Notas sobre neofascismo y las nuevas derechas
Por Atilio A. Boron
Cuando parecía que era un fenómeno que pertenecía a un lejano pasado, la política contemporánea nos sorprende con la renovada actualidad del fascis – mo. Claro que bajo nuevas formas, con distintos objetivos y en un marco eco – nómico y político internacional muy cambiado. Partidos neofascistas son par – te de las coaliciones de gobierno en Suecia, Finlandia, y Hungría, mientras que en países como Polonia, Francia, Suiza, Luxemburgo, Bélgica, Alemania, Países Bajos, Eslovenia y Eslovaquia. En las recientes elecciones al Parlamento Euro – peo la extrema derecha -los neofascistas para ser más claros- se convirtieron en la primera fuerza en Francia, Italia, Austria, Hungría y Bélgica, y pegaron un salto muy significativo en Alemania, donde AfD (Alternativa para Alemania) quedó inmediatamente detrás de la CDU, la Democracia Cristiana, y relegó al segundo lugar a la Socialdemocracia alemana.
En las elecciones regionales de Alemania que tuvieron lugar días atrás obtuvieron la primera minoría en Turingia, y salieron segundos en Sajonia, para las próximas elecciones en los landers de Brandemburgo y Sajonia-Anhalt las encuestas les pronostican una votación cercana al 28 % de los votos. Recordemos que con Georgia Meloni ya son gobierno en Italia y aspiran a serlo en España, pero esto por ahora no parece muy probable. Nuevas derechas fascistoides o fascistizantes prospe – ran también en otras latitudes.
En Latinoamérica sobresalen los casos de lí – deres o partidos políticos abiertamente partidarios de las dictaduras militares que asolaron la región. Jair Bolsonaro gobernó Brasil entre el 2019 y 2022; en Chile José Antonio Kast en Chile, fue derrotado en el ballotage por Gabriel Boric pero está posicionado como uno de los principales candidatos para las 32 próximas elecciones presidenciales en ese país. En Argentina, Javier Milei y su candidata a vicepresidenta, Victoria Villarruel son neofascistas probados y confesos, enemigos de la democracia, y desembozados apologistas de la dictadura cívico-militar que devastó a la Argentina en los años setentas. No muy diferente es la postura de Luis Fernando Camacho en Bolivia, atrincherado en su feudo de Santa Cruz de la Sierra. En estos cuatro países sudamericanos es evidente un desplazamiento del centro de gravedad del sistema de partidos hacia la derecha, cosa que de modo más atenuado también ocurrió en Uruguay. Siguiendo el nefasto itinerario de sus homólogos europeos, también en Latinoamérica partidos otrora de izquierda dura (comunistas y socialistas revolucionarios) se mimetizan con la socialdemocracia, al paso que ésta, siguiendo los pasos de Tony Blair o Felipe González, deviene en un adocenado social-liberalismo. La derecha, a su vez, acicateada por la crisis del capitalismo y por las amenazantes sombras de la declinación del imperialismo estadounidense, se inclina cada vez más hacia el neofascismo o un populismo de derechas, y fuerzas políticas otrora marginales se constituyen como socios de importantes coaliciones de gobierno. Como expresión de estos nuevos (y aciagos) tiempos en 2019, en Uruguay, un país que siempre se caracterizó por la moderación política, surgió casi como por encanto una nueva fuerza política de carácter neofascista: Cabildo Abierto. Se presentó en la primera vuelta de las elecciones presidenciales de aquel año y alcanzó un sorprendente 11,04% de los votos, con lo que obtuvo tres senadores y once diputados. En el balotaje apoyó a Lacalle Pou, como era de preverse. No obstante las encuestas de intención de voto para las presidenciales de octubre de este año le otorgan para la primera vuelta entre un 3 y un 5 % de las preferencias.
