Culturales

Hilma af KIint, la abstracta

Por Sandra Russo.

Como si fuera una nueva categoría trasversal a diferentes ámbitos y disciplinas, las que fueron invisibles salen del anonimato con la fuerza que les da su propia reserva, su propio desinterés en los subproductos de la literatura, la fotografía, las artes plásticas, el pensamiento –los laureles, la fama, los premios, la cotización, el dinero, el prestigio, todo eso–.

Hilma af Klint es una de ellas, y su obra monumental y enigmática hoy es motivo de celebración en los Guggenheim del mundo, personajes de comic la vuelven popular y se apuran los ensayos sobre la que ya muchos llaman la verdadera madre del arte abstracto.

Recién en los ’80 del siglo pasado se abrieron enormes cajas que permanecían desde hacía cuarenta años cerradas en el Museo de Arte Contemporáneo de Estocolmo. Contenían 1200 pinturas, cientos de escritos y 15.000 anotaciones en cuadernos de apuntes. El nombre de su autora no decía nada de nada. Era lo que ella había planeado: que los 20 años transcurridos después de su muerte –que se estiraron a 40–, dejaran a su obra hablar por sí misma, y lo que dijo la obra a la historia del arte ya narrada, es que los iniciadores del arte abstracto, reconocidos hasta entonces en Mondrian, Malevich y Kandinsky, habían tenido una precursora ignorada mucho antes de que ellos tres rompieran lanzas con lo figurativo.

Y como si eso fuera poco, Hilma af Klimt había dejado constancia, en su otra obra paralela y pública como paisajista experta y botánica aficionada, de que había sido técnicamente capaz de capturar con belleza y precisión el mundo real, pero que en su vida secreta había optado por ser una pintora médium que transportaba al lienzo lo que le dictaban los espítitus.

Hilma nació en l862, en Slona, un pueblo cercano a Estocolmo. Cuarta hija de una familia proclive a las bibliotecas y el saber científico. Padre matemático. Veranos campestres. A los dieciocho años, vio morir a su hermana menor, de diez, por gripe. Ese impacto la acompañó toda su vida.

En l882, obtuvo su título en la Real Academia Sueca de Técnicas y Bellas Artes de Estocolmo: fue una de las primeras mujeres europeas en formarse académicamente en Bellas Artes. Su técnica en paisajismo era impecable. Sus retratos le dieron cierta repercusión. Pero mientras hacía esa vida artística que la puso en contacto con la bohemia nórdica de su época, Hilma tenía una vida paralela y secreta que transcurría entre ciencias ocultas y espiritismo.

Eran años de grandes descubrimientos científicos. La radiación electromagnética o los rayos X dieron impulso en el mundo espiritista a la confirmación de la existencia de un mundo paralelo al material. Hilma buscaba rastros de su hermanita muerta en sesiones de contacto con los espíritus. Los grupos ocultistas proliferaban y Hilma creó el suyo: Las Cinco. Eran ella y cuatro amigas que se juntaban durante años los viernes para practicar como médiums la escritura y la pintura automáticas. El resultado de esos años de producción fue la serie Las Pinturas del Templo, que era la más grande de las que cuarenta años después de su muerte estaban embaladas y olvidadas en el Museo de Arte Contemporáneo de Estocolmo.

Cuando en los años ’80 se abrieron esas enormes cajas, lo que apareció fue una colección descomunal de pinturas de más de 3 metros de altura por más de dos de ancho, en las que las geometrías protagonizaban interpretaciones abstractas de la vida, la infancia, la vejez, el microcosmos, lo femenino y lo masculino. Círculos, óvalos, triángulos, líneas y espirales que le habían sido dictadas a Hilma durante sus sesiones de Las Cinco y que había pintado sin repasar luego y sin planificar antes. Los colores eran pasteles, diferentes a los elegidos por los pintores abstractos que aparecieron más tarde.

En su momento, ya residente en Suiza y miembro de la Sociedad Teosófica a la que la había llevado su amigo Rudolf Steiner, Hilma le había encargado a un joven pariente que guardara toda su obra abstracta en una casa familiar de su pueblo natal y le hizo firmar unos papeles por los que se comprometía a no hacerla pública hasta veinte años después de su muerte porque “nadie la entendería”. Con el paso del tiempo llegaron nuevos dueños a esa granja, y se encontraron con esos embalajes que les molestaban. Como vieron que se trataba de pinturas antiguas, las llevaron al Museo, que tardó otros años en ocuparse de averiguar qué contenían.

Con más de ochenta años, un día de 1944 salió a la calle y fue atropellada. Ese mismo año murieron, mucho más jóvenes que ella, Kandisky, Mondian y Munch.

 

Tomado de Página/12.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *