Cuba

Cuba: Ochoa, el hombre que filmó para la historia los hechos de aquel fatídico 15 de abril

Por Andy Jorge Blanco.

Al amanecer del sábado 15 de abril de 1961, Héctor Ochoa Carrillo estaba de guardia en el entonces Palacio Presidencial, en La Habana Vieja. Desde allí vio la humareda negruzca que dejaba atrás el bombardeo de aviones B-26 sobre el aeropuerto de Ciudad Libertad, en el municipio habanero de Marianao. Habían sobrevolado la pista por unos tres minutos. Suficientes.

De pronto, la llamada de urgencia. “Cogí la cámara y salí corriendo para allá”. Trece kilómetros y dieciocho minutos separaban al Palacio de la base área atacada por la fuerza enemiga. La Revolución tenía apenas dos años de existencia y vivía el preámbulo de lo que sería, 48 horas más tarde, una invasión mercenaria apoyada por Estados Unidos.

“Cuando llegué vi unas tres rastras ardiendo. Allí filmé la recogida de dos cadáveres y muy especialmente un trozo de tabla donde Eduardo García Delgado, uno de los jóvenes artilleros ya moribundo, había escrito con su sangre el nombre de Fidel. Tras casi sesenta años no he olvidado la imagen”.

Su memoria ha echado a rodar. Ochoa parece ver los pies de película donde filmó, para la historia, aquella vorágine de sangre y odio que despojó a ese abril de la primavera.

Ahora, a sus 90 años, Ochoa se mira filmando el sepelio de las víctimas: la tabla y la sangre numerosa que describiera Guillén en su poema; el rostro del muchacho que apenas comenzaba a vivir y que la aviación enemiga lo había acribillado justo a las 5:53 de la mañana de aquel fatídico 15 de abril. “Eso le parte el alma a cualquiera”, dice y traslada la historia a la intersección de las calles 23 y 12, en el Vedado capitalino, donde el entonces primer ministro, Comandante Fidel Castro, declaró el carácter socialista de la Revolución Cubana. A dos cuadras, en el cementerio, descansan los caídos en el ataque aéreo.

Cuba entera estaba en pie de guerra. Tras los bombardeos, la invasión era inminente. Cuando se produjo el desembarco de las tropas enemigas por Playa Girón, al sur de Matanzas, Ochoa aún estaba en La Habana. No tuvo chance de echarse encima el uniforme de miliciano. Pantalón de civil, camisa blanca, unos mocasines y “arranqué pa’ allá en la madrugada del 18 de abril, con René García y un telefotógrafo. La guerra no espera.

–¡Qué sabía yo lo que me iba a encontrar allí! Yo iba pa’ allá a ver cómo era la bronca.

–¿Y qué vio?

–El pueblo, compadre, el pueblo que quería ir a fajarse con los invasores. ¡Primera vez en la historia que veía eso, no me lo contaron! Ahí están mis imágenes ¿Me copiaste? Queríamos entrar al central Australia, donde ya estaba Fidel dirigiendo las operaciones, pues allí se ubicaba la Comandancia de las fuerzas revolucionarias. El chofer no quiso seguir en el carro. Nos bajamos y continuamos a pie como un kilómetro. A cada rato escuchábamos tiroteos: “¡bam, bam, bam!”.

Además del puesto de mando, en el central se ubicaba una posta médica, donde atendían a los heridos que comenzaban a llegar de la zona de guerra, y acampaban los milicianos que irían al frente y quienes regresaban.

Dora Alonso, también corresponsal de guerra en aquellos días decisivos, narraba: “Aquí nadie duda ni supone, ni ha pensado en ningún momento, que el invasor pueda salir, no ya victorioso, sino siquiera vivo de la aventura. Desde los chiquillos de 12 y 13 años, que también vienen a defender su tierra, hasta los ancianos campesinos de 70, que blanden el fusil junto a las canas y el corazón entero, están convencidos de ello”.