¿Una nueva era del fascismo? ¿Cómo comprender este abominable resurgimiento del fascismo? Para ello es imprescindible auscultar el marco global en el cual se producen este proceso: la crisis de hegemonía de Estados Unidos y, más generalmente, el irreversible ocaso de quinientos años de dominación económica, política y cultural de Occidente sobre todo el resto del mundo, es decir, lo que algunos autores han llamado “la des-occidentalización” del sistema internacional. Este período abre nuevas potencialidades de acción política progresista o de izquierda a partir de la superposición conflictiva entre un cambio geopolítico de dimensiones epocales -que atestigua el vigoroso surgimiento y estabilización de un sistema internacional multipolar- que se combina con la agudización sin precedentes de las contradicciones del capitalismo, la catástrofe climática que está padeciendo el planeta, el riesgo de futuras y más letales pandemias y, finalmente, de un desenlace nuclear en la guerra de Ucrania que, a tenor de algunos especialistas, arrasaría con el 90 por ciento de la población mundial en unas pocas semanas. Pero si esta conjunción de tendencias, que podríamos con ciertos reparos caracterizar como catastróficas, plantea la imperiosa necesidad de que surja una alternativa anticapitalista como condición ya no sólo para salvar a la humanidad, como decía Fidel en su famoso discurso ante la Cumbre de la Tierra (Río de Janeiro, 1992), sino también para salvar al planeta de su destrucción, la constelación de los factores arriba mencionados precipita a las fuerzas de la conservación del orden social a extremar sus posturas, abandonar sus escrúpulos y salir a defender el status-quo apelando a cualquier medio, sea legal o ilegal. Tenía razón Georgi Dimitrov cuando dijo, en el VIIº Congreso de la Internacional Comunista (1935), que “el fascismo es la dictadura terrorista descarada de los elementos más reaccionarios, más chovinistas y más imperialistas del capital financiero”, en una definición que la historia demostró que era verdaderamente premonitoria. Cabe preguntarse si dados los antecedentes aquí mencionados, sería entonces razonable postular que estamos transitando los umbrales de una nueva época histórica en la cual el capital, consciente del carácter insoluble de sus contradicciones: la clasista y la ecológica (la segunda, al decir de James O’Connor, con su concomitante destrucción del medio ambiente) toma la decisión de arrojar por la borda todos sus ornamentos democráticose inclusive liberales- y se apresta a mantener su dominio a cualquier precio.
Sin duda el inicio de una nueva era reaccionaria, está en el terreno de lo posible, pero la cuestión es ponderar qué probabi- 33 lidades concretas tiene el capital -que ha llegado a extremos paroxísticos de concentración- y su Estado de estabilizar por un largo plazo un nuevo ciclo político represivo equivalente al que experimentara la Europa de entreguerras. Y mirando el escenario en su conjunto diríamos que las probabilidades son bajas pero, coyunturalmente, es decir, en la inmediatez de los cuatro o cinco años venideros podría llegar a estabilizarse un ciclo corto signado por la presencia de un cierto número de gobiernos integrados por partidos fascistas o neofascistas.
Por ahora y desde Latinoamérica y el Caribe no se perciben fundamentos para pensar en un ciclo de larga duración. Esto no necesariamente significa augurar un triunfo de la izquierda pero, por lo menos, permite pronosticar con cierto fundamento el inevitable fracaso de los planes de un fascismo global que marcha a contrapelo de la historia. El fascismo clásico Un yerro muy común en el que se incurre al analizar el fenómeno fascista es la “falacia del nivel equivocado”: es decir, proceder a su análisis en un nivel o un ámbito que no es el apropiado. Éste no es otro que el nivel de la estructura fundamental del Estado y la naturaleza de su pacto de dominación. Debido a ello inferir la existencia de “fascismo” en un sistema político porque existen grupos, partidos u organizaciones fascistas; o personajes, líderes políticos o sociales que lo sean y tengan una cierta vinculación con el aparato estatal no es suficiente para la adecuada comprensión de esta forma excepcional del estado capitalista. En diversos gobiernos conservadores, liberales e inclusive nacional-populares han existido este tipo de grupos o personajes políticos sin que ello autorice a caracterizar a esos gobiernos como fascistas. Existieron, en el caso argentino, grupos o líderes con variable nivel de gravitación en casi todos los gobiernos del período democrático; los hubo en el alfonsinismo, en el menemismo, más tarde mismo en el kirchnerismo, por supuesto en el macrismo y existen, con más gravitación en el gobierno de Javier Milei.
