La industria de la desinformación y la desinfodemia digital
Por Isaac Enríquez Pérez
Existe una correspondencia multidireccional entre el despojo del pensamiento crítico –entendido como la posibilidad de cuestionar y trastocar la realidad y lo establecido– y la irradiación de la desinfodemia digital. El triunfo reciente de la post-verdad coincide plenamente con el retraimiento de los procesos cognitivos, la entronización de las emociones y con la inoculación del odio en la nueva plaza pública. Es el terreno de la lucha en torno a la construcción de significaciones, así como del relativo a la apropiación y privatización de la conciencia
A su vez, una paradoja se generaliza en la era de la información: ante la exponencial irradiación de datos e información, no siempre verdadera, se impone una limitada capacidad humana para procesarla o asimilarla y se abren senderos para germinar a un individuo desinformado y sujeto al engaño y a la manipulación de las emociones. Para llegar a ello, dos tendencias se imponen: la lapidación del pensamiento crítico como posibilidad de plantear la duda, por un lado; y, por otro, no sugerir siquiera la existencia de la mentira por considerarse políticamente incorrecto.
El ataque masivo de desinformación y de mensajes preñados de odio no es nuevo. En la Roma antigua el futuro César Augusto mandó crear las llamadas monedas de Marco Antonio para difamar con ellas a este adversario político colocándolo como alguien manipulado por Cleopatra. En la Europa feudal circulaban noticias falsas en torno a los judíos y sus supuestas prácticas de sacrificar a niños para ofrecer su sangre. Incontables guerras estuvieron precedidas o se desplegaron al influjo de noticias falsas jamás verificadas (el supuesto ataque por parte de España al acorazado de Maine y que detonó la guerra entre Estados Unidos y el país ibérico; la supuesta fábrica de cuerpos alemana esgrimida por diarios británicos en 1917, etc.). El Tercer Reich también ejercía esas noticias falsas para justificar el Holocausto. En las décadas recientes destaca la niña kuwaití que declaró en 1990 ante el Congreso de los Estados Unidos una supuesta atrocidad respecto a niños recién nacidos que eran sustraídos por los militares iraquíes de los hospitales de Kuwait; o, bien, las supuestas bombas de destrucción masiva endilgadas al gobierno iraquí en el 2003 por parte del gobierno de los Estados Unidos para justificar una segunda invasión militar. El caso, en 2016, de Cambridge Analytica, o del Pizzagate, que incidieron en las elecciones estadounidenses de ese año. Generalmente, se parte de la identificación de un “enemigo” falso, se le atribuyen rasgos negativos que incentivan las emociones primarias de los receptores, y finalmente se influye sobre su percepción para formar opinión pública desdibujada. Se pretende escandalizar a la audiencia con esas noticias falsas creadas deliberadamente para, por lo regular, ensalzar, desprestigiar o ningunear a alguien o a algo. La gran diferencia con las epidemias de desinformación de antaño es la instantaneidad y la simultaneidad que signa a los flujos masivos de información actuales, así como la relevancia inédita que asumen las redes sociodigitales hasta gestar un vértigo de celeridad (des)informativa que se torna incontrolable. A este carácter inédito se suma la emergencia y expansión de una industria mediática de la mentira, que opera de manera transnacionalizada y global.
En medio del maremagnum de información, se torna complicado distinguir entre la realidad y lo que es falso, manipulado y/o distorsionado. Ello abre riesgos y desafíos en los asuntos públicos; sin embargo, el mayor de ellos es la nulificación de la capacidad del individuo para creer en el otro. Abriéndose así una era de la desconfianza masiva que cercena el ejercicio de la ciudadanía y distancia a unos individuos respecto a sus semejantes. Si la praxis política está mediada por el sentido colectivo de la confianza y la deliberación sobre lo común, pero las espirales desinformativas dinamitan dicha confianza, entonces toda posibilidad de abrir cauces de cohesión social y de edificación de proyectos de nación se diluyen.
La celeridad de la (des)información se torna incontrolable incluso hasta para los propios Estados. Las posibilidades de verificarla o contrastarla escapan a toda capacidad individual. Frases, imágenes, libelos, audios o videos circulan sin que existan posibilidades de mediación y procesamiento por parte de las audiencias no pocas veces pasivas e indefensas. El sensacionalismo ataca el neocortex y opaca toda voluntad de razonar por el golpe de efecto inmediato. Si en ello las emociones desempeñan un papel crucial, tanto líderes como audiencias pueden ser presas de esa pandemia desinformativa.
El sistema de esa industria mediática de la mentira opera de la siguiente forma: la noticia falsa se elabora en las mesas de redacción o en las oficinas de las editoriales, se difunde de manera masiva incluso recurriendo a las multiplataformas y se instala como sentido común a medida que la comentocracia o los falsos intelectuales o predicadores que opinan de todo se encargan de extender ideas sin sustento y que no soportarían el fuego de la contrastación empírica. Se trata de un sistema monopólico global regido por la calumnia y la difamación respecto al supuesto “enemigo” imaginario. Sin embargo, también pueden ser individuos aislados que disponen de un teléfono móvil y de una cuenta en alguna red sociodigital quienes difunden afirmaciones infundadas que proliferan en el ciberespacio.
