Ir a Santiago
Por Michel E. Torres Corona.
El tren
Todo el mundo parece tenerle miedo al tren. Te preguntan a cada rato si está a tiempo, si salió a la hora que debía, si todavía no se ha roto… Pero el tren avanza, a veces lento, a veces más rápido. Los vagones son confortables y nos venden dos meriendas a precios irrisorios para los tiempos de inflación que corren. Mi compañera de viaje, una señora que vive en el municipio santiaguero de San Luis, me brinda unas galletas dulces. En la madrugada, el aire acondicionado ─que parecía tímido mientras el sol estuvo en el cielo─ casi nos congela.
Todo el mármol de Santa Ifigenia
Lo primero que hacemos al llegar a Santiago de Cuba es visitar el cementerio de Santa Ifigenia, para rendir tributo. Allí está la piedra que guarda las cenizas de Fidel, el imponente monumento erigido en honor a Martí, la tumba de Céspedes y los restos de Mariana Grajales, custodiados por una escultura de Lescay. Suena la música marcial y se realiza el cambio de guardia: el pelotón se desintegra y reintegra a la perfección, sincronizado cada gesto, cada paso. El sol rebota en el mármol y castiga el rostro, ni siquiera los recios muchachos que custodian a nuestros héroes lo pueden disimular del todo. Pero vale la pena quemarse en ese sol y ante esos astros humanos que ya son polvo, pero viven, inmarcesibles, en nuestra memoria. Son nuestros Padres Fundadores, parte indispensable de nuestra historia, pésele a quien le pese.
Lo que el viento se llevó
Hace muchos años, un poderoso ciclón llamado Sandy ─vaya nombre más ridículo para una bestia apocalíptica─ decidió pasar por la ciudad. Los santiagueros solían pensar que las montañas que los rodean le brindaban amparo a la urbe de todo viento huracanado. Con poca percepción del peligro, aquel día fueron a trabajar, dieron clases, se amaron u odiaron según fuera pertinente. Luego, la noche más larga… La ciudad amaneció rota. Los santiagueros todavía hablan con dolor cuando mencionan a Sandy, se les oscurece el rostro; aunque la ciudad haya renacido de sus cenizas, hay heridas invisibles que los acompañarán por el resto de sus vidas.
¡Es ahora, es ahora!
El Guillermón Moncada es un delirio de conga y bullicio. Daniel, santiaguero de pura cepa, me dice: “Esos muchachos no están acostumbrados a jugar con el estadio así”. Y en efecto, no juegan bien. Están nerviosos. La presión de su propio público es la mejor evidencia de vergüenza deportiva. Gana Industriales, con marcador cómodo: han perdido dos partidos los orientales, en su terreno. La respuesta de Daniel es una confesión de identidad con lo más puro de nuestra historia: “Ahora ganamos los tres allá, en el Latinoamericano”. La conga nunca dejó de sonar.
Los altares más hermosos
Caminamos en la noche hasta el muro donde asesinaron a Frank País. Era mucho más joven que yo cuando Salas Cañizares lo acribilló a balazos. Más joven que mi hermano más pequeño. Frente a la tarja lo recordamos, hablamos de él, con un poco de historia y otro poco de leyenda. En Santiago duermen un millar de héroes, eternamente jóvenes, no solo en la ciudad sino en toda la provincia. En el Tercer Frente visitamos la tumba de Almeida y las de los otros combatientes, en una elevación desde donde se puede ver el pueblo, Cruce de los Baños; desde el pueblo se puede divisar el monumento, como un guardián silente desde la altura. En el Segundo Frente están Vilma y el lugar reservado para Raúl, que quiere que lo entierren junto a sus compañeros, donde fue feliz, haciendo Revolución y Patria entre tiros, fundando en meses lo que otros no logramos erigir en toda una vida. No hay altares más hermosos para aquellos que decidimos honrar a los que murieron por nosotros.
Tomado de La Jiribilla.