Mujer decidida, no hay fuerza que la haga desistir
Por Hernando Calvo Ospina.
El FSLN combatía a la dictadura de la dinastía Somoza, que era apoyada irrestrictamente por Estados Unidos. Cordel Hull, el secretario de Estado del presidente Franklin D. Roosevelt, llegó a decir del patriarca de la dinastía, Anastasio: “Puede ser que Somoza sea un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”.
Ella, Nora Astorga, era abogada y jefe de personal en una empresa constructora, de las más grandes del país. Una burguesa, que desde 1969 era militante del Frente Sandinista de Liberación Nacional, FSLN, guerrilla nacida en 1961 inspirada en las luchas del general Augusto Sandino (1895-1934).
Su padre, militar somocista, ni hubiera podido imaginar la militancia de su hija. Tampoco lo hubiera creído su abuelo, exministro de la Defensa del régimen. Su profesión le permitía tener una cobertura ideal para estar entre los círculos del poder, privados y estatales. Fue así como conoció al general Reinaldo Pérez Vega, quien quería construir en sus extensas propiedades.
Este militar era el segundo al poder después de Anastasio Somoza, uno de los sanguinarios del régimen y el hombre de la CIA en Nicaragua. Pérez Vega aprovechaba su poder para tener a la mujer que le gustara, por las buenas o como fuera. “Entonces yo debía de tener un cuidado absoluto en mi comportamiento cada vez que iba a su oficina. Tenía que ser cordial pero fría”, recordó Nora.
Por esas fechas ella se divorció, después de 5 años de matrimonio y dos niñas. Ella ya había informado a sus responsables en el Frente que tenía esa relación profesional. “Era mucho lo que podríamos conseguir de este señor, desde información hasta capturarlo”, les comentó. Le aconsejaron que siguiera en la misma tónica con él, mientras decidían qué hacer. Cuando el general supo de su separación empezó un agresivo coqueteo.
Ella reconoce que ha sido de las cosas más difíciles que le ha tocado hacer en su vida. “Me veía caminar en una cuerda floja. Por un lado tenía que dejar entrever que estaba interesada en él, y por otro mantenerme en una posición de no dar hasta que yo no quisiera. Esta actitud ayudó a mantener su interés en mí”. Esta situación no podía durar mucho tiempo. Su última excusa al militar fue: “Mire, usted sabe que estoy dispuesta, pero va a ser a mi manera. Soy una mujer independiente y tengo derecho a escoger dónde y cuándo”.
Afortunadamente él aceptó, justo cuando el plan estaba concebido después de siete meses de preparación. La idea era secuestrarlo para intercambiarlo por más de 60 presos políticos, además de dinero para los hijos de los campesinos asesinados por la dictadura. Varias veces sus mandos le habían hecho ver las implicaciones que ello tendría en su vida. Después del operativo no podría regresar a su vida de “burguesita”, porque debía pasar a la clandestinidad total. “No fue una decisión romántica, pero yo estaba decidida”. Porque, “cuando una mujer se decide, no hay fuerza humana que la haga desistir”, había dicho Germán Pomares, uno de los fundadores del Frente.
Aunque lo que más le costaba era separarse de sus hijas, de 6 y 2 años. Y el triunfo no se veía cercano. “El 8 de marzo, justo el Día de la Mujer, llamó y dejó razón para que viniera a mi casa el ‘Perro’, como le empezamos a llamar al general. A mis hijas las dejó donde una prima. Ahí estarían a salvo porque ella estaba casada con un estadounidense”. Hacía 48 horas que tres guerrilleros estaban escondidos en la casa de Nora.
El llegó tan solo con su chofer, bien perfumado y en traje blanco. A pesar de haberle llevado flores y chocolates, no quería perder tiempo. No quiso ni charlar. Estaba desesperado por poseerla. Ella no tuvo más opción que llevarlo a la habitación. Lo desvistió lentamente, y procuró que su arma le quedara lo más lejos posible. Luego dejó que la fuera desnudando. Fueron pocos los besos y caricias porque ella no lo soportaba: “ese hombre era desagradable, un auténtico monstruo”.