Ochoa también lo supo cuando, con el alba, subió a un camión rumbo al frente de combate. El rozamiento de las gomas del vehículo sobre el terreno hacía levantar un polvo blanquecino que dificultaba la visualidad. Cuenta que, apenas amaneció, los francotiradores mercenarios empezaron su “cosecha”. Hasta las ambulancias de la Cruz Roja eran bombardeadas por la aviación enemiga.

–¡Avión, un avión, coño! –se dijo de repente.

El sonido atronador de una aeronave incendiada y en picada lo hizo saltar del camión para captar una imagen que Ochoa recuerda siempre. En ese preciso momento nadie escapa al susto.

“Cuando cae un avión deja el ambiente que parece que te quema el cuerpo. ¡Es terrible…! y el calor de la explosión te seca la boca. A mí se me partieron los labios y no llevaba agua. ¡Yo estaba embarca’o! Lo otro es la pólvora, que da una sed del carajo y sientes que te falta el aire. Después de eso, recuerdo que filmé a dos muchachos milicianos y ya al amanecer estaba metido en Playa Girón”.

“Entonces veo que vienen unos tanques por los pinos frente al mar. Cojo la cámara, pongo el ángulo ancho, foco fijo y ¡prrrrr!, empiezo a grabar –dice como si contara una película por fotogramas–. En uno de esos tanques venía Fidel para tirarle al Houston, uno de los buques agresores. Recuerdo que Tirso Martínez me alertó que el comandante estaba dentro del tanque. Él y Juan Pineda estaban allí conmigo”.

–¿Y el fotógrafo y camarógrafo Guillermo Miró?

–Era de allí de Matanzas. También lo vi cuando filmaba una ambulancia enterrada a orillas de la carretera, víctima de un bombardeo. Medio molesto me comentó que, cuando le preguntó al Gallego Fernández dónde estaban las tropas de milicianos, este le dijo que fuera hasta donde el valor le permitiera.

Junto a ellos, en diferentes puntos de la zona de combate, estaba el resto del grupo de la prensa televisiva: Luis Font, Mario Ferrer, Otto Serguera, Avelino Fernández, Orlando O’relly, René García, Manolo Ortega, Osvaldo Valdés, Roberto Agudo, Eddy Martin, Gabriel Molina, José González y Manuel García. “Gente buena”, como los define Ochoa, que develaron las imágenes de la guerra frente a la metralla, el calor abrasador del día y el frío de la madrugada. Ciénaga de Zapata adentro.

El diente de perro le destrozó los zapatos. El agreste terreno y la zaga de mosquitos y jejenes también son protagonistas de las grandes batallas. No creen en bandos; da igual si vistes de miliciano, si te pagan para invadir un país o si llevas una camisa blanca y una cámara Bell & Howell.

El prontuario de la guerra quizás dice cómo debe ir preparado un combatiente, tal vez un periodista; pero a Ochoa no le dio tiempo repasarlo, como a la inmensa mayoría de sus colegas que marcharon por primera vez, y en cuestión de horas, para el frente de batalla. El aprendizaje fue sobre la marcha. No obstante, él encontró, en su experiencia de la lucha clandestina contra la dictadura de Fulgencio Batista, las agallas para ir a Girón.

“¡Yo soy guapo! Para ser periodista hay que ser valiente”, reafirma con su vozarrón de trueno sesenta años después de la epopeya.

A las 12 y media de la noche del 13 de marzo de 1958, Ochoa, junto a otros jóvenes del Movimiento 26 de Julio (M-26-7) en La Habana, prendió fuego a la Colchonería “La Luisita”, a los depósitos de combustibles de los ómnibus Santiago-Habana y a un taller de carpintería cerca de los buses.