En suma: partidos, grupos y proyectos ideológicos de carácter fascista se encuentran en casi todos los países capitalistas, pero su existencia es insuficiente para concluir que se está en presencia de un Estado fascista. La perspectiva teórica más pertinente es la que conduce al estudio del Estado capitalista en su conjunto. Bajo esta luz el fascismo aparece como una forma históricamente determinada a partir de la cual una burguesía nacional–acorralada por sus antagonistas domésticos y sus rivales externos– reorganiza su hegemonía sobre las demás clases de la sociedad e impone sus nuevas condiciones de dominación a sus aliados y a sus adversarios.
Comprender el fascismo requiere develar la naturaleza del “pacto de dominación” sellado por las distintas fracciones de la burguesía y algunas categorías sociales como la burocracia y las fuerzas armadas, merced al cual las clases dominantes tratan de resolver en una dirección favorable a sus intereses una situación de crisis orgánica. La resolución de esta crisis requiere una profunda modificación del estado capitalista, toda vez que el deterioro en la capacidad hegemónica de la clase dirigente hace que la supervivencia de la dominación burguesa pase a descansar casi exclusivamente en la eficacia de las instituciones represivas. Se habla entonces de un “estado capitalista de excepción”, resultado de una crisis orgánica –de una “crisis del Estado en su conjunto” como afirma Gramsci– cuyas consecuencias son por una parte la perentoria liquidación de la institucionalidad democrático-liberal y, por la otra, el acelerado reemplazo de las dirigencias políticas tradicionales de la burguesía por aquello que Harold Laski acertadamente denominara una “elite de forajidos”.
Confrontado ante una coyuntura crítica de la lucha de clases –en donde palpita una situación prerrevolucionaria– el estado capitalista procede a la cruenta pero efectiva desmovilización de la clase obrera y a la desactivación del peligro insurreccional. Esta ha sido la historia del fascismo clásico. Claro está que para asumir estas tareas con plenitud se requiere una completa reorganización del Estado, sólo posible en la medida en que las instituciones políticas y jurídicas de la democracia liberal sean abandonadas: las libertades burguesas pisoteadas, los partidos políticos suprimidos, los sindicatos arrasados, el Parlamento clausurado y la educación aherrojada al comité de propaganda del régimen. En suma, la burguesía transforma la “ilegalidad” de la democracia liberal en la nueva “legalidad” del estado de excepción.
El fascismo, forma excepcional del estado capitalista, es un fenómeno que se sitúa en la fase crítica de descomposición del imperialismo clásico –es decir, en el período que transcurre entre las dos guerras mundiales– y que se clausura con la derrota del Eje y la reorganización del sistema capitalista mundial bajo la hegemonía del imperialismo norteamericano. No es posible, por lo tanto, un estudio del fenómeno al margen del análisis del imperialismo: sencillamente, el fascismo fue la respuesta de las burguesías nacionales de Alemania, Italia y Japón a las contradicciones que estaban desgarrando la estructura social de los capitalismos de tardía formación y que como lo recordara Lenin llegaron a destiempo al reparto del mundo y a la constitución de una economía imperialista de alcance mundial. La burguesía nacional es, por lo tanto, el actor fundamental, imprescindible, para hablar de un Estado fascista. Dado que aquella se ha prácticamente extinguido víctima de la internacionalización del capital y el surgimiento de una “burguesía imperial” -que desde sus cónclaves en Davos domina la economía mundial- hablar del fascismo sin más para caracterizar a los gobiernos de las derechas contemporáneas, en Europa tanto como en Latinoamérica, carece por completo de sentido. Sólo deshilachados restos quedan de la burguesía nacional en los dos países en los que ésta tuvo mayor desarrollo en esta parte del mundo: Brasil y México.
