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Argentina: La masacre de Trelew, 50 años después: “Vi cuerpos amontonados uno encima del otro, acribillados y hechos un colador de tiros”

Esa madrugada de agosto Agustín Magallanes se despertó por lo que describió como interminables ráfagas de metralleta. Quedó impactado al ver cuerpos baleados y sobrevivientes que se arrastraban por los calabozos con quejidos de dolor. Su confesión ante Ilda, la viuda de Rubén Toschi.

Declaración. Magallanes y un testimonio de primerísima mano

Despierto a la fuerza, la madrugada del 22 de agosto del 72 Agustín Magallanes vio un grupo de oficiales discutiendo a los gritos en la entrada de los calabozos de la Base. Aprovechó para colarse por el pasillo angosto y quedó mudo. “Vi los cuerpos amontonados tirados en el piso de la entrada, los detenidos inmóviles uno encima del otro, acribillados, hechos un colador de tiros. Al fondo del pasillo había sangre, algunos se arrastraban y se escuchaban quejidos de dolor”.

Se encontró a su jefe, el teniente Roberto Bravo, que prendía un cigarrillo sentado en un banco largo, ya fuera de la zona de los presos muertos. Habían pasado minutos de los disparos. Se llevaba mal con Magallanes. “Le pregunté qué había pasado y me contestó una incoherencia: `Acá se termina mi carrera´, me dijo. Luego me maltrató y me echó. Fue una cosa impactante y traumática que me afectó”.

El testigo declaró 3 horas y media con detalles clave para la causa. Era oficial de la Infantería de Marina y otro de sus superiores era el capitán Luis Emilio Sosa. Esa madrugada Magallanes dormía a pocos metros del lugar. Lo despertaron las ráfagas. “Fueron muchísimos tiros de secuencias muy largas, lo cual no era habitual porque lo que se aconseja son ráfagas cortas e interrumpidas. Era como si se hubiesen prendido al disparador de la ametralladora y no que a alguien se le haya escapado un disparo”.

Corrió a la guardia apenas vestido, junto con otros compañeros. Pensó que era un ataque a la Base. En el hall del edificio principal vio mucho desorden y gritos. Todos iban y venían. El lío era tal que a nadie se le ocurrió prender las luces. Se encontró con un suboficial de guardia. “Estaba refugiado en un rincón, arrinconado y asustado. Fue el primero que me dijo que los tiros venían del calabozo”.

Alguien alertó por teléfono al jefe de la unidad, Rubén Paccagnini, quien llegó y empezó a discutir y repartir órdenes a los gritos. “Entró rápido y exaltado. Nunca lo había visto así. Pidió desalojar porque había muchos curiosos, como si fuese un accidente”. Magallanes aseguró que el único que trató de tranquilizar a la tropa fue el jefe de la Infantería de Marina, Alfredo Fernández.

En cuanto pudo llegó a los calabozos. Atravesó la discusión de los oficiales. Ya había médicos y enfermeros. Y cadáveres tirados con los pies sobre el pasillo y el tronco dentro de la celda. “El médico iba persona por persona tomando el pulso con un estetoscopio y un maletín, me pidió ayuda y tuve que correr los cuerpos de la entrada para que pudiera pasar. Los corrí, el médico pasó y se dedicó a los que estaban heridos. Ninguno había salido del pasillo”.

La ropa de los guerrilleros estaba rota por varios impactos de bala. Era fácil darse cuenta porque no estaban muy abrigados. Colaboró en la escena hasta que alguien lo echó.

Primero el testigo fue contradictorio y casi no había dado estos detalles. Hasta que el fiscal federal Fernando Gélvez exigió que se leyera su primera declaración de la causa, repleta de datos. “No puede ser que le falle la memoria justo ahora”, se molestó. “Si lo dije en esa ocasión lo sostengo. Sucede que no quiero resultar perjudicado por una palabra mal dicha ni confundir lo que realmente recuerdo con lo que leí luego acerca de los hechos”, se justificó Magallanes, temeroso del falso testimonio.

Participó de la reconstrucción del episodio en los calabozos que ordenó el juez militar, Jorge Bautista, el 23 de agosto. Un fotógrafo subido a una escalera registró el simulacro y un uniformado lo escribió a máquina, paso por paso. Sobre una mesa, las armas que se usaron. Se ubicaron como tiradores fueron Bravo, Emilio Del Real, Carlos Marandino y Marchand. Los dos primeros con pistola, los otros con metralleta. Ni Sosa ni el contador Raúl Herrera portaron armas.

