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Parte 1: El odio de la derecha está a una chispa de distancia de una explosión incontrolable (+Clodovaldo)

Uno de los aspectos más preocupantes de la coyuntura postelectoral es el rebrote de odios basados en diferencias políticas, sociales y hasta en un retorcido supremacismo racial.

Venezuela ha sufrido recurrentes eclosiones de este tipo de violencia, pero ya tenía seis años sin que se produjeran a gran escala, pues en los acontecimientos de 2019 (autojuramentación, intento de “invasión humanitaria”, apagones por sabotaje y golpe de los Plátanos Verdes) hubo más bien focos muy localizados en determinadas zonas. Esta vez, por algunas horas, regresamos a los tétricos tiempos de 2017, 2014, 2004 o 2002, cuando afloraron actitudes masivas, proclives a una guerra civil.

En los días previos al 28-J tuve la oportunidad de hacer varias entrevistas. Cada uno de los entrevistados expresó ideas muy certeras sobre lo que estaba pasando y podría pasar.

El maestro Luis Britto García dejó al desnudo el programa de gobierno de la ultraderecha, difundido —significativamente— en inglés. El politólogo Carlos Raúl Hernández, pronosticó que las elecciones no sofocarían la crisis política, sino que, muy probablemente, la atizarían. Algo que parece estar ocurriendo. El sociólogo Ociel López disertó sobre lo movedizo e incierto que era el escenario electoral y los días posteriores. También estaba en lo cierto.

Pero quiero centrarme en las respuestas que me dio el psicólogo Róger Garcés, acerca de lo profundo que están sembrados los sentimientos de odio en la mente de una porción importante de la población venezolana.

Explicó Garcés que se trata de un proceso iniciado desde el mismo momento en que la vieja clase política y los poderes fácticos que esos partidos representaban, pierden el control institucional del país, en 1999. En esos primeros años, el ariete de la operación psicológica a gran escala fueron los medios de comunicación convencionales (televisión, prensa y radio, en orden de la importancia de su contribución al clima inestable), que aún reinaban en el país y que eran rabiosamente antichavistas.

Junto a esos medios, participaron también los otros aparatos ideológicos característicos de nuestro modelo de sociedad: la familia,  la religión, la escuela, la cultura corporativa, las organizaciones culturales y deportivas, la publicidad y el mercadeo. Todos estuvieron orientados a generar menosprecio, rechazo, condena y exclusión hacia el compatriota que estuviese identificado con el gobierno del comandante Hugo Chávez.

Los resultados fueron rápidos. Ya para 2002, grandes masas fueron manipuladas a ojos vistas y actuaron con furia e irracionalidad en la persecución de dirigentes y militantes revolucionarios. Las bajas pasiones que se desataron contra la embajada cubana en Caracas fueron apenas el abreboca de la nutrida cosecha de odio, rencor y resentimiento que comenzaba a producirse.

Olas de violencia que ocurrieron en 2004 (primeras guarimbas), 2013 (la “calentera” de Henrique Capriles), 2014 (la Salida), 2017 (las terceras guarimbas), fueron producto de la misma pertinaz guerra psicológica.

Los sucesos poselectorales

Garcés, con plena conciencia de la magnitud del daño hecho a la psique del venezolano promedio (ejerce su profesión en consulta privada e investiga el tema académicamente), abrigaba temores de un desenlace violento. Le pregunté cómo esperaba que fuera el consultorio de un profesional de la salud mental los días posteriores al 28-J y pude ver la angustia en su rostro. “¿Gente con estrés postraumático?”, insistí, y él comentó, luego de una pausa, “…Por decir lo menos”.

Pasamos la alcabala de los comicios, el Consejo Nacional Electoral dio su primer boletín, certificando la victoria del presidente Nicolás Maduro y se abrió de nuevo la caja de Pandora que los estrategas de la guerra cognitiva han ido llenando de demonios.

Cada uno de nosotros, en mayor o menor medida, ha podido constatar en estos días que el odio sembrado y cultivado durante tantos años está a un chispazo de distancia de una explosión incontrolable. Lo más preocupante es que está instalado en las mentes, como un software destructivo, incluso entre personas respetuosas del derecho ajeno y con mucha educación formal.

Adicionalmente, la amarga vendimia ha expandido su mapa sociopolítico. La enfermedad ha trascendido su coto original, el de las clases medias reales y aspiracionales, y ha infestado a sectores populares que antes apoyaban ampliamente a la Revolución.

Como ocurre en los incendios, la causa original de la conflagración es alimentada  por toda clase de combustibles y materiales inflamables, algunos de ellos vertidos adrede por los pirómanos y otros que son devorados incidentalmente por las llamas a su paso. 

En los sucesos violentos del 29 de julio, la protesta basada en la denuncia de fraude (un comportamiento irresponsable ya varias veces repetido en lo que va de siglo) actuó como el detonante, pero el combustible que avivó el fuego fue un largamente añejado condicionamiento colectivo. Y las flamas prosperaron sobre el monte reseco de un país que ha sufrido más de diez años de guerra económica, medidas coercitivas unilaterales y bloqueo, todos males propiciados —necesario es resaltar la ironía— por la misma gente que gatilló las protestas. 