El capital se ha unificado y la lucha de las burguesías nacionales de Alemania, Italia y Japón contra la economía mundial dominada primero por Inglaterra y luego por Estados Unidos es una batalla perdida hace décadas. Sin burguesías nacionales no hay fascismos; pueden haber otros regímenes, aún más reaccionarios y represivos, pero son de otra naturaleza. Aquellas burguesías eran nacionalistas y estatistas. Su desaparición en la periferia del capitalismo dejó como saldo una clase económicamente dominante completamente subordinada a la “burguesía imperial”, sin la cual no puede realizar ninguna actividad económica, máxime en esta fase de predominio del “tecnofeudalismo”, de extrema financiarización del capital y de internacionalización de los procesos productivos en complejas cadenas de valor, controladas desde el centro aunque hoy en disputa por la vigorosa presencia de China en la economía mundial. Y aquellas burguesías eran estatistas, recelosas de los mercados y no sólo represoras de los movimientos obreros sino también organizadoras y movilizadoras de la pequeña burguesía y las capas medias. Por el contrario, la clase dominante en el capitalismo actual las pauperiza e impide su organización tanto social como política, algo que puede comprobarse no sólo en Latinoamérica y el Caribe sino en las regiones del capitalismo metropolitano. El fascismo clásico fue el creador de grandes organizaciones partidarias de masas, y de un sindicalismo también de masas pero dirigido “desde arriba”, producto de una fuerte presencia del estado en los más diversos aspectos de la vida social, económica y política. En cambio, como lo observa el historiador ecuatoriano Juan J. Paz y Miño-Cepeda (2023): “Las nuevas derechas cuestionan la democracia liberal, arremeten contra las instituciones del Estado, rechazan el pluralismo político y a los movimientos sociales, reivindican el autoritarismo de clase”.
De lo anterior se desprende que el fascismo debe ser interpretado no como un concepto político abstracto, sino como una categoría histórica que,
a) Se sitúa en el período de maduración y crisis de la fase clásica del imperialismo. El fascismo “pertenece” a ese período particular en la historia del capitalismo monopolista que se delimita con las dos guerras mundiales. La primera contienda no hizo sino ratificar a sangre y fuego la marginalidad y subordinación de las burguesías nacionales de países como Alemania, Italia y Japón que habían llegado con retraso a la convocatoria imperialista. Cualquier reajuste al esquema convenido de reparto del mundo pasaba por una “solución” de tipo militar que suministrase oxígeno a las burguesías asfixiadas por su tardía formación: la conquista de mercados quería decir, en la fase “clásica” del imperialismo, enfrentamiento militar y ocupación física de territorios coloniales. De ahí las dos guerras mundiales que conmovieron la primera mitad del siglo veinte.
b) En las formaciones sociales en las cuales el fascismo adquirió su expresión más acabada, Alemania e Italia, se había producido ya un notable desarrollo del capitalismo de resultas del cual la burguesía monopólica nacional emergió como la fracción predominante de la economía. Sin embargo, esta primacía en el terreno de la producción no se proyectaba con correspondiente intensidad sobre el plano de la superestructura política. En las vísperas del ascenso del fascismo, los representantes del capital medio y los intereses agrarios –es decir, aquellas fracciones económicamente decadentes de las clases dominantes– conservaban un control prácticamente indisputado sobre la vieja maquinaria del estado liberal. El fascismo fue precisamente la expresión, a nivel estatal, del reacomodo de fuerzas sociales que se produjo en el seno del bloque dominante, y que culminó con el traspaso de la hegemonía política a manos de la fracción monopolista del gran capital.
c) En las condiciones vigentes durante la fase clásica del imperialismo el modelo de acumulación capitalista requería necesariamente la búsqueda y el control de mercados exteriores. Ayer tanto como hoy la realización del capital no podía completarse plenamente sin rebasar las fronteras nacionales: de ahí la necesidad de contar con mercados externos para canalizar la producción metropolitana y exportar capitales, asegurar el abastecimiento de materias primas y alimentos y, por último, optimizar la tasa de ganancia aprovechando las ventajas que ofrecían las regiones más atrasadas de la periferia.. Todo esto confluyó para engendrar uno de los vástagos más importantes del imperialismo: el colonialismo.