Las empresas eran propiedad de algunos allegados a Batista. Por eso, el M-26-7 llevó a cabo los sabotajes. Al día siguiente aparecieron dos cadáveres tirados en la calle. Esos compañeros no eran del grupo nuestro. Fue una triste represalia del régimen”, expresa en su autobiografía, escrita a máquina sobre un papel ya amarillento por los años, donde también rememora al joven revolucionario Eduardo Otero, quien lo incorporó al Movimiento.

Héctor Ochoa trabajaba como ayudante iluminador en los Estudios Nacionales de Cine, ubicados en las calles Estrella y Placencia, cerca del mercado “Carlos III”, en el centro de su Habana natal. Allí había llegado, con apenas doce años, de la mano de su padre José Ochoa, quien era jefe de Iluminación. Comenzó como su asistente en las películas Siete muertes a plazo fijo (1950)Música, mujeres y piratas (1950)La Rosa Blanca, momentos de la vida de José Martí (1953)Más fuerte que el amor (1953)Casta de roble (1954)La pandilla del soborno (1956); y Yambao (1957), donde fungió como foquero de segunda cámara.

En el estudio cinematográfico –donde aprendió el séptimo arte– también almacenaban propaganda, hacían bombas y guardaban armamento. “Era el lugar idóneo para conspirar contra la tiranía de Batista”, sentencia. Allí trabajó hasta el 27 de marzo de 1958. Ese día, dos semanas después del sabotaje del M-26-7 a las empresas de allegados a Batista, junto a su hermano Rafael, tomaba con parsimonia unas cervezas en la bodega del gallego Valentín frente a los Estudios de Estrella y Placencia. No sabían que firmaban, en el mejor de los casos, su destierro.

Los sicarios del coronel Esteban Ventura buscaban en La Habana a los autores del suceso. El 7 de febrero de 1958 habían asesinado a Gerardo Abreu Fontán, uno de los principales jefes de la clandestinidad en la capital, y el 19 de marzo, Sergio González López “El Curita”, el líder del grupo de acción y sabotaje del M-26-7, yacía agujereado por las balas.

Ahora, con la mirada hundida sobre unas hojas amarillentas, Ochoa recuerda en voz alta una suerte de diario que guarda con celo: “De pronto, se personaron dos carros de los esbirros de Ventura. Uno de ellos me reconoció y me puso una ametralladora en la cabeza. Junto a mi hermano y otro compañero de trabajo nos llevaron para la 9na. Estación de Policía, ubicada en la calle Zapata. A las tres de la madrugada llegó Ventura con Rafael Salgado, quien era, hasta ese momento, luchador clandestino. Delante de él, con frases groseras, me preguntó si sabía los nombres de los compañeros que participaron en el sabotaje, su dirección… Comprendí inmediatamente que Salgado era un traidor. No pude contenerme y le di un piñazo. Me dieron golpes. También a mi hermano. Nos separaron y fui encerrado en un cuarto, tal vez un sótano, donde me interrogaron nuevamente”.

Toma aire, resopla y comienza a leer: “Mi abuela era cocinera del fiscal de la Audiencia de La Habana. Ventura le dijo a él que me liberaría con la condición de abandonar el país o, de lo contrario, me iba a matar. El 24 de abril de 1958, con la ayuda de mis compañeros de los Estudios Fílmicos, salí de Cuba rumbo a Colombia”.

Tirar la toalla después de tanto haber sudado nunca fue su opción. ¿Rendirse? La respuesta se la daba el viejo Hemingway: “El hombre no está hecho para la derrota. Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado”. Ochoa siempre asumió la frase como actitud de vida.

“De Colombia fui para Venezuela. Cierto día en Caracas me despertó en la madrugada un tiroteo del carajo que provenía de las cercanías del Palacio de Miraflores”, cuenta como el camarógrafo veterano que es, poniéndole efectos a las bombas y las balas: “ratatatáaaa”.

“El fotógrafo Eduardo Hernández “Guayo” y yo fuimos para allá. Le querían dar un golpe de Estado al presidente Wolfgang Larrazábal. Ahí filmamos toda esa bronca”.

