Cuba

Matanzas: Aliviar el dolor de las llamas

Por Boris Luis Alonso Pérez.

La alarma sonó a las 6:30 de la mañana y el celular a las 6:31.

– ¡Mi niño!

– ¿Qué pasó mima?

– ¡Explotó el segundo tanque y la muchacha que estudió contigo, la periodista deportiva, está en el hospital!

El llanto ahogó las palabras de mi madre. En medio de la oscuridad de la casa tropecé con las sillas mientras me vestía, no había tiempo. El miedo evitó que atinara a lo más lógico: llamar primero, correr después.

Por la parada no pasaba ni una sola guagua con rumbo al hospital Faustino Pérez, pero las pipas de agua y las ambulancias en la dirección contraria parecían nunca acabarse. Al final tomé un transporte que recorría la mitad del camino y la distancia restante la hice a pie.

Entré por la puerta de emergencias del hospital y la recepcionista apenas alcanzó a ver mi identificación de periodista. Subí las escaleras como si cada segundo contara, como si mi llegada pudiera aliviar el dolor de las llamas. Busqué a Melisa en cada cuarto pero mi amiga no aparecía. Cuando la doctora me preguntó «¿a quién buscas?», atiné a decirle «una rubia flaca, de pelo corto», como si Melisa fuera la única rubia flaca de pelo corto en Matanzas.

Fue casi una hora y media después que recordé que el italiano Antonio Meucci había inventado el teléfono. Saqué mi celular y marqué el número de mi amiga.

– ¿En qué cuarto estás?

– Ya estoy en mi casa, lo mío no fue tan grave, tranquilo, estoy bien, lo que no se me pasa es el susto.

Más tarde descubriría que tras aquella respuesta predeterminada que de seguro habría pronunciado cientos de veces en una mañana, se escondía un ejemplo de valor y compromiso con el periodismo. Pero aquellas palabras me devolvieron de golpe a la realidad. Estaba en medio de la Sala Jota del hospital y alrededor mío descansaban decenas de historias que también merecía ser contadas.

La doctora me exigió que no diera nombres, con diecisiete desaparecidos no sería justo con el resto de las familias, con aquellas que no tenía heridos que cuidar. En un momento como ese nada debe atentar contra la esperanza, porque para muchos, es lo único que queda.

Pocos tenían fuerzas para hablar, para contar lo que vivieron. Un joven me dijo que no podía salir por la radio, que su abuela no sabía que él estaba allí y que ella padecía de la presión. Mientras se mantenía hecho un ovillo sobre la cama, con el abdomen vendado.

Se me estrujó el pecho cuando vi a aquel gigante musculoso, que me doblaba el tamaño y el peso, llorar como un niño: «periodista, sentí como la cara se me calentaba, tardé unos segundos en darme cuenta que me estaba quemando, cerré los ojos porque pensé que podría quedarme ciego y corrí hacia donde sentí menos calor, mis dos compañeros no tuvieron esa suerte».

Conversé con un anciano delgado de unos sesenta años, en el cuarto donde se realizan las curas, mientras las enfermeras le aplicaban las cremas: «periodista yo estoy bien, eso de la espalda no es nada, yo voy para allá nada más que salga del hospital, aquí no hay miedo».

La mamá de la muchacha no me dejó atravesar la puerta de la habitación: «ella no quiere que sus amigos la vean así». Más tarde descubrí que era una estudiante de medicina que trabajaba de voluntaria con la Cruz Roja. Cuando regresé más tarde al hospital ya la habían dado de alta.

Llegado un punto la psicóloga que atendía a los pacientes me orientó que me fuera, que ya era suficiente. Recordar una experiencia tan cercana a la muerte, no es bueno para la salud de nadie.

Pero aquella mañana me faltaban aún unas cuantas historias más por documentar. Vi bomberos con quemaduras leves exigiéndole a sus superiores regresar hacia el incendio, vi a personal de la salud de toda la provincia Matanzas llegar al hospital por sus propios medios y brindarse de voluntarios, vi a cuentapropistas prestar sus carros gratis para aliviar el trabajo de los doctores y trasladarlos hacia sus casas, vi a cientos de personas hacer cola para donar sangre. Aquella mañana vi a un pueblo entero volverse uno para enfrentar el dolor y las llamas.

Tomado de Alma Mater/ Foto de portada: Vladimir Zayas / Bohemia.

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