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¿Por qué permanece abierta la prisión de Guantánamo?

Por Javier de la Sotilla.

 

El centro de detención en la base naval de EE.UU. en Cuba ha albergado 780 presos en dos décadas, la mayoría sin cargos, y tan solo once han sido condenados. La dificultad de llegar a acuerdos con terceros países y el bloqueo republicano en el Congreso han lastrado la repatriación de los detenidos.

En este vuelo chárter organizado por el Pentágono, viajan familiares de las víctimas del 11 de septiembre, abogados, jueces, militares, miembros de oenegés, estudiantes de derecho y cuatro periodistas. Embarcan con ellos la sensación de injusticia y disfunción, el hastío, la desesperación y una maleta llena de dudas: ¿de qué han servido dos décadas de torturas, abusos y detenciones indefinidas en nombre de la venganza? ¿quién ha vencido en la Guerra contra el Terror? ¿cuándo terminará este capítulo negro de la historia de Estados Unidos?

El avión despega en la base de la fuerza aérea Andrews, en Maryland, y se dirige hacia el Caribe. En las próximas tres horas, rodeará el espacio aéreo de Cuba para entrar a la isla por el sureste. En Guantánamo, les espera una experiencia preparada al detalle para convencerles de que en este agujero legal impera la ley. El motivo oficial del viaje es el comienzo de la 50ª audiencia prejudicial del caso de más alto nivel en los tribunales militares que instaló en esta bahía la administración de George Bush tras el 11-S: el que tiene previsto juzgar, en el optimista escenario de que algún día llegue a juicio, a los autores intelectuales del mayor atentado en la historia de EE.UU.

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Sin embargo, el control de las selfies tomadas durante su estancia, la prohibición de visitar la cárcel más cara del mundo, la necesidad constante de un escolta para moverse por la base naval y la falta de transparencia ante sus preguntas les demostrarán que lo que verdaderamente impera no es la ley federal, ni la Constitución, ni siquiera el derecho internacional, sino el secretismo.

Desde que llegaron en 2002 los primeros veinte presos, han pasado por esta prisión 780 hombres, casi todos musulmanes. Hoy quedan retenidos una treintena. La mayoría han sido liberados a otros países después de pasar años detenidos arbitrariamente y sin cargos, y torturados con total impunidad en este limbo jurídico a 3.000 kilómetros del Tribunal Supremo en Washington. Tan solo once han sido condenados en las comisiones militares, que acumulan años de retrasos y litigación; los demás, siguen a la espera de una acusación formal o en fase prejudicial, o listos para ser liberados cuando un tercer país los acoja.

Barack Obama firmó una orden ejecutiva en 2009 para cerrar Guantánamo en un año
Mantener esta prisión cuesta unos 500 millones de dólares al año y, a pesar de que una mayoría de estadounidenses querría cerrarla, nada parece indicar que vaya a suceder pronto. Las Naciones Unidas pidieron su clausura por primera vez en el 2006. Al final de la administración de Bush, 540 presos fueron liberados sin cargos y transferidos a otros países, pero el expresidente se negó a cerrarla. En su segundo día en la Casa Blanca, Barack Obama firmó en el 2009 una orden ejecutiva para vaciar y clausurar la prisión en un año. Aunque logró transferir a otros 200 presos, fracasó por la imposibilidad de llegar a acuerdos con los países de origen. En su segundo mandato, trató de trasladar los juicios a territorio estadounidense, pero se topó con el bloqueo de los republicanos en el Congreso.

Luego llegó Donald Trump, quien prometió mantenerla abierta y llenarla de “tipos malos” y llegó a proponer enviar ahí a los enfermos de coronavirus y a los inmigrantes indocumentados. Tampoco se dio: en su presidencia, la población se mantuvo en 41 presos. Por último, tras ser elegido en 2020, Joe Biden se propuso terminar con el centro antes del fin de su mandato. A seis meses de las elecciones, no hay avances en la extradición de los 30 detenidos que siguen en la cárcel, la mitad de los cuales están libres de cargos y siguen esperando a que algún país les acoja.

Además del partidismo, gran parte del estancamiento de Guantánamo se explica por su origen. El viernes 14 de septiembre del 2001, Bush se subió a los escombros de las Torres Gemelas y, megáfono en mano, prometió venganza, justicia y reparación. “No le escucho”, gritó uno de los presentes. “Yo sí le escucho, el resto del mundo le escucha y pronto nos escucharán quienes derribaron estos edificios”. La respuesta no se hizo esperar. Llegó seis días después con una inédita declaración de guerra desde el Congreso, la Guerra Global contra el Terrorismo: “Nuestra guerra contra el terror comienza con Al Qaeda, pero no termina ahí. No terminará hasta que cada grupo terrorista de alcance global haya sido encontrado, detenido y derrotado”.

 
Tres semanas después, Washington lanzó una intervención militar a gran escala sobre Afganistán, a la que se sumaron varios países de la OTAN, que invocaron por vez primera su Artículo 5 para la defensa colectiva. En menos de dos meses, tomaron Kabul y derrotaron al régimen talibán, al que acusaban de haber albergado y protegido a los líderes de Al Qaeda.

Luego llegó la invasión de Irak y operaciones de inteligencia de la CIA en otros países –Pakistán, Yemen y Siria, entre otros– en busca de los terroristas. En el proceso, miles de presuntos militantes de la organización islamista fueron asesinados, capturados o vendidos a la CIA a cambio de 5.000 dólares. La guerra contra el terror no había hecho más que empezar: Osama Bin Laden, fundador y líder de Al Qaeda, logró escapar a tiempo, y no sería capturado hasta una década más tarde.

El mismo día que las tropas estadounidenses tomaron Kabul, Bush emitió una orden militar de “detención, trato y juicio” de los supuestos terroristas. La orden autorizaba a EE.UU. a mantener detenidos sin cargos a ciudadanos extranjeros indefinidamente y les impedía emprender cualquier proceso legal para impugnar su arresto. El lugar elegido para dichas detenciones sería una centenaria base naval estadounidense en Cuba, que EE.UU. había ocupado en 1898 después de derrotar a las tropas españolas en la guerra de independencia.

En enero del 2002, comenzaron a trasladar forzosamente a los primeros presos, después de ser capturados y, en su mayoría, torturados con la autorización de Bush en centros de detención secretos de la CIA, en busca de información sobre la ubicación de los terroristas. Llegaron engrilletados de pies y manos, vestidos con monos naranjas, con los ojos vendados y cascos en los oídos, y fueron arrojados a unas jaulas rudimentarias, donde continuaron las torturas en forma de ahogamientos, palizas, privación del sueño, abusos sexuales, aislamiento y temperaturas extremas, entre otras. En poco más de un año, el centro alcanzó los 700 presos, todos detenidos sin cargos ni juicio a la vista.

El Pentágono aseguró que los presos estaban siendo tratados “de forma coherente con los principios de las Convenciones de Ginebra”, que dictan los derechos de los prisioneros de guerra. Sin embargo, en la misma rueda de prensa, el entonces presidente del Estado Mayor Conjunto, Richard Myers, dijo que dichas convenciones “no aplican al conflicto con Al Qaeda”, puesto que la Administración Bush no los consideraba “criminales de guerra”, sino “combatientes ilegales”. Una cuestión terminológica que, en esencia, negaba sus derechos.

Cuatro años después, en el 2006, el Tribunal Supremo dictaminaría que las detenciones indefinidas, efectivamente, violaban las Convenciones de Ginebra. La decisión llevó a la administración a buscar una alternativa, y consiguió la aprobación en el Congreso de la Ley de Comisiones Militares, que serviría para llevar a los presos ante tribunales militares y dar apariencia de legalidad. En el 2009, la administración de Obama modificó la ley al afirmar que, de facto, denegaba a los detenidos el habeas corpus, la institución jurídica que previene las detenciones indefinidas y arbitrarias.

Fue por aquél entonces cuando al abogado James Connell le ofrecieron liderar la defensa de Ammar Al-Baluchi, uno de los cinco acusados de idear y planificar los atentados que el 11 de septiembre del 2001 mataron a 2.977 personas. Cuando lo aceptó, era consciente de la imposibilidad de tener un juicio justo en Guantánamo. Sin embargo, “si no hubiera dado un paso al frente, nunca habría tenido la oportunidad de tomar partido en una de las principales injusticias de nuestro tiempo”, asegura en una entrevista en Camp Justice, la zona donde se ubican los dos tribunales vigentes en Guantánamo.

Desde que su cliente fue acusado formalmente en el 2012, ha estado tomando el mismo vuelo casi semanalmente para acudir a las audiencias prejudiciales. Durante más de una década, su trabajo se ha centrado en tratar de excluir la evidencia presentada por el gobierno contra Al-Baluchi, pues se basa en las confesiones que dio a la CIA condicionado por la tortura.

James Connell, abogado de Ammar al-Baluchi: “He renunciado a pronosticar cuándo va a comenzar el juicio del 11-S”
El proceso de litigación se ha alargado porque la mayoría de las pruebas de la acusación se basan en información clasificada, solo accesible para la defensa tras pasar por la autorización del gobierno. También, por la dificultad de traer a la isla a los testigos, por los retrasos causados por la pandemia de coronavirus y por los repetidos cambios del juez que preside el caso. “En el 2014, creía que el juicio iba a llegar al cabo de un año. Desde ese pronóstico fallido, he renunciado a hacer más predicciones”, bromea.

Tampoco las víctimas ven claro el horizonte judicial. “Ha pasado mucho tiempo y seguimos sin tener justicia, todo el proceso ha sido devastador para nuestra familia”, asegura una mujer de 26 años, que ha venido por primera vez a Guantánamo junto con su hermano y prefiere mantener su anonimato. Su padre estaba en la torre norte del World Trade Center el 11 de septiembre y sobrevivió al impacto del primer avión, pero fue evacuado al edificio sur, donde no sobrevivió al segundo ataque. “Confío en el estado de derecho, y deseo que estos juicios lleguen a un final, pero nada podrá devolverme la vida que hubiera podido tener”.

Tomado de La Vanguardia/ Foto de portada: Reuters.

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