Culturales

Fidel. Sinfonía de las manos

Por Octavio Fraga Guerra * / Colaboración para Resumen Latinoamericano.

 

La cámara se apresta a congelar una escena. Se abre el diafragma, se expande sobre un eje imaginario y, cual si nada, se cierra con los ardores de velocidades inconfesables. Recibe, por los poderes de un instante, una vigorosa luz inscrita sin nombre. Las sombras hacen su parte, calibran la puesta, redondean el discurso que se materializa por la voluntad de muchos, por la hidalguía del personaje. Y claro está, por el talento del autor de esta pieza, que busca encumbrar un momento, dibujar con signos los trazos de un hombre simbólico.

Como en muchas otras contiendas de su vida, Fidel no se quitó su traje verde olivo. Con la pasión que definen sus actos encara el desafío. Empuña los ardores de un bate erguido, que se exhibe observante, declarado compinche, dispuesto a destronar la pelota e impulsarla más allá de los confines del estadio. Una multitud acecha el momento del impacto para hacer una captura cómplice, un fildeo de manos entretejidas que parece, a vista de pájaro, un abrazo.

Los minutos parecen leyendas. El tiempo sabe a vigilia y los versos de una oralidad desbordante se agitan expectantes. La mirada de Fidel apunta hacia un objetivo preciso, hacia un horizonte dibujado donde habita el mar y las florestas de cúmulos nimbos entrecruzados. Es ese mar irreverente que nos arropa, son esas palmas reales que nos declaran.

El Comandante delinea una pose anticipadora. Se afinca sobre sus botas de muchas batallas empinando la espalda y levantando la barbilla, pues la bola vendrá con fuerza y el ángulo del bate lo decide todo. Se apertrecha del poder de sus manos para calibrar la longitud y el alcance de sus brazos. Todo está por suceder.

El tiempo en esta escena no importa. Su reloj experimenta el trazo curvo de su mirada, un soliloquio de sustantivos dejados en el montículo. La meta es empinar la pelota hacia donde habita la leyenda.

Los tambores rumberos agitan las sonoridades de un recinto horondo. El vuelo está por desatarse y el Comandante se encuadra risueño, pícaro, desafiante. Toda una gestualidad reunida ante una bola que está por irrumpir en el home. La palabra derrota no habita en los anaqueles de su diccionario, el empeño es el verso de su vida, la praxis de su metáfora.

Se produce el lanzamiento, la pelota recorre unos sesenta pies en el tiempo de un zumbido. Fidel pinta un ángulo curvo con sus manos y la pelota sacude el viento, el cúmulo contenido en los parajes del estadio. Las voces de una multitud enardecida se aprestan a tomar al vuelo ese coro de muchos y se produce el hechizo, el abrazo entre todos.

El sonido del impacto marca otra hora en el reloj del Comandante. Es un tiempo de paralelismos, de enconadas curvas que dibujan una pelota empeñada en saberse más allá de los límites posibles. Las líneas se subvierten, el tiempo se alarga más allá de todo pronóstico. Se desata el diálogo entre dos, entre tres, entre muchos, la fraseología desbordada, la algarabía por la victoria, la empatía ante el impacto de un pelotazo, que es la fuerza de un hombre moral.

 

(*) Periodista cubano y articulista de cine. Especialista de la Cinemateca de Cuba. Editor del blog Cine Reverso.

Foto de portada: 5ta. Serie de Pelota, Estadio del Cerro / Liborio Noval (1977).

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