A treinta kilómetros de Caracas, en La Guaira, lo esperaba el yate Aurora para regresar a Cuba. Navidad de 1958. A punto de triunfar la Revolución en la Isla. Zarparon de las costas sudamericanas doce miembros del M-26-7, dos venezolanos y un español, capitán de la embarcación.

Antes, el 6 de diciembre, un avión carguero C-46 había despegado del aeropuerto de Maiquetía rumbo a la Sierra Maestra, con 84 cajas con armamentos y municiones: 10.000 balas 30.06; 100 granadas de demolición; 150 fusiles Garands; 20 ametralladoras Browing; 10 ametralladoras calibre 30 de trípode, con su parque y cinta metálica.

En el Aurora también traían pertrechos de guerra para contribuir a darle la estocada final a Batista. Con una cámara de 35 milímetros, Ochoa grabó toda la travesía.

–El barco zarpó a finales de diciembre de 1958, pero no llegaron a tiempo a Cuba…

–¡Llegamos el dos de enero, compadre! –afirma con una sonrisa burlona–. El barco tenía tres motores de combustible de 150 caballos de fuerza y tres tanques de 1.200 galones cada uno, pero tuvimos una avería en Panamá. De ahí salimos a las islas San Andrés y después hacia Costa Rica, donde cogimos las armas que traeríamos a Cuba. El 30 de diciembre de 1958, cerca de las costas cubanas, nos azotó un mal tiempo y perdimos el rumbo. Llegamos por Cienfuegos, sobre las tres de la madrugada del dos de enero de 1959. Había mucha neblina. Con ese reportaje que yo filmé en el barco, más el que “Guayo” grabó en la Sierra Maestra a nuestro Comandante en Jefe Fidel Castro, él realizó el documental De la tiranía a la libertad, y lo vendió por distintos países, incluyendo a varias empresas de cine y televisión norteamericanas.

En el propio 1959 comenzó a trabajar como camarógrafo en la Dirección de Divulgación del Palacio Presidencial. Ello le permitió filmar acontecimientos relevantes de la naciente Revolución Cubana, que después eran transmitidos por el Noticiero Nacional de Televisión. Entre ellos, Ochoa recuerda la primera concentración popular efectuada el 22 de marzo del ’59 en dicha casa de gobierno; el primer desfile por el Día Internacional de los Trabajadores, en la Plaza de la Revolución; la I Declaración de La Habana; el último discurso de Camilo Cienfuegos el 26 de octubre de 1959…

El ataque a Playa Girón no lo cogió fuera de base. Ahora, como quien firma su propio epitafio, Ochoa suelta una sentencia que martilla:

–El problema mío era llegar a Girón y empezar a filmar. Si me mataban, bueno, mala suerte.

 

Las balas le silbaban al oído en un ¡ziiiiiiiiiuuu! impertinente, pero no lo alcanzó ni una. Otros no tuvieron el mismo destino. Ochoa frunce el ceño y dispara las palabras, ora iracundo, ora mustio:“En Girón grabé dos muchachos calcinados, tras un bombardeo de la aviación enemiga en el que utilizaron napalm. Y ahí es cuando tú dices: “¡Mira los jueputas estos qué tipo de agresión vienen a hacernos!”. Antes, el camarógrafo había perpetuado para siempre la imagen de un jeep invasor, repleto de armas automáticas y un mercenario herido.

Parado sobre el diente de perro, filmó los tanques que avanzaban por la playa y mojaban allí sus esteras. De un T-34 que se abría paso entre las uvas de caleta, Fidel Castro saltó y subió a otro blindado, un cañón autopropulsado SAU-100, dotado de una pieza artillera de cien milímetros que espetó el proyectil directo al buque Houston.

–¡Arriba, muchachos, que esto no lo vamos a ver nunca más! –dijo Fidel, mientras el Houston ardía en llamas en el horizonte y los agresores se trasladaban en lanchas y a nado sobre las cálidas aguas de Girón.