El traspaso del ámbito social (de la clase media al campo popular) es también producto del deterioro del ingreso de los trabajadores y de las inconsecuencias de funcionarios adscritos nominalmente a la Revolución, pero con nula empatía hacia el pueblo pobre, cuando no desvergonzadamente corruptos.

El factor antisocial

Entre los combustibles puestos deliberadamente en el camino del incendio deben contarse con especial cuidado a las fuerzas antisociales, con las que la dirigencia opositora tiene públicos y notorios lazos, que ya se hicieron evidentes en episodios como las guarimbas de 2017; en los encuentros de Juan Guaidó con la sanguinaria banda paramilitar Los Rastrojos, en 2019; y en la fallida “Fiesta de Caracas”, en 2021 (cuando activaron a “el Wilexis”,en Petare; y “el Coki”, en la Cota 905). Las llamadas megabandas delictivas han actuado como brazos armados de las estrategias opositoras desde hace años y en esta oportunidad intentaron asumir de nuevo ese rol, para recuperar el terreno que han perdido por las operaciones gubernamentales de los años recientes.

En los momentos de ebullición, el condicionamiento al odio implantado en las mentes de personas de clase media e inoculado también a sectores desposeídos, se amalgama con el accionar de grupos e individuos fuera de la ley, lo que deriva en acontecimientos horrorosos como linchamientos, daños a bienes públicos (incluyendo hospitales, escuelas, buses), ataques a sedes partidistas y amenazas de muerte contra dirigentes y militantes.

Como un fenómeno natural, en momentos de efervescencia, el militante político que, se supone, está protestando por un daño a sus derechos electorales, actúa del mismo modo que el delincuente despiadado que no ha conocido otro modo de sobrevivir que la respuesta asesina.

“No hay otra opción sino matarlos a todos”, suelta de repente un familiar, un vecino o un compañero de trabajo habitualmente afable y respetuoso, y la contundencia de la frase es tal que no hay manera de tomárselo a chiste.

Olas endógenas

Otro rasgo alarmante de estos últimos días es que la ira concentrada de la ultraderecha no sólo se dirige contra el gobierno y el chavismo en todos sus niveles, sino también fustiga a otros opositores, ya sea porque votaron por alguna de las ocho opciones, diferentes a Maduro y a Edmundo González Urrutia o bien porque han asumido posturas tildadas de “light” respecto al conflicto poselectoral. 

Esta conducta no es nueva, pues hace varios años se vitupera a los opositores que rompieron la línea abstencionista, calificándolos de alacranes. Pero en el contexto actual se ha vuelto una perversa moda acusar a otros antichavistas de tibios y blandengues. Si, por ejemplo, usted tiene una cuenta en redes sociales dedicada a cualquier tema no político, y no la usa para apoyar la desmelenada denuncia de fraude, se le anota de hecho en el libro de los rencores.

Se configura un esquema de espiral de silencio, en el que muchas personas optan por sumarse a las posturas radicalizadas o prefieren privarse de expresar su verdadero sentir (contrario a las protestas violentas), para no caer en las fauces del ala pirómana.

[Por cierto, esta espiral es una de las causas por las cuales surge el fenómeno del voto silencioso por Maduro: mucha gente es “chavista de clóset”, precisamente para evitar el aislamiento social o la segregación laboral. De allí que los números no les cuadren a algunas encuestadoras que hablan de un voto opositor por encima de 70%. Pero ese es tema aparte, que merece ser analizado más adelante].

Disonancias

Un hecho también recurrente, pero que en esta semana tuvo un énfasis especial, es que el opositor promedio entra en disonancia cuando la turbulencia sale del ámbito de la protesta antigubernamental y causa perjuicios a las empresas, los emprendedores y los pequeños propietarios. La contradicción es demasiado flagrante porque se trata de personas que, en teoría, están luchando en contra del socialismo y el comunismo y a favor del capitalismo y la libre empresa.

Pareciera que cohonestan la violencia, incluso criminal, contra personas identificadas como chavistas y legitiman los daños a bienes del Estado, pero cuestionan los saqueos y otras afectaciones al capital individual o corporativo. El problema es que cuando se desatan los bajos instintos, siempre hay grupos o individualidades que optan por el robo y el pillaje. Dime con quién andas y te diré quién eres.

Esa ambivalencia se hizo patente en 2017, cuando los habitantes de zonas de clase media y media-alta se convencieron de que los “libertadores” que participaban en las guarimbas, a quienes habían glorificado, eran, en buena parte, antisociales y malvivientes. Empezaron a notar que estaban rodeados por marginales peligrosos, a quienes siempre han visto como su enemigo de clase.

Por fortuna, la ola de violencia y odio ha sido relativamente breve a lo largo de la primera semana postelectoral. Pero las luces de alarma están encendidas en todos los tableros.

[En la segunda parte de este artículo, abordaremos varios puntos sustantivos que quedan pendientes. Entre ellos, quiénes han sido los principales emisores del discurso de odio; el origen histórico de estos brotes recurrentes; y los mecanismos de reproducción y retroalimentación que permiten que la violencia política se haga perenne].

Fuente: Clodovaldo Hernández / Laiguana.tv

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