Internacionales

Chile: 11 Septiembre 1973, un parteaguas que aún perdura

Por Geraldina Colotti.

El 4 de septiembre de 1970, en plena “Guerra Fría”, se realizaron en Chile elecciones presidenciales. Ningún candidato obtuvo la mayoría absoluta y por lo tanto, con base en la Constitución de 1925, el Congreso eligió entre los dos más votados. Un acuerdo entre los demócratas cristianos del presidente saliente, Eduardo Frei, y la izquierda —que, desde 1969, dio origen a la coalición de Unidad Popular (UP), a instancias del Partido Socialista y del Partido Comunista— desembocó en la victoria de Salvador Allende, cirujano y político socialista: con una mayoría relativa de sólo el 36,6% de los votos sobre los candidatos de derecha y democristianos.

Allende no era un desconocido, ya se había postulado para presidente en otras tres ocasiones. En los tiempos del siglo pasado —el siglo de las revoluciones—, su programa no contemplaba una revolución según el modelo cubano, sino una transición hacia el socialismo por la vía institucional: con una implicación activa de las clases populares y del movimiento obrero por un plan de reformas estructurales.

Su paquete de cuarenta medidas, aprobado inmediatamente después del 3 de noviembre, cuando asumió el nuevo gobierno, preveía la reforma agraria, la nacionalización de empresas, de minas (especialmente de cobre, del cual Chile tiene las mayores reservas del mundo) y de bancos; la redistribución de la renta y la participación de los trabajadores en la gestión de la economía.

Tres días después de que Allende asumiera el poder, su homólogo estadounidense, Richard Nixon, declaró que Chile era su principal preocupación, ya que Estados Unidos no podía permitir que el ejemplo se propague en su “patio trasero” sin consecuencias. Henry Kissinger, asesor de seguridad nacional de Estados Unidos, ya había hecho explícita la orientación del gobierno y de la CIA, unos meses antes de la elección de Allende: “No veo por qué tenemos que esperar y permitir que un país se vuelva comunista sólo por irresponsabilidad de su pueblo”, declaró.

El proceso de desarticulación institucional de Chile, organizado desde la Casa Blanca, comienza entonces con más fuerza. A través de una financiación gigantesca, Washington utiliza a la burguesía y a los terratenientes, a algunas grandes multinacionales y a las Fuerzas Armadas, entrenadas en las escuelas de tortura norteamericanas. A diferencia de lo que afirma la izquierda extraparlamentaria y especialmente el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (Mir), dirigido en su momento por Miguel Enríquez, UP piensa que los militares respetarán la voluntad popular. Está equivocado.

Contra el “peligro rojo” y un presidente que había ganado espacio en la escena internacional con un específico papel anticolonialista, la guerra sucia daría sus frutos con sabotaje, inflación inducida y propaganda mediática dirigida a las clases medias y al catolicismo nacional-conservador; y con atentados protagonizados por Patria y Libertad. En 1972, la ayuda militar era la única forma de asistencia proporcionada por Washington, que también se opuso a la posibilidad de que Chile renegociara su deuda externa. Estados Unidos había decidido “hacer gritar a la economía chilena”.

El 29 de junio de 1973, los militares leales al gobierno socialista frustraron un intento de golpe de Estado en Santiago (“El Tanquetazo”). Sin embargo, el 11 de septiembre de 1973, el gobierno estadounidense, apoyado también por la dictadura militar brasileña, logró su objetivo: varios sectores de las fuerzas armadas llevaron a cabo un golpe de Estado. Allende, con un grupo de compañeros, se refugia en el palacio de la Moneda y lucha hasta el final. El final es conocido, al menos por la verdad estatal: el presidente socialista se pegó un tiro antes de ser capturado. Sin embargo, según diversas investigaciones, fue asesinado durante los combates, dejando un mensaje de resistencia en sus últimos discursos públicos.

El final es conocido, al menos por el rastro de sangre que la dictadura militar dirigida por Pinochet dejó en los 16 años que duró, corroborada a nivel económico por las políticas de los “Chicago Boys“: el asesinato de al menos 3.200 personas, entre ellas más de mil desaparecidos y miles más de exiliados.

La “primavera allendista” duró sólo tres años, pero siguió siendo un hito y también una advertencia para quienes en el continente intentaban reconstruir un bloque social alternativo al neoliberalismo que se extendió tras la caída de la Unión Soviética. La derecha latinoamericana nunca ha abandonado su vocación golpista, que luego evolucionó hacia las formas del “golpe institucional” y el uso del poder judicial con fines políticos (lawfare). Y los gobiernos que inauguraron el “ciclo progresista” tras la victoria de Hugo Chávez en Venezuela (en 1998) tuvieron que tomar en serio la “lección” de Allende.

En formas más extremas o moduladas, han resaltado la necesidad de democratizar las fuerzas armadas, estableciendo, a nivel regional, escuelas de