Entonces dejó caer un vaso que se rompió. Era la señal para que los guerrilleros entraran. Lo trataron de inmovilizar pero él presentó fuerte e inesperada resistencia. Empezó a gritar, su chofer escuchó y partió a buscar refuerzos. Esto cambió todo el plan. “Yo fui a traer el carro para transportarlo, pero cuando volví lo habían ajusticiado, al no haberlo podido doblegar”. Nora fue trasladada inmediatamente al Frente Sur, cerca a Costa Rica.
Ni ese día ni después tuvo sentimientos de culpa: “Tomó su muerte como parte de la lucha por la liberación”. Cierto es que ese “ajusticiamiento” ayudó a desestabilizar la dictadura, la cual fue vencida un año y cuatro meses después, el 19 de julio de 1979.
“Para mis padres fue un gran golpe y les costó mucho asimilarlo. Al comienzo hicieron como si no tuvieran esta hija”. Tampoco fue fácil para las suyas. Un año después volvió a verlas, y la mayor le dijo: “Un día estabas en casa. Al día siguiente te fuiste. Y no me dijiste a donde ibas, ni me escribiste. ¡Nos abandonaste!”
Ahora estaba aprendiendo a manejar armas para ir al combate. ¿Cómo había dado ese vuelco su vida? Culpó a las monjas de la Congregación Teresitas de sus primeras inquietudes sociales. Ellas le habían mostrado la otra cara de la sociedad, al llevarla a los barrios más pobres para leer el catecismo con los niños y visitar a los enfermos. “Luego escuchaba decir a mi padre que todo iba bien en el país. De adolescente lo cuestionó por esto y me dijo que yo era ‘comunista’. Yo no sabía nada de política, solo era una católica que iba a misa diaria y hacía labor social como buena cristiana”.
El padre, preocupado con esta “rebelde sin causa”, la envió a Estados Unidos en 1967. Tenía 18 años. Dos años estudió allí en una universidad católica. De nada sirvió: volvió con más cuestionamientos, pues la sociedad que encontró la chocó por lo racista: estaba en Washington cuando mataron a Martin Luther King, el 4 de abril de 1968. Cuando ingresó al Frente, en la Universidad, tenía una idea romántica, casi cinematográfica, de lo que era la guerrilla. Aún así empezó a tener grandes responsabilidades no militares: transportó propaganda y a dirigentes clandestinos en su carro, y hasta los escondió en la casa sin que sus padres se enteraran.
“Fue el Frente que dio sentido a mi vida al compartir valores humanos, objetivos, la solidaridad. Esto no existía en mi medio social”. En los ocho meses que estuvo combatiendo, vivió “un sentido de solidaridad humana que no he vuelto a sentir en ninguna otra época de mi vida. Allí no fui abogada, ni hombre ni mujer: compañera, nada más”.
Quedó embarazada de quien la había sacado de Managua. A su lado tuvo el primer combate. “Era un hombre maravilloso y revolucionario. Cuando podíamos estar juntos lo vivíamos con intensidad”. A tres meses de dar a luz la llevaron a Costa Rica. Al triunfo de la Revolución ella regresó a Managua. “Era hermoso caminar libre por las calles, sin miedo de la represión. Sentíamos que era un sueño haber vencido a Somoza y a los yanquis. No teníamos nada, ni experiencia ni dinero y así empezamos a construir”.
Y sí, la Revolución Sandinista fue el sueño más hermoso que tuvo América Latina en los años ochenta. “Pero los yanquis no querían que siguiéramos edificando una sociedad sin hambre ni analfabetos”, recuerda Nora. Porque Washington multiplicó las acciones terroristas contra la naciente revolución. Fue viceministra de Justicia por una semana. Durante tres meses tuvo la responsabilidad de las finanzas del recién creado Ejército. Por más de un año fue fiscal en los juicios a los somocistas criminales, “sin ánimo de revancha, solo buscando justicia”, precisó.
