un niño de Chernóbil”. El documental comienza y la música continúa.
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Noviembre de 2019 se podría pensar desde muchas perspectivas, por ahora nos interesan dos: la de Daniel Chile y la de Jorge Fernández Acosta, porque sin ellos al documental recién estrenado en la Televisión Cubana, le hubieran faltado algunos planos o historias y no habría tenido banda sonora; o sí, pero no a la manera concertada finalmente.
Noviembre de 2019 tuvo el frío más violento que ha vivido Daniel en su vida, al punto-dirá-que en ocasiones no podía manejar la cámara porque sentía congeladas las manos. Estaba en Ucrania, junto a parte del equipo de realización. Su función era filmar. Filmar todo lo que pudiera, a Sacha y a Lida, los protagonistas de la historia, y también a los demás niños de Chernóbil que ya son adultos y mostraron sus cicatrices físicas y hablaron de las huellas psicológicas. Filmar en Kiev, en Pripyat. Filmar y filmar, como nunca antes, porque lo único que le preocupaba era quedarse sin tiempo para “captar en imágenes todo lo propuesto”, se trataba de una agenda muy ajustada “en la que había que filmar mucho para no perder la esencia de la historia”.
En tanto, Jorge Fernández Acosta vivió en La Habana el acostumbrado frío mortecino de un noviembre caribeño. Sentado en su estudio pensó como siempre en los universales Hans Zimmer, John Williams y en los cubanos Leo Brouwer, José María Vitier, Edesio Alejandro y en Ernesto Cisneros, quien había dejado de ser una referencia lejana cuando produjo el primer single de “Histéresis”, la banda que dirige Jorge, y ahora era uno de sus principales apoyos en la composición.
Un documental debe hablar desde la imagen y la música, y las voces y el silencio. Este documental comenzó a hablar desde la propia historia, ya existía antes de ser grabado, faltaba encontrarlo, por eso Daniel filmó todo lo posible, y Jorge, con algunas de esas entrevistas en mano y el guion primigenio, compuso los temas principales intentando capturar la medida justa, “que la melodía se sintiera sobria pero empática”, que no fuera lumbre del sensacionalismo lírico, pero que tampoco se olvidara del drama humano.
La edición y posproducción inició, y a escasos dos meses, la pandemia de la COVID-19 comenzó a imponer cuarentenas y lejanías. El equipo de producción trabajaba separado-unido: Reynier Aquino, en la animación y diseño gráfico; Nancy Angulo, en la corrección del color y Javier Guilarte en el sonido y asistencia técnica en Cuba.
Jorge Fernández Acosta continuaba produciendo la música original. Aquellos temas iniciales se transformaron muchas veces. Junto a Roberto Chile y a Osmany Beato Morejón, el editor, “debía revisar escena por escena”, si alguna de sus propuestas no era aceptada, regresaba y componía o arreglaba la pieza original.
Ni Chile, ni Fernández habían trabajado en un proyecto de este tipo: con “una historia como la de Chernóbil contada por las personas que la vivieron y en Cuba, a los que dieron su solidaridad y ahora cuentan desde la emoción”-dice Chile- y con una banda sonora hecha en la juventud de un segundo año en la carrera de Composición en el Instituto Superior de Arte, con nueve temas-dice Fernández-que a veces se utilizan en varias escenas, distinguen la historia de cada personaje o son disfrutables “de una manera diferente”.
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Con el fade out desaparecen las imágenes y comienzan a correr los créditos. La música está por terminar, pero ahora parece más esperanzadora-eso es lo que buscaba Jorge-al final de una historia de dolor y sanación.