Tras un día y medio en el frente de combate, Ochoa salió a la velocidad de un cañonazo hacia La Habana. Imperioso era transmitir las nueve latas filmadas por él, de cien pies de película cada una, las cuales equivalían a casi 23 minutos de imágenes.

Al sur de Matanzas quedaba el rastro de la metralla: el camión cañoneado con niños y mujeres dentro; el carbonero que se batió en el frente, luego de que le asesinaran a sus tres hijos y esposa; aviones enemigos B-26 derribados por la artillería cubana; morteros, ametralladoras calibre 50, bazucas; ambulancias que socorren, algunas de ellas hostigadas por la aviación; los huecos de las bombas en las carreteras; la naturaleza también herida de guerra; campesinos evacuados; más de 150 muertos y cientos de heridos; un país peleando…

Al día siguiente, en la portada del periódico Revolución, podía leerse: “Liquidada la invasión. Aplastante derrota del enemigo”.

Ahora, luego de más de diez años de jubilado, Ochoa sigue siendo un hombre inquieto. Mientras sostiene en sus manos la  Bell & Howell de cuerda y  tres lentes, como la utilizada por él en Girón, exclama: “¡Esta cámara no cree ni en lluvia ni en na’!”. Le pasa la mano y aprieta el obturador… Con el ¡prrrrrr! de fondo, pareciera grabar lo que expresa: “Nosotros, los camarógrafos cubanos, tenemos tremendas imágenes de las guerras acontecidas desde el triunfo de la Revolución”.

–La cámara que usted utilizó en Girón se conserva en el Museo de la Imagen, en Santiago de Cuba…

–Sí, chico. Yo voy a ver si me la robo y la traigo para acá.

–Pero fue usted quien la entregó al museo.

–Claro. En realidad, esa cámara forma parte de la historia de la prensa de la época y para mí es un orgullo que la conserven allí, a pesar de que nunca he ido.

–Aunque sin su Bell & Howell, usted ha vuelto a Girón. ¿Cuánto ha cambiado el lugar?

–Ahora tú ves que hay pueblecitos, comunidades con tiendas, actos culturales, una programación y un trabajo político-cultural hecho en Girón que le traquetea. No se parece al de 1961. Hoy, cada mes de abril, se recuerda la invasión, los caídos y la victoria.

De fondo, se escucha una emisora de radio que no preciso. En una esquina del comedor yace, como reliquia familiar, un televisor Caribe con la clásica pantalla botada hacia delante. A la derecha de la armazón, un espejo inmenso refleja cada reconocimiento que Ochoa ahora señala con la punta del índice, y que engalanan las paredes de la habitación.

Allí, en cada rincón, está su huella como corresponsal de guerra: “Pionero de la fotografía en el cine cubano” durante el I Festival Nacional UNEAC de Cine (1984); Premio Festival de Nueva York (2004) por el documental Médicos en Girón; Artista de Mérito del Instituto Cubano de Radio y Televisión (2007); Premio Nacional de Televisión por la Obra de la Vida (2009); Premio Caribbean Broadcasting Union (2015) con el documental La verdad de la historia, sobre los días de Girón… Pero los premios los ganó después.

Cuando llegó a La Habana, el 19 de abril de 1961, la familia –su esposa e hija pequeña– le espetó la frase que fue la duda impenitente mientras Ochoa rodaba imágenes en Girón: “¡Está vivo!”.

–¿Por qué se le suele ver con una boina verde olivo?

–Fue de un muchacho que mataron en Girón, y yo la recogí –dice, se la quita y la besa.

–Y en los sueños, Ochoa… ¿nunca le aparecen escenas de Playa Girón?

–Compadre, yo después de Girón descansé, porque se logró lo que se quería: ganar la batalla.

 

(*) Nota publicada originalmente el 17 de abril de 2021.

 

Tomado de El Caimán Barbudo/ Foto de portada:  Andy Jorge Blanco.

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