d) El fascismo, forma excepcional del Estado capitalista, se originó en la grave crisis económica, social, política e ideológica que afectó a los países europeos en los años que siguieron a la Primera Guerra Mundial. Más específicamente, el Estado fascista se edificó sobre los escombros de una frustrada ofensiva revolucionaria de la clase obrera y sobre los hombros de una masiva movilización de la pequeña burguesía, que arruinada y desplazada por la creciente concentración y monopolización de la economía capitalista se constituyó en arrolladora fuerza social. El carácter reaccionario de esta violenta entrada en la escena política de las capas medias fue instrumentado por una burguesía monopólica para la cual el estado liberal se interponía como un serio obstáculo en su proceso de acumulación. Esta fracción no controló, al menos en su primera etapa, la movilización de aquellas capas intermedias cuya “puesta en disponibilidad” tenía sus raíces más profundas en la crisis integral que afectaba a la sociedad burguesa. Sin embargo, en una segunda etapa la burguesía monopólica se supo servir de aquéllas para desmantelar, derrotar y desmoralizar a la clase obrera. El gran capital se las ingenió para canalizar y estructurar los frenéticos espasmos de la pequeña burguesía en un férreo partido de masas, “guiado” por un líder carismático que encarnaba la unidad y la voluntad de la nación.
e) La ideología fascista, a pesar de su carácter de “amalgama contradictoria”, representó un intento de sustitución de la vieja ideología liberal –propia de la época del capitalismo competitivo– por una que se compadeciera más ajustadamente de las circunstancias particulares por las que estaban atravesando algunos países europeos de industrialización “tardía”. Confusa y ambiguamente se fue abriendo paso una crítica reaccionaria a la democracia liberal y a las instituciones típicas de esa forma de Estado capitalista. El Führerprinzip, el partido único, el control irrestricto de los medios de comunicación, la educación y la familia, y la supresión de partidos y sindicatos autónomos, fueron algunas de las facetas de una ideología nacionalista, racista y totalitaria discernible a partir de la práctica política de los regímenes fascistas más que a través de una depurada expresión conceptual.
f) Finalmente, una categorización histórica del fascismo debería prestar atención a la forma en que éste restructuró el aparato estatal y el modo como transformó las relaciones entre las clases. El Estado fascista, surgido de las cenizas de la democracia liberal pero conservando muchas de sus características –explicable por el hecho de que al fin de cuentas ambos son formas particulares de un mismo tipo de estado, el capitalista– plasmó cierto tipo de instituciones y modificó las relaciones y la naturaleza de los aparatos represivos e ideológicos del estado. En este sentido, el estado corporativo y totalitario representó una forma de organización política abiertamente contrastante con la que predominaba durante el apogeo del liberalismo burgués. Su aparición se inscribe dentro de un contexto ideológico signado por la proliferación de doctrinas elitistas y antidemocráticas, que ejercieron una profunda influencia en el “clima ideológico” internacional de los años veinte y treinta.
Los neofascismos contemporáneos En línea con lo observado más arriba por Juan J. Paz y Miño-Cepeda el sociólogo guatemalteco Carlos Figueroa Ibarra (2022) sostiene que el neofascismo exhibe significativas diferencias con el fascismo clásico. No obstante, comparte con éste su desprecio por la democracia, hace gala de un ferviente anticomunismo, especialmente en Latinoamérica y el Caribe, mientras que en Europa aquellas fuerzas manifiestan una patológica xenofobia que desde la ofensiva rusa en Ucrania adquirió rasgos más precisos.
A la islamofobia tradicional se le une ahora una virulenta rusofobia. El racismo, profundamente arraigado en países latinoamericanos dada nuestra prolongada historia colonial , ha adquirido renovada virulencia en el discurso y la práctica de las derechas autóctonas. En el caso europeo el racismo ha sido una constante en un continente que lleva miles de años de guerras entre los diferentes pueblos y las naciones que lo habitan. La sola idea de una Europa multicultural y religiosa es absolutamente inaceptable para grandes segmentos de su población. Lo más visible es el rechazo de la migración del Magreb o de personas cuya identidad religiosa es el Islam, como se ha visto recientemente en las manifestaciones y los disturbios que tuvieron lugar en los suburbios de las grandes ciudades francesas, y muy especialmente en París, y también en el Reino Unido. Pero tampoco son considerados como “europeos puros” a las personas ucranianas y rusas, al menos para las vertientes más radicales de la derecha. Racismo y xenofobia van de la mano, como en el fascismo clásico, pero ahora se agregan la demofobia y la aporofobia, el odio y el temor al pueblo y a las y los pobres, respectivamente.
