Culturales

Víctor Jara eterno

Por Mario Amorós

«Canto, qué mal me sales / cuando tengo que cantar espanto. / Espanto como el que vivo, / como el que muero, espanto / de verme entre tantos y tantos / momentos de infinito / en que el silencio y el grito son las metas / de este canto.»

Víctor Jara es uno de los símbolos universales de la canción revolucionaria en su sentido más profundo. Nacido en Santiago de Chile el 28 de septiembre de 1932, sus primeros años transcurrieron en el mundo rural, en las proximidades de la ciudad de Chillán, donde su padres, Amanda y Manuel, trabajaron durante varios años como campesinos en condiciones de servidumbre casi feudal. Posteriormente, se trasladaron a la localidad de Lonquén, cerca de la capital. Durante aquel tiempo su madre, que interpretaba las canciones campesinas transmitidas por la tradición oral, le inculcó la devoción por la música folclórica y el amor a la guitarra. Así, cuando en agosto de 1970 le preguntaron por “las raíces de su obra”, afirmó que residían “en el canto del pueblo”…

Llegó a vivir a Santiago de Chile hacia 1943, en un momento histórico en el que el Gobierno del Frente Popular había desarrollado una política cultural que favoreció la creación del Teatro Experimental de la Universidad de Chile, en cuya escuela ingresó en abril de 1956 después de pasar dos años en un seminario católico y de realizar el servicio militar. En los años 60 fue uno de los principales directores de la escena nacional, con su trabajo en Ánimas de día claro, La remolienda, El círculo de tiza caucasiano o Viet-Rock, estrenada en mayo de 1969. “Es hora de que nuestro teatro encarne escénicamente la violencia de la lucha de clases en Chile”, declaró en aquellos días. “No quiero montar un espectáculo burgués para seudointelectuales. El teatro en Chile debe tomar partido claramente”.

Al mismo tiempo, si su carrera musical se inició entre 1958 y 1962 como miembro del conjunto folclórico Cuncumén, desde 1965 cantó como solista en la Peña de los Parra y empezó a grabar sus primeros discos, con una gran acogida. Junto con Patricio Manns, Isabel y Ángel Parra y Rolando Alarcón, fue protagonista del desarrollo de la Nueva Canción Chilena y entre 1966 y 1969 dirigió al conjunto Quilapayún. Uno de sus fundadores, Eduardo Carrasco, ha escrito que las primeras enseñanzas que les transmitió fue el rigor, la concentración y la seriedad en el trabajo. “Establecimos horas estrictas de comienzo y término de los ensayos y una serie de pequeñas normas que no nos han abandonado desde esa época y son las bases más importantes de nuestro trabajo. Una norma de oro, por ejemplo, es que el punto de partida de la música debe ser el silencio”.

En enero de 1970, ante la campaña electoral que finalmente llevaría a Salvador Allende a La Moneda, Víctor Jara relegó de manera definitiva su trabajo teatral y se volcó con su guitarra y sus canciones en el apoyo a la Unidad Popular. Entre 1969 y 1973 grabó sus principales discos: Pongo en tus manos abiertas (su homenaje a Luis Emilio Recabarren, fundador del Partido Comunista de Chile), Canto libre, El derecho de vivir en paz (su tributo a la lucha heroica del pueblo vietnamita), La población y las canciones del póstumo Manifiesto, que su esposa, Joan Jara, publicó en 1974 en Inglaterra. La Discoteca del Cantar Popular (DICAP), el sello discográfico creado por las Juventudes Comunistas en 1968, publicó el primero, el tercero y el cuarto de esos trabajos.

Asimismo, entre 1971 y 1973 viajó a México, Venezuela, Costa Rica, Argentina, Cuba, la URSS o Perú. Acompañado de su inseparable guitarra, en aquellos recitales interpretaba sus canciones, singularmente “Te recuerdo Amanda”, tema que compuso durante su estancia en 1968 en Inglaterra para profundizar en su formación como director de teatro. “A mí me estremece siempre cantar ‘Te recuerdo Amanda’; me produce un estado de emoción que, aunque la cante mil veces, mil veces la siento igual”, señaló en 1973.

