Fidel Castro y esos instantes que marcan
Por Daylén Vega Muguercia *.
Hay instantes en la vida que nos marcan para siempre. Nos influyen. Y hay personas con igual poder, sobre uno y sobre miles. Sobre millones. Fidel Castro es un hombre así. Es, y no digo fue, porque a Fidel no lo vemos en pasado, sino en presente. Vital como el joven que derribó los muros que imponía la injerencia imperial sobre Cuba. Soñador como el hombre que se paró un día en el Country Club de La Habana y visualizó escuelas de arte para el hijo del campesino, del obrero, de la ama de casa. Humano, como aquel que advirtió la necesidad de que la mujer cubana ganara en autonomía y dejara de ser un “adorno” en el hogar o la sirvienta de algún señor, sin derecho a opinión sobre política o temas sociales. Universal, denunciando en las Naciones Unidas las desigualdades de nuestros pueblos y levantando la voz por los Derechos Humanos, los Derechos de la Humanidad.
Un hombre que, sin querer ser profeta, profetizó: “No he venido aquí como profeta de la revolución; no he venido a pedir o desear que el mundo se convulsione violentamente. Hemos venido a hablar de paz y colaboración entre los pueblos, y hemos venido a advertir que si no resolvemos pacífica y sabiamente las injusticias y desigualdades actuales el futuro será apocalíptico”.
Era octubre de 1979 cuando pronunciaba esas palabras ante el XXXIV periodo de sesiones de la Asamblea General de las Naciones Unidas, efectuado en Nueva York. “El ruido de las armas, del lenguaje amenazante, de la prepotencia en la escena internacional debe cesar”, advertía.
Cuarenta y cuatro años después, asistimos a un capítulo terrible de la historia de la humanidad: el genocidio de Israel contra Palestina, que ha cobrado la vida de más de trece mil civiles en Gaza, en menos de dos meses. La prepotencia tiene nombre y nacionalidad, y ordena brutales ataques contra poblaciones civiles, personal e instalaciones sanitarias, organizaciones humanitarias, trabajadores de la prensa. El lenguaje amenazante pulula bajo las banderas de Israel y Estados Unidos, que vierten a borbotones el discurso de odio al amparo de la narrativa occidental, que ubica al mentor y al discípulo, como corderos débiles ante un enemigo terrible: Palestina. Justifican así su campaña de exterminio. Ante los ojos de una humanidad indignada.
Hace apenas unos días, mi niño me preguntaba el por qué de tanta maldad. A sus casi nueve años, percibe lo convulso que está el mundo. Es inevitable que no vea, que no escuche, que no lea. Sabe que no vivimos en la era de las cavernas, pero no entiende que algunos semejantes, en pleno siglo XXI tengan comportamientos tan primitivos. El respeto a la vida es un derecho universal. Ha leído a Martí y lo sabe. La Edad de Oro fue durante mucho tiempo, su compañero fiel; ahora lo es el tomo I de los Cuadernos Martianos. También en la escuela han hecho buen trabajo, y aunque en un aula los niños no están exentos de tropiezos y desavenencias -como en la sociedad-, sus maestras les hablan del respeto, de los valores, de la importancia del compañerismo y la solidaridad.
El acceso a la educación, también se lo debemos a Fidel. Al Programa del Moncada que cumplió en su totalidad cuando la Revolución erradicó el problema de la tierra, de la industrialización, de la vivienda, del desempleo, de la educación y de la salud del pueblo.
Hay instantes en la vida que nos marcan para siempre. Lo recuerdo como si fuese hoy. Tenía apenas catorce años. Era el 2002. En la cuadra, la Federación de Mujeres Cubanas se preparaba para acudir a la Plaza de la Revolución Calixto García: ¡Hablaría Fidel!
Las madres, las abuelas, se organizaban para salir temprano. Apenas dormí esa noche. Cuatrocientos mil personas, holguineros y de provincias vecinas, amanecimos en las calles y en la Plaza. Bandera en mano, estábamos allí para condenar el bloqueo de Estados Unidos contra Cuba y las últimas amenazas de W. Bush, quien era entonces presidente del imperio.
Era la época de las Tribunas Abiertas. Bush había escogido el 20 de mayo para arremeter contra Cuba e insultar a Martí. Aquello era imperdonable. Fidel pronunció un enérgico discurso en la Plaza, ante un pueblo visiblemente conmovido.
“El bloqueo criminal que nos promete endurecer, multiplica el honor y la gloria de nuestro pueblo, contra el cual se estrellarán sus planes genocidas. Se lo aseguro.”, expresó dirigiéndose a Bush.
A medida que avanzaba en su discurso, las fuerzas de la naturaleza se combinaban con una potencia tremenda y caían en forma de aguacero. Fidel no se inmutó. Continuó firme, con una fuerza superior a la del evento natural.
Lo recuerdo gigante. Jamás valoró la opción de un paraguas para guarecerse de la lluvia y rechazó con inmediatez la intervención de su equipo. Fidel fue uno más de nosotros, bajo la lluvia. Sus palabras y su actitud, corroboraban la firmeza del hombre del Granma, de la Sierra, de Girón. Un Fidel mítico por sus hazañas, pero real. Un hombre de carne y hueso que estaba allí, frente a nosotros, reafirmando: “Frente a peligros y amenazas, ¡Viva hoy más que nunca la Revolución Socialista!”.
Entonces, yo no tenía la convicción política para entender la dimensión de lo que había acontecido allí; pero ese día se quedó grabado en la memoria del corazón, la memoria afectiva, la memoria que mueve las fibras de la sensibilidad por los que sufren y te impulsa a querer cambiar las cosas. La justicia social no es una utopía, es posible alcanzarla, aunque a veces sientas que se escapa; pero una acción, por pequeña que parezca, marca la diferencia.
Y es que Fidel somos todos. Porque Fidel es parte de cada uno de nosotros. No murió el 25 de noviembre de 2016, aunque hoy se conmemoren siete años de su partida física. A Fidel no lo va a matar ni la muerte, porque incluso, después de muerto, continúa regalándonos instantes que marcan.
(*) Periodista cubana.
Foto de portada: Sitio Fidel Soldado de Ideas / Archivo.