Mi ruta junto al “Gallego”, o mejor dicho, el “Asturiano” Fernández
Por Nelson Domínguez Morera (Noel).
Conocí a José Ramón Fernández Álvarez, el Gallego Fernández, en diciembre de 1960 durante el curso de la Escuela de Responsables de Milicias de Matanzas, que él dirigió.
Todos sin excepción lo rechazábamos porque junto con él también venía el capitán Vila, quien era su segundo al mando en esa unidad y se dedicaba a configurarnos con tiza una marca dentro de las barracas, a fin de indicarnos hasta el nivel que tendría que llegar la espuma del detergente para aplicarle a los escobillones en los pisos y después secarlos con escurridores y frazadas.
Transcurrió el cambio de mando Eisenhower-Kennedy en enero de 1961, nos acuartelaron y de ahí partimos al Escambray, a combatir contra los bandidos alzados y al regreso enfrentar la agresión de Playa Girón en abril de ese año.
Lo reconocí cuando me vaticinó, anteojos mediante oteando el mar, que si los buques de guerra norteamericanos inmóviles en el horizonte se movían en dirección hacia la arena en posición vertical, y disparaban sobre nosotros, no quedaría ni polvo.
Entonces me mandó encarecidamente a detener los disparos que entusiastas artilleros iniciaron hacia los destructores enemigos con cañones de 120 milímetros, sin esperar orden alguna; de eso hablé con Néstor García para su libro Hombres de Girón, y él mismo se lo contó a Estela Bravo en un documental.
Volví a acompañarlo en su laboriosa y disciplinaria ruta cuando por el Ministerio del Interior (Minint) tuve el honor de atenderlo; él era en aquellos momentos ministro de Educación y fui testigo cómo manuscrita y continuamente le agregaba al texto impreso e imitando a su mentor y guía, el líder histórico de la Revolución, Fidel Castro, firmaba cada una de aquellas miles de cartas.
Poco tiempo después, desconociendo que la idea inicial era del Comandante en Jefe, El Invencible, comencé hacerlo para con mis subordinados, alguno de los cuales a mis espaldas hasta me lo criticaban y se disculparon cuando en un Consejo de Dirección -a manera de profilaxis- dije que lo había aprendido del “Gallego”, tal era el respeto que todos le profesábamos, y eso que nunca dije quién era el originario precursor.
José Ramón Fernández Álvarez (Santiago de Cuba, 4 de noviembre de 1923 – La Habana, 6 de enero de 2019), fue un destacado revolucionario, Héroe de la República de Cuba, General de División de la Reserva y asesor del presidente de los Consejos de Estado y de Ministros.
En México con Vázquez Raña
Veníamos de regreso de los Panamericanos de Mar del Plata, en 1995, y Manolón González Guerra, presidente del Comité Olímpico Cubano, nos había recomendado pasar por México de regreso.
Esto tenía el propósito de saludar al viejo amigo y más aún de Cuba Mario Vázquez Raña, para que juntos precisáramos el mejor momento a fin de que el mexicano otorgara a Fidel Castro el collar olímpico internacional, máximo galardón de ese organismo.
Éramos cuatro en la visita: Fernández, Manolón, Reynaldo González, entonces al frente del Instituto Nacional de Deportes Educación Física y Recreación (Inder), y el escribidor.
Vázquez Raña, dueño de una cadena de 32 periódicos mexicanos y presidente de la Odepa, del comité olímpico mexicano y miembro del internacional, tenía en su residencia una peculiar piscina en el centro de la sala principal de la casa, adonde nos condujo no más llegar.
Entre tragos -nada que ver con tequila, por supuesto-, explicó los pormenores de la entrega que se efectuaría poco tiempo después en el Salón de Protocolo del Consejo de Estado en el Palacio de la Revolución, en La Habana, y también se le confirió a Manolón, que en aquel entonces lo desconocía.
Las hijas adolescentes del mexicano gran amigo también del Comandante en Jefe, de manera desenfadada se pusieron los bikinis (por suerte aún no se usaba el hilo dental), y se tiraron al agua climatizada, salpicándonos exprofeso, carcajada tras carcajada, mientras las del padre les otorgaban bríos y complacencia para seguir.
Téngase en cuenta que todos los invitados estábamos vestidos con rigurosos trajes, cuello y corbata incluidos, y por lo mucho que le respetaba y admiraba propuse al gallego Fernández, apartando la vista de aquellas bellezas, de correrle la silla para evitar las salpicaduras.