A principios de aquel año, participó activamente en la campaña del Partido Comunista de cara a las elecciones legislativas, en las que la UP logró una victoria moral. En los meses siguientes, su labor creadora se consagró a alumbrar un conjunto de canciones que dejaron constancia de la altura ética, estética y política de su compromiso, esculpida en aquellos versos de “Manifiesto”: “Mi canto es de los andamios / para alcanzar las estrellas”. En su recorrido por Perú, en los últimos días de junio y las primeras semanas de julio de 1973, tras conocer Cuzco y Machu Picchu, quedó conmovido ante la verdadera profundidad, cultural e histórica, de “las raíces del canto”. El 4 de septiembre, en la última y multitudinaria manifestación de la UP, sostuvo junto con sus compañeros una pancarta que proclamaba: “Trabajadores de la cultura en contra del fascismo”. En aquellos días tuvo en sus manos el último disco suyo que llegó a ver, Canto por travesura (DICAP), una auténtica travesía de retorno a la pureza del folclore que acompañó su infancia.

El 11 de septiembre de 1973, cerca de las once de la mañana, llegó a la Universidad Técnica del Estado (UTE), en cuya Secretaría Nacional de Extensión y Comunicaciones trabajaba desde 1971, tras escuchar el llamamiento a los trabajadores del presidente Salvador Allende desde La Moneda y recibir las instrucciones de la dirección de las Juventudes Comunistas, a cuyo Comité Central pertenecía desde hacía un año. Por la tarde, cerca de mil personas se quedaron allí encerradas, al entrar en vigor el toque de queda decretado por la Junta Militar, y cercadas por los militares golpistas. Al amanecer del día siguiente, aquella universidad fue bombardeada y asaltada por diferentes agrupaciones del Ejército. Centenares de personas, entre ellas Víctor Jara, fueron obligadas a permanecer tumbadas, boca abajo y con las manos en la nuca, en los patios o canchas deportivas, mientras los militares registraban como salvajes el recinto.

Hacia las tres de la tarde, se inició el traslado en autobús de los prisioneros de la UTE al Estadio Chile (denominado hoy Estadio Víctor Jara), situado a apenas un kilómetro y medio de distancia. Cuando se disponía a ingresar en este pabellón polideportivo, fue identificado por un oficial, según ha declarado Boris Navia. “Ese miserable me lo traen para acá”, gritó; dos soldados lo llevaron ante él y, “desaforado e histérico”, empezó a propinarle golpes y puntapiés por todo su cuerpo, uno de ellos en pleno rostro, en medio de una catarata de insultos y palabras llenas de odio hacia sus canciones y su compromiso político. Privado de alimentos y agua, posteriormente fue golpeado, vejado y torturado por oficiales y soldados, vestidos todos en uniforme de combate.

Hacia el mediodía del 13 de septiembre pudo enviar el último mensaje a su esposa con un compañero, Hugo González, que iba a ser puesto en libertad. Le confesó su temor de no volver a ver a su familia y le rogó que no le creara falsas expectativas acerca de un posible plazo para su libertad. Y, cuando una lágrima recorrió su rostro y cayó sobre su camisa, le indicó: “Hugo, diles que estoy bien. No menciones los golpes, no hables sobre lo que están haciendo conmigo. No quiero que ellas lo sepan”. Aquella tarde, pudo unirse a un grupo de prisioneros vinculados a la UTE y las Juventudes Comunistas; caminaba con mucha dificultad, tenía algunas costillas rotas y la cara llena de moratones y ensangrentada, al igual que la ropa.

A lo largo del 15 de septiembre, el recinto se fue quedando vacío según avanzaba el traslado de los “prisioneros de guerra” hacia el Estadio Nacional. Pero, casi en el último momento, Víctor Jara fue apartado de esas filas y conducido al subterráneo, donde fue acribillado por oficiales del Ejército, condenados en 2018 por la justicia chilena pero aún hoy en libertad, al igual que el abogado comunista Littré Quiroga. Horas antes, había podido entregar a sus compañeros su poema “Estadio Chile”, que quedó inconcluso y que el Partido Comunista logró sacar del país dos semanas después. En su parte final expresó: “Canto, qué mal me sales / cuando tengo que cantar espanto. / Espanto como el que vivo, / como el que muero, espanto / de verme entre tantos y tantos / momentos de infinito / en que el silencio y el grito son las metas / de este canto. / Lo que nunca vi, / lo que he sentido y lo que siento / hará brotar el momento…”

En el testimonio entregado para mi biografía, el trovador cubano Silvio Rodríguez evoca su viaje de 1972 a Chile, junto con Pablo Milanés y Noel Nicola, para participar en el VII Congreso de las Juventudes Comunistas. “Un año después lo asesinaron con saña, pero aquella vileza no fue lo que lo inmortalizó”, señala. “Ya Víctor era un cantor eterno por la exquisita calidad estética y ética de sus canciones”.

Tomado de Rebelión

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