Se trata de dispositivos de control de la mente, las emociones y la conciencia. La (des)información es un proceso de inmovilización de los cuerpos y un estado de sitio psicológico que empequeñece o nulifica la capacidad de discernir, procesar y decidir. En ello juega un papel crucial el incentivar el miedo al exponer a los individuos a un estado de vulnerabilidad permanente que minimiza su autoestima.
Programas de entretenimiento, telediarios o noticieros, encabezados de periódicos, mesas de opinión, ejércitos de bots y trolls en el ciberespacio, entre otros, conducen y controlan el debate público a partir de la manipulación simbólica y el ataque y ninguneo indiscriminado al “enemigo” en turno. No pocas veces sus predicadores recurren a participaciones teatralmente incendiarias fundamentadas en la banalidad y en el tono alarmante. En tiempos electorales se activa toda una maquinaria de difamación para embestir a diestra y siniestra, sin más fin que la aniquilación semiótica del otro.
Esta industria mediática de la mentira se fundamenta en mensajes que apuestan a lo efímero; de tal manera que se trabaja para que triunfe la desmemoria y el olvido, la indiferencia y el anestesiamiento mental. Ello se observó con la sobrecargada de (des)información en los momentos más álgidos de la pandemia del Covid-19. El dogmatismo se mezcló con el histrionismo, la fatalidad con la ausencia de referentes sistematizados, la misericordia con el catastrofismo, el social-conformismo con la crisis de esperanza. De tal manera que con la pandemia se apostó por una desestructuración de la memoria y de las identidades en el concierto de una nueva religión en busca de feligreses: el higienismo y su consustancial dictadura de la obsesión compulsiva por el dato. El Johns Hopkins Coronavirus Resource Center fue la muestra clara de ello.
Las guerras de hoy en día se despliegan, sobre todo, en la mente. Son guerras mediático/digitales y, por tanto, son guerras simbólicas para dominar la construcción de significaciones y el sentido mismo de lo público. Se trata de una cruenta disputa por la conciencia y la hegemonía de narrativas.
El objetivo último de la viralización de la mentira es preservar el statu quo al instalar la resignación, maniatar la conciencia y al emboscar todo indicio de pensamiento crítico. Instalar el desahucio mental como estilo de vida es una prioridad de los poderes fácticos que hasta los totalitarismos del siglo XX envidiarían con desmesura. Odio, miedo, indignación controlada, resentimiento, sectarismo, chantaje, terror, negacionismo y escepticismo, le dan forma a la ideología supremacista dotada de una perspectiva del mundo que se pretende como única e incuestionable. De tal manera que la mente es el nuevo escenario donde fincar la derrota y postración de las masas atomizadas.
El ataque de los mass media a la conciencia es también un ataque masivo contra las clases sociales depauperadas y excluidas. A su vez, el sensacionalismo y la nota roja son un espectáculo exhibicionista y un negocio. Los asesinatos, los crímenes y las tragedias son transmitidos en tiempo real, incluso con participación de los internautas que viralizan algún video sangriento en segundos.
Esta invasión mediática de la mente es ya un problema de salud pública que no es atendido ni regulado. El colapso de las emociones y los imaginarios de las audiencias pasivas es un asunto que no es atendido por los Estados pese a los altos grados de morbilidad. Cuando se cuestiona la mentira, la banalidad, la denostación y el negocio mediático de la muerte, los empresarios criminales de los mass media alegan ataques a su derecho sagrado de la libertad de expresión. Si un gobernante osa en contener o cuestionar a esta jauría mediática y digital, de inmediato es acusado de dictador. La verdad es dinamitada y reducida a rescoldos humeantes del pasado; en tanto que los hechos y la realidad no cuentan ante lo efímero de las narrativas post-factuales. Se trata de mercenarios de la desinformación que trafican con la subjetividad como divisa de sus opiniones desorbitadas. Más todavía: en medio del nihilismo postmoderno, los poderes fácticos que controlan los mass media y los sistemas multiplataforma instalan toda una furibunda epistemología de la mentira teatralmente construida con ejércitos de comentócratas, francotiradores que conducen telediarios y demás sicarios que deambulan por el ciberespacio y las redes sociodigitales.
La trivialización mediática solo evidencia el páramo intelectual en el cual está instalado el debate público. La misma mercadotecnia empleada para la promoción de mercancías es usada para posicionar mesiánicamente a algún político, generalmente sin proyecto de nación. Entonces, la ideología de la democracia es reducida a un botín expoliado por la voracidad de los oligarcas y el desencanto de los ciudadanos.