A lo anterior se agrega la homofobia y la misoginia, sintetizados en lo que en la derecha latinoamericana se ha dado conocer como “la ideología de género” y en donde se utilizan, a modo de latiguillo discursivo, expresiones tales como el ”lesbofeminismo marxista” y otras por el estilo. Un componente adicional muy vinculado a esto último es la vigorosa expansión que ha tenido en Latinoamérica y el Caribe el neopentecostalismo, las iglesias evangélicas. En algunos países centroamericanos los evangélicos prevalecen numéricamente sobre los católicos; en Brasil aproximadamente un tercio se autoidentifican con el evangelismo y en la Argentina la cifra que se estima es cercana al veinte por ciento. La vinculación entre las creencias del neopentecostalismo y la derecha radical va mucho más allá que una simple “afinidad de sentido”, como diría Max Weber. En los hechos, en el caso de Brasil, la médula organizativa fundamental del bolsonarismo es la extensa red de templos evangélicos que cubren todo el territorio nacional.
No es casual, como observa Figueroa Ibarra (2022), que “tanto en Europa como en Brasil el eslogan ‘Dios, Patria, Familia’ haya sido la divisa del neofascismo que sintetiza los rasgos actuales del neofascismo: fanatismo religioso, nacionalismo reaccionario, racismo, aversión a la creciente multiplicidad de identidades sexuales, defensa conservadora de las instituciones existentes”. Aparte de las similitudes, con sus innegables acotaciones regionales y epocales, hay una diferencia insoslayable entre los neofascismos contemporáneos y el fascismo clásico. Si éste era fuertemente estatista aquellos combinan en una síntesis altamente volátil e inestable el reaccionarismo tradicional con las formas más radicales del neoliberalismo: ataque al estado, exaltación de los mercados, reducción del gasto público, ajuste fiscal, privatizaciones, desregulaciones, contrarreformas laborales y previsionales y, en lo internacional, alineamiento con Estados Unidos e Israel. Del antisemitismo del fascismo tradicional no quedan ni rastros; en su aberrante reencarnación el fascismo de nuevo tipo es sionista y el objeto de su odio son los musulmanes y los palestinos en especial. Los enemigos del estado sionista israelí se convirtieron en los enemigos de los neofascistas. Pero además hay otro rasgo que es imprescindible señalar.
Los neofascismos contemporáneos han logrado un nivel de articulación internacional que jamás poseyeron sus predecesores. Los gobiernos fascistas de Alemania e Italia podían coordinar algunas iniciativas e, inclusive, sellar una alianza militar. Pero nunca hubo de parte de ellos, ni de algunos de sus aliados informales: el franquismo en España, Acción Francesa en Francia, el salazarismo en Portugal una institución que coordinara su estrategia frente a las naciones dominantes en el sistema internacional. En más de un sentido podría decirse que se trataba de iniciativas fuertemente enclaustradas en un marco nacional. El neofascismo de nuestros días muestra una significativa diferencia en ese aspecto, y sus esfuerzos organizativos son producto de una decisión consciente tomada al más alto nivel de varios gobiernos, principalmente el de Estados Unidos. No es casual que no haya sido otro que el ex asesor de Donald Trump, Steve Bannon, quien organizó “El Movimiento”, o la “Internacional de la Nueva Derecha”, con sede en Bruselas (la capital de la Unión Europea). Su objetivo, explícitamente planteado, es crear, apoyar y coordinar grupos populistas de derecha en todo el mundo, con el fin de realizar una “revolución populista” de alcance mundial que haga realidad el imposible sueño de un “capitalismo para todos”, verdadero oxímoron que sin embargo recoge una opinión ampliamente difundida sobre todo en los capitalismos metropolitanos. El Movimiento defiende el nacionalismo –recordar el “America First” de Trump- por contraposición a la globalización; propicia el cierre de las fronteras ante las migraciones; combate al “marxismo cultural”, la “ideología de género”, los derechos LGBT, la legalización del aborto, y denuncia las políticas para combatir al cambio climático como una tapadera para ahogar la dinámica creadora de los mercados. El “no pasarán” actual: los desafíos del presente La desaparición del fascismo clásico no debe dar lugar a infundados optimismos.