Ni se te ocurra, contestó tajante aguantándome con presión la mano y cuasi militarmente como solía hacernos desde la Escuela de Milicias; después, en tono conciliador, me susurró: Eso es lo que ellas y el padre quisieran que hiciéramos, y no les voy a dar ese gusto.
Durante la Olimpiada de Atlanta
Para la Olimpiada de Atlanta, en 1996, me mandaron antes que a Fernández a fin de recibirlo en el aeropuerto junto a los integrantes del primer vuelo de los atletas cubanos; los hombres del Special Security Service, a quienes solicité a través del FBI -y sin consultárselo porque no lo habría asimilado-, que lo protegieran dado su rol de vicepresidente.
No aclaré que lo era del Consejo de Ministros, no le puse apellido y al parecer presumieron que era del país, y por tanto, le asignaron una descomunal limousine blindada. Aquel lujosísimo transporte tenía más de ocho plazas y para peor, de ostentoso color blanco brillante. Les anticipé que el vicepresidente no la aceptaría.
Igualmente designaron a un jefe para que junto a mí subiera al avión antes que nadie bajara a fin de cargarle el equipaje personal, y tampoco me creyeron cuando les dije que estaría junto al de los atletas en el mismo compartimento de carga del avión.
Presuroso me adelanté al muy profesional coronel que actuaba de jefe, y bajito le dije al gallego Fernández aún en su asiento, que mirara el transporte asignado por la ventanilla. Se paró como un resorte y casi se golpea la cabeza, dada su inmensa estatura, recriminándome a la vista de todos los atletas, con tripulantes incluidos.
Diplomáticamente le expuse con mucho tacto que lo había dicho desde antes y sin darle tiempo que ripostara, procedí a presentarle al coronel gringo, como para persuadirlo y para sorpresa de todos los que no lo conocían, incluido el personal cubano, en perfecto inglés él explicó que lo agradecía pero no acostumbraba a eso y se desplazaría en el auto que a mí me había asignado el FBI.
Pero ahí no terminó todo: cuando le pidieron su equipaje para bajárselo, ya medio enfadado casi sin disimularlo, también le espetó a aquel bien intencionado oficial -quien no salía de su asombro-, que tendrían que esperar se bajaran todos los equipajes, porque él esperaría el despacho y se marcharía de último.
Intentando persuadirlo conmigo incluido, durante el despacho y trámites volvió el jefe del equipo de protección yanqui a equivocarse, al ofrecerle un traductor que habían traído con ellos desconociendo sobre su dominio perfecto del inglés.
El en realidad descendiente de asturianos volvió a la carga: están muy mal informados sus hombres, porque en los archivos debe constar que yo pasé escuela militar en este país antes de que usted naciera. Había cursado estudios y se graduó en la Escuela de Artillería de Cuba y en la Escuela de Artillería del Ejército de los Estados Unidos en Fort Sill, Oklahoma.
El otro encontronazo fue cuando en el auto a mí asignado con chofer puertorriqueño y custodiados en caravana con un puntero y otro detrás en vehículos todo terreno donde se desplazaban con mucho aspaviento incluso con luces y sirenas encendidas, nos dejaron en la puerta de aquel súper hotel de más de 30 pisos.
Se enteró por los mismos del Security Service, que tenían una habitación al lado de la suite a él estipulada para poder protegerlo mejor. Se volteó para mí y me dijo en inglés, para que los asombrados entendieran: ¿y quién va a pagar todo esto, porque yo no tengo ni un quarter (moneda de 25 centavos de dólar)?
Así era ese Héroe de la República de Cuba y el segundo épico de la primera gran derrota del imperialismo en América, de cuyas manos tuve el privilegio que me impusiera en el mismo escenario de los hechos 40 años más tarde la Medalla de Girón, y tan imprevisible como siempre dijo abrazándome: ¿todavía te acuerdas de los destroyers?
Disciplinado como ningún otro, fiel a Fidel Castro y a Raúl Castro, enérgico, recto y para nada displicente, sino bien afable y persuasivo, también como nadie excepcional y ético, como lo definió José Ramón Machado Ventura en el acto de despedida física; este 6 de enero se cumplen cuatro años del fallecimiento del Gallego.
Recuerdo que un día en su oficina, ya como asesor de Raúl Castro, me dijo que aunque no le molestaba, no era gallego, sino santiaguero y solo descendiente de asturianos, de ahí devino el título de esta crónica.
Pero todo el pueblo cubano seguirá diciéndole con gran afabilidad y el mayor respeto “El Gallego Fernández”.
Tomado de Prensa Latina.