Las ruinas y escombros dejados a su paso por el huracán del fundamentalismo de mercado de los últimos cuarenta años muestran a una sociedad fracturada, fragmentada y carente de referentes ideológicos y de fe en las instituciones. Abriendo ello el terreno propicio para el extravío de la vocación ciudadana y la acción colectiva proactiva. Dinamitadas instituciones como la familia y reducidos al mínimo los mecanismos de protección y seguridad social, la orfandad ideológica y la ausencia de conciencia de clase solo son síntomas de una sociedad colapsada y expuesta a la tergiversación semántica y a la desconfianza. El asalto a la razón no solo fue azuzado por las filosofías nihilistas, sino también por quienes instalaron y potenciaron al homo digitalis en medio de la intriga, la conspiración y la barbarie mediática. Al unísono de la entronización del individualismo hedonista, la razón y la palabra fueron lapidadas. El espectáculo mediático no es mediado por el ejercicio del pensamiento entre las audiencias; por tanto, cuanto circula por las pantallas de televisión o de teléfonos móviles, sea descarnado, sujeto a exageraciones y regido no pocas veces por la ira y el sinsentido. De ahí que se llegase al extremo de suplantar el razonamiento colectivo en la praxis política y en el abordaje de los problemas públicos. Al exaltarse las emociones desde las pantallas, se achican los márgenes para la razón. Mentira, desinformación, demagogia y tonos bufonescos y rabiosos se combinan en la plaza pública para asfixiar todo sentido de comunidad y para consolidar una atomización solo movilizada por el voto sexenal.
Si la desinfodemia y la pandemia digital campean a sus anchas con total impunidad es porque el individualismo echó raíces en una sociedad deshilvanada, desconfiada y sin suficientes mecanismos de cohesión. Son ya varias décadas de dominación ideológica inoculada desde la familia, la escuela, la empresa, la mercadotecnia, la música, el cine, la estética, las organizaciones estatales, las iglesias, los mass media, la Internet, el anestesiamiento de las universidades, etc. La racionalidad de la competitividad a ultranza y la ideología de la meritocracia condujo a una lucha sin cuartel de todos contra todos y a un callejón sin salida donde el aparente éxito, prestigio y confort individuales no se traducen automáticamente en un sentido comunitario que posibilite a los individuos contener las oleadas desinformativas cuya finalidad es el mercadeo de intereses creados y de la sangre ajena y derramada por obra y gracia del crimen. Es el triunfo del pragmatismo, del hedonismo y del escepticismo exacerbados. Ese fundamentalismo de mercado impregna, salvo honrosas excepciones, a casi todo aquel individuo que se posiciona desde los medios convencionales y desde allí difunde algo que denomina noticia. Financistas no faltan y la pluma y el papel en blanco se venden al mejor postor. No importa reivindicar la verdad; importa el sensacionalismo y someter el pensamiento a un régimen empresarial totalitario que explota al periodista y lo hace traicionar al sentido común y apartarse de la realidad.
La realidad social y la verdad en torno a ella es patrimonio de las sociedades, pero son expoliadas por la monopólica industria mediática de la mentira que denigra la conciencia humana. Al trapicheo desinformativo y a las injurias tiiene que oponerse la reivindicación de la dignidad humana y del sentido común para que la desciudadanización no se agrave.
La desinformación y la pandemia digital son piloteadas por seres patológicos que hacen de la mentira una obsesión, un modus operandi y un modus vivendi. Se trata de un estilo de vida fundado en la injuria y el clasismo; en una guerra frontal contra las clases populares y empobrecidas que consiste en criminalizarlos, ningunearlos, invisibilizarlos y silenciarlos. El terreno es el de la simbólica y en ella se construye y entreteje el poder y los dispositivos de control del cuerpo, la mente, la conciencia y la intimidad. Lo lamentable de esto es que no pocos individuos aceptan esta dominación simbólica, la consienten, la legitiman y la asumen hasta con resignación y desenfado. Esa es la batalla ganada a través del social-conformismo. Por ello es importante que las sociedades se cuestionen a sí mismas respecto a su capacidad para construir y procesar narrativas alternativas que brinden una racionalidad y un sentido distintos a los que se pretenden hegemónicos.
Trasladados los antagonismos y conflictividades sociales al terreno de las ideas, las plutocracias comprendieron que el desarrollo tecnológico puede llevar consigo una difusión e imposición de narrativas, cosmovisiones, racionalidades y sentido en tiempo real y con una alta capacidad de diseminación y penetración. De ahí que las tecnologías no sean neutrales, sino que las conversaciones son conducidas a partir de criterios pre-establecidos.
Romper esta lógica de la dictadura de las narrativas hegemónicas supone construir narrativas alternativas que subviertan las significaciones predominantes. El cultivo del pensamiento crítico es una primera condición, la segunda es la regeneración de la cohesión social. Pero el círculo no se cerrará sin la construcción de movilizaciones que se apropien creativamente de las tecnologías de la comunicación y la información desde los márgenes. Para ese conjunto de mínimas condiciones se precisa de una universidad pública que salga del ostracismo y de la falta de imaginación creadora.
Tomado de Rebelión