Ese día Sosa relató la versión oficial ante Bautista, que Magallanes escuchó de primera mano: el capitán había pasado entre la fila de presos, le manotearon el arma, forcejeó y ordenó a los otros cuatro disparar. Ante el juez militar esos cuatro admitieron haber abierto fuego. Sosa se zambulló en un calabozo para no ser herido. “Sin embargo el pasillo era muy angosto y hombro contra hombro no cabían 3 personas, de eso estoy seguro”, aclaró Magallanes. “Yo cerré los ojos porque simularon apuntarme a mí y eso me impresionó”. Otros militares presenciaron la reconstrucción de Bautista.

El día de la Masacre, como sucedió con todas las jerarquías, Magallanes y otros oficiales fueron reunidos por Fernández en una oficina de la Base. Oyeron la versión oficial del intento de fuga. “La creí pero luego de la reconstrucción esa hipótesis entró en crisis. Yo no hubiese pasado armado entre dos filas de gente peligrosa”, le dijo al tribunal. “No es lógico porque la única forma de pasar era tocarse y el consejo es poner distancia siempre”.

El testigo describió a Sosa como un militar “de esos que les gusta mortificar el cuerpo del resto de la gente para forjarse y hacerse más duro”. Magallanes era responsable de mantener el parque automotor de la Base. Pero igual el capitán lo hacía correr diez kilómetros cada mañana.

Sosa y Bravo se esfumaron de Trelew. Nadie se atrevió a preguntar por ellos. “Desaparecieron, dejaron de ejercer sus mandos y lo pude notar porque el contacto con ellos era parte de nuestra rutina y por ejemplo, Bravo era quien recibía mi parte diario”, graficó Magallanes.

Entre ambos jefes “había una relación muy estrecha y se llevaban muy bien; coincidían en la manera de conducirse y de hacer las cosas. Siempre estaban de acuerdo y Bravo solía apoyarse en Sosa, por lo cual no había posibilidad de modificar ni recurrir las decisiones que se tomaban”.

El personal de la Base se sorprendió al enterarse de la presencia de Herrera en los calabozos esa madrugada. “¿Qué hacía un contador en actividades ahí? Nos daba curiosidad porque no era habitual. Todo lo que pasaba era bastante anormal y traté de vivir en silencio todo lo que me tocó pasar”.
Magallanes confirmó lo que otros testigos contaron: Sosa fue el responsable de elegir y organizar a los hombres que serían parte de una guardia especial para los guerrilleros. Ese cuerpo sólo le respondía a él. “Separó a un grupo que se dedicaría a eso y no saldría de la Base. Él decidía quién saldría a rastrillajes y controles de tránsito y quiénes se quedaría al control de los detenidos”.

Magallanes fue el primer testigo en confirmar que el día de los fusilamientos aterrizó en la Base el jefe del Estado Mayor Conjunto, vicealmirante Hermes Quijada. También el capitán de navío Horacio Mayorga, jefe de Operaciones en Puerto Belgrano. De él dependían las bases de esta parte del país. Otro que llegó a Trelew fue el comandante de la Infantería de Marina, cuyo nombre el testigo olvidó. No quedó claro si compartieron avión o llegaron por separado. Pero todos estuvieron unas pocas y misteriosas horas.

Ilda Toschi, la viuda de Rubén, una de las víctimas, encaró a Magallanes apenas bajó del escenario. Se presentó. El militar retirado se desorientó un poco. “Mire, disculpe que lo interpele así pero quiero saber cuál es su opinión de lo que pasó aunque los jueces no se lo hayan preguntado”. El hombre la miró y señaló un libro que llevó bajo el brazo en todo momento en su declaración. “Señora, lo que yo opino es exactamente lo que está escrito acá, que para mí es lo que pasó, no tengo dudas”. Era “La patria fusilada”, de Paco Urondo, la entrevista a los 3 sobrevivientes, una especie rara en manos de un capitán de navío retirado. En varias ocasiones el testigo dijo que varios detalles del 22 “ahora los sé gracias a este libro”.

Tomado de Resumen Latinoamericano Argentina.

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