En 1983 pasó a la Cancillería. “No sabía nada de política exterior, ni de diplomacia, mucho menos de cosas protocolarias. Como casi todos, tuve que aprender de urgencia porque los yanquis nos hacían la guerra por todas partes y necesitábamos saber denunciarlos. La diplomacia me gustó porque es una constante negociación, y de eso conocía por ser abogada”.
En 1984 el Departamento de Estado no la aceptó como embajadora en Washington, por haber participado en la muerte de “su” general. Ella fue noticia mundial porque los medios de prensa contaron ese suceso, aumentado y deformado. En marzo de 1986 Estados Unidos tuvo que soportar que ella llegara a Nueva York como representante ante la ONU.
Al comienzo se sintió como bicho raro, porque todos querían ver o saludar a la Mata-Hari de ese pequeñito país agredido por la primera potencia mundial. Otros la comparaban con Judith, la mencionada en la Biblia, que sedujo y asesinó al general asirio Holofernes, cuyas tropas asediaban a la ciudad israelí de Betulia.
En la ONU ella tuvo que desmentir las mil mentiras inventadas contra Nicaragua por el experimentado Vernon Walters, representante estadounidense. Era el lobo acusando a la oveja de peligrosa. “Nuestra ventaja y fuerza era que teníamos una política exterior de principios, como muy poquiticos países la tienen: nacional, soberana y antiimperialista”. Sus acalorados debates con Walters hicieron historia en la ONU. “A nivel puramente personal nunca tuve problemas con él”, dijo Nora. Por eso la vieron cenando con Walters como dos simples colegas. Así también hacía política, sin claudicar en los principios de la revolución sandinista.
Siempre iba elegante y con joyas, aunque se quejaba de no poder ir a la ONU en “jeans” y zapatillas. Hablaba muy bien el inglés, el francés e italiano. Sabía pasearse por los salones diplomáticos de Nueva York con habilidad, con encanto. Era famosa porque enviaba flores a sus colegas después de agrias discusiones. Dicen que utilizó “su enorme capacidad seductora al servicio de la causa en la que siempre creyó”. Un embajador la definió así: “Ella usa su pasado como otras mujeres usan su perfume”.
Su jefe, el canciller y sacerdote Miguel D’Escoto, la admiraba. Fue una mujer fuerte, sin miedo a nada. Ni siquiera al terrible cáncer de seno, contra el que luchó hasta el último día. Ya sabía de esa mal cuando aceptó el cargo en la ONU. Desde mediados de 1987, agotada por la quimioterapia y sin cabello, participaba en las reuniones de trabajo y en actos sociales donde ella creía que la revolución la necesitaba.
En julio de 1987 Nora Astorga recibió la máxima condecoración nicaragüense: La Orden Carlos Fonseca. Carlos había sido el fundador del FSLN. En diciembre, los médicos en Nueva York le dieron pocas horas de vida. Ella se levantó y viajó a Nicaragua. Fue a la playa, se divirtió y se rió como le gustaba. “Consumió el poco oxígeno que le quedaba en sus pulmones rotos”, dijeron los amigos.
Murió el 14 de febrero, conocido como “el día de los enamorados”. Tenía 39 años, 4 hijas y uno adoptado. Durante 24 horas su cadáver fue velado por los nueve miembros de la dirección del Frente. Nicaragua entera la despidió con honores de “Heroína de la Patria y la Revolución”.
Expresó poco antes de esa fecha: “Nací en este país único. Encontré a la gente que me ayudó a crecer. Tuve la oportunidad de participar en la lucha contra la dictadura, y ahora en la reconstrucción y en la creación de una nueva sociedad, a pesar de las limitaciones a que nos obliga Estados Unidos con su cruel guerra. “Qué más le puedo pedir a la vida? ¡He sido una privilegiada!”
* Este relato hace parte del libro de Hernando Calvo Ospina, Latinas de Falda y Pantalón. El viejo Topo, España, 2015.
Tomado de Le Club de Mediapart.