Colombia: ¿Momento de cambio?
Por Raúl Zibechi.
El 29 de mayo se realizan elecciones presidenciales en Colombia que, por vez primera, pueden alumbrar un gobierno progresista, luego de la fenomenal revuelta popular lanzada el 28 de abril de 2021, que sucede a la de noviembre de 2019. Ambas cambiaron el clima político y posiblemente el mapa electoral.
El progresismo agrupado en el Pacto Histórico presenta a Gustavo Petro para la presidencia y Francia Márquez para la vicepresidencia. Petro fue guerrillero en el M-19 y luego alcalde de Bogotá, capital y principal ciudad del país. Márquez proviene de comunidades negras, donde ha resistido la minería y la militarización, y encarna a un sector del movimiento social.
En las recientes elecciones parlamentarias el Pacto Histórico fue la fuerza más votada, pero está lejos del alcanzar la mayoría parlamentaria. Para ello debería contar, como mínimo, con el apoyo del Partido Liberal, que se ha negado a nombrar un candidato a la vicepresidencia de Petro y apoya a Sergio Fajardo, exalcalde de Medellín, segunda ciudad del país, presentándose como centrista.
La ultraderecha, conocida como «uribismo», mantiene una importante presencia en el Parlamento, aunque el Centro Democrático pasó de ser la primera fuerza a la quinta. El «uribismo» domina el aparato de justicia, las fuerzas armadas y policiales, está aliado con grupos criminales, paramilitares y narcotraficantes, que vienen asesinando cientos de líderes sociales.
En números, votaron solo 18 millones de los casi 39 millones de habilitados, algo menos de la mitad. Aun habiendo sido el partido más votado, el Pacto Histórico consiguió solo 31 diputados de 188 y 20 senadores de 108. Hubo un cambio importante en la relación de fuerzas, pero tal vez insuficiente y menor del esperado.
La pregunta central es si Petro conseguirá llegar a la presidencia, si podrá superar obstáculos que la oligarquía terrateniente viene interponiendo desde la independencia de Colombia a todo aquel que intente cambiar, así sea, aspectos mínimos de la estructura económico-social.
En primer lugar, es necesario tener en cuenta la historia de Colombia, donde la oligarquía siempre consiguió imponer sus intereses mediante la violencia. Así fue durante la independencia: Francisco Santander conspiró contra Simón Bolívar y su proyecto de la Gran Colombia (que incluía a las actuales Colombia, Ecuador, Panamá y Venezuela), imponiendo la separación que beneficiaba a Estados Unidos (potencia ascendente en la época) y a la oligarquía de la tierra.
Ya en el siglo XX, la oligarquía asesinó a Jorge Eliécer Gaitán en 1948, líder liberal y popular, célebre por su intervención en el debate sobre la Masacre de las Bananeras, de 1928. Estaba a un paso de convertirse en presidente; enemigo de la oligarquía, su asesinato provocó levantamientos populares y el inicio de la guerra civil conocida como «La Violencia».
Hubo más coyunturas en las cuales, a través de la violencia, la clase dominante truncó las chances de los cambios estructurales.
En segundo lugar, en las últimas décadas Colombia se convirtió en un Estado mafioso. Es el único país importante del continente donde no hubo reforma agraria (como en México, Bolivia y Perú), ni quiebre del dominio oligárquico (como en Argentina y Brasil).
Durante la guerra del Estado contra las guerrillas, esta clase propietaria de tierras formó grupos paramilitares con la excusa de defenderse de secuestros y luego trenzó sus intereses con los grandes cárteles narcotraficantes. Durante la guerra interna robaron seis a siete millones de hectáreas desplazando campesinos, pueblos negros y originarios a punta de fusil.
En tercer lugar, Colombia se ha convertido en pieza clave del dominio estadounidense en la región, relación histórica que se remata con el ingreso del país en la OTAN. En un período en el cual los conflictos entre naciones se resuelven por la guerra, el Pentágono ha diseñado una estrategia para agredir a Venezuela desde Colombia, con el objetivo de derribar el régimen que preside Nicolás Maduro.
Este papel de Colombia en la región puede verse reforzado si, como sugiere la tendencia, Brasil volviera a ser gobernado por Lula. Aun en alianza con el centroderecha, un gobierno que promueva la integración regional no puede contar con el visto bueno de Washington, como ya sucedió en el pasado.
Me parece que los obstáculos a un gobierno progresista en Colombia son tan obvios como poderosos. Eso no quiere decir que sea imposible. A lo largo del mes de marzo, pude comprobar el entusiasmo existente entre amplios sectores de la sociedad, impulsados tanto por la revuelta lanzada el 28 de abril de 2021, como por los resultados de las recientes elecciones parlamentarias.
El entusiasmo y el empuje de una sociedad no son elementos secundarios. Deben tenerse en cuenta en lugar destacado, ya que cualquier atisbo de fraude puede provocar nuevas revueltas con consecuencias dramáticas, toda vez que las fuerzas represivas se muestran muy activas en la contención de las protestas, sin medir consecuencias en vidas, sobre todo si se trata de jóvenes.
Tal entusiasmo y convicción en el triunfo electoral, los encontré en los movimientos sociales y sindicales, pero también en los nuevos movimientos surgidos de las recientes protestas, las más potentes en la historia colombiana y probablemente de la región: atraviesa a feministas y ecologistas, pueblos negros e indígenas, en ciudades y áreas rurales.
Por mi parte, no tengo tal certeza. Atendiendo a la historia, las élites pueden optar por el fraude, el magnicidio o el golpe de Estado, o sea impedir el triunfo de Petro por la violencia, como ha hecho otras veces la clase dominante más reaccionaria y corrupta de la región. Lo único que puede decirse en estos casos es que conviene tener un «Plan B», por si alguna de esas eventualidades llegara a suceder. Podemos estar seguros que no habría la menor crítica desde Washington, que está dispuesto a tolerar cualquier desvarío de sus aliados.
Tomado de Resumen Latinoamericano Argentina/ Fuente: Correspondencia de Prensa.