Si bien no creemos que sea posible la estabilización a largo plazo del neofascismo a escala global, en la coyuntura inmediata plantea desafíos de enorme importancia. De ahí la importancia de diseñar una estrategia de lucha internacional en contra del proyecto neofascista y sus agentes. Claro que aquí tropezamos con un problema. Durante las grandes movilizaciones en contra del ALCA la izquierda latinoamericana avanzó en la coordinación de sus luchas en los diferentes espacios nacionales con el ánimo de oponerse al proyecto anexionista del imperio, el principal diseñado para nuestra región para todo el siglo XXI. Las sucesivas versiones del Foro Social Mundial de Porto Alegre fueron la expresión más rotunda y multitudinaria de estos esfuerzos. Y el resultado final fue la derrota del ALCA en Mar del Plata, en Noviembre del 2005. Sin embargo, cuando el Consejo Internacional del Foro Social Mundial trató la cuestión de crear una instancia formal de articulación de las luchas libradas en los cinco continentes en contra del capital, la mayoría de ese órgano se manifestó en contra y la iniciativa fue archivada. El argumento utilizado fue que la misma recrearía a la “funesta Tercera Internacional” de la época de Stalin sometiendo a los distintos movimientos sociales y fuerzas políticas (estas últimas admitidas a regañadientes luego de las dos primeras ediciones del FSM) a los dictados de un nuevo Vaticano supuestamente revolucionario. Pocas decisiones podrían haber sido más desafortunadas que ésta porque la lucha contra la oleada neofascista, o el extremismo derechista de nuestros días, tiene pocas probabilidades de éxito si no se libra en el plano internacional. Y la razón es fácil de comprender: la “burguesía imperial”, a la que ya nos referimos más arriba, se desenvuelve como un actor unificado que juega en el tablero geopolítico y geoeconómico mundial y mueve sus piezas nacionales en función de un diseño estratégico único y global.
Por eso, la lucha contra los transgénicos de Monsanto, hoy adquirida por la Bayer, mal puede ser exitosa si la realizan por separado los campesinos de Mozambique, los pequeños agricultores del Valle del Po en Italia, las comunidades originarias de los valles andinos y los trabajadores sin tierra de Brasil. No coordinan ni el momento, ni la táctica, ni el lugar físico de la lucha. Por lo tanto, las probabilidades de que ese esfuerzos sean exitosos son cercanas a cero. Claro está que si el capitalismo global puede coordinar la defensa de sus intereses en el plano internacional, recurriendo entre otros dispositivos al fortalecimiento de movimientos populistas de derecha, o neofascistas, es porque cuenta con enormes recursos financieros, tanques de pensamiento que aportan investigaciones y proyectos, medios de comunicación que difunden imágenes benéficas de la obra “civilizatoria” del capitalismo (defensa de las libertades, derechos humanos, democracia, etcétera) y recursos para viajes y eventos, como por ejemplo sus anuales reuniones en Davos, la verdadera “Internacional del Capital”.
Ante ello, ¿qué pueden hacer los movimientos populares, que escasamente pueden reunirse al interior de sus propios países? Los costos de una reunión presencial suelen estar más allá de los magros recursos financieros de las organizaciones del campo popular, 38 sobre todo en países de extensos territorios como la India, Brasil, Argentina, Kazajistán, Argelia, la República Democrática del Congo, México, Indonesia, Sudán y Libia, para no citar sino los más extensos. En la actualidad esta limitación puede sortearse, al menos parcialmente, mediante la utilización de las múltiples plataformas de videoconferencias cuyo uso creció exponencialmente durante la pandemia del Covid-19. Pero, aún con esta posibilidad de discusión colectiva, el paso siguiente: por ejemplo, reunir a representantes campesinos en frente a las oficinas centrales de la Bayer en Alemania requiere de unos recursos extraordinarios. ¿Es imposible? No, pero se requiere de un esfuerzo excepcional que no siempre está al alcance de las organizaciones populares. El combate en la arena internacional requiere, por lo tanto, atender a las consideraciones precedentes, a las cuales hay que agregar otras más. Por ejemplo, es necesario potenciar la utilización de las redes sociales para facilitar la coordinación internacional de las luchas, terreno en el cual nuestros avances han sido bastante reducidos. Necesitamos que cada militante se convierta en un guerrero digital. También, promover medios de comunicación como Telesur o las radios y medios gráficos de alcance regional para romper el cerco informativo que oculta las luchas populares o las resistencias que suscita el avance del neofascismo.
En ese sentido, Latinoamérica y buena parte del Caribe tienen una ventaja extraordinaria en relación a otros continentes como África o Asia. Nuestros países cuentan con una ventaja excepcional que es su homogeneidad lingüística, cosa que no existe en África y Asia. La progresiva dilución de la frontera lingüística entre el castellano y el portugués en Sudamérica hace que representantes populares puedan sentarse en torno a una mesa, comunicarse fluidamente y concebir estrategias compartidas de acción colectiva. Cosa que, por ejemplo, no existe en África o inclusive al interior de inmensos países como la india. Como recapitulación, podríamos sintetizar los desafíos de esta manera. En primer lugar hay que ser conscientes de que si se encaraman al poder las formaciones políticas contemporáneas que venimos caracterizando en el presente módulo podrían ser tanto o más brutales y represivas como sus ancestros clásicos.
Antonio Gramsci sobrevivió once años en las cárceles de Mussolini en Italia; en la Argentina de la dictadura genocida no habría sobrevivido más que un par de días. O sea, que no por tratarse de “neofascismos” o “derecha extremas” estamos en presencia de versiones “blandas” y menos fanáticas que sus predecesoras. Probablemente sean algo igual o peor, habida cuenta de los desarrollos tecnológicos actuales que le han conferido a los poderosos un arsenal de recursos de manipulación, vigilancia y control políticos inimaginables hace casi un siglo atrás. La Inteligencia Artificial, la robótica, los fenomenales avances de la informática, la trama envolvente de los algoritmos transforman la imagen del Gran Hermano de la novela de Orwell en un personaje bonachón y casi desarmado por comparación a los recursos de los que hoy dispondrían regímenes neofascistas. O sea, el peligro que plantean estas nuevas expresiones de la derecha es de una gravedad inusitada.
En segundo lugar, esto nos enfrenta de manera muy frontal con el tema de la respuesta que deben dar las fuerzas de izquierda (y el campo progresista en general) ante tamaños desafíos. Respuesta que debe darse en dos planos: por un lado, en el terreno de las instituciones políticas, es decir, en el ámbito electoral, en la medida en que la vía insurreccional no parece estar a la orden del día en la gran mayoría de nuestros países. Y, en función de ello, la gestación de una política de alianzas que impida el triunfo de los partidos neofascistas y, sobre todo, que pueda capturar su desilusionada base social, insatisfecha ante las promesas incumplidas de las democracias, e incorporarlas a un proyecto de reformismo radical. Esto será, inevitablemente, un proceso gradual que no ocurrirá de la noche a la mañana sino que se extenderá por varios años. La concientización al estilo de lo propuesto por Paulo Freire será crucial para asegurar la conformación de una fuerza contestataria que derrote al neofascismo en las urnas. Pero, y este es el tercer desafío, una victoria electoral no sería suficiente en la medida en que la “potencia plebeya”, como la denominara García Linera, no acompañe activamente desde calles y plazas la gestión de un gobierno que pretenda cambiar todo lo que debe ser cambiado en una secuencia y con un ritmo compatible con la correla- 39 ción de fuerzas realmente existente. Por supuesto, siendo conscientes de que aquélla, la correlación de fuerzas, está lejos de ser una esencia ontológicamente inmutable sino que es la resultante, siempre cambiante, de la praxis política. Y que para que vaya modificándose en una dirección políticamente progresiva es necesario desplegar esa “dirección intelectual y moral” de la que hablaba Gramsci y que creaba un nuevo sentido común. Y que tal tarea educativa debe ir acompañada por un intenso proceso de organización y articulación que contrarreste las tendencias hacia la fragmentación y la repulsa de todo lo que sea colectivo que ha impuesto la cultura neoliberal desde hace décadas. Concientización y organización van de la mano, y ambas serán necesarias para combatir exitosamente a la amenaza de un mundo dominado por regímenes neofascistas.
Bibliografía
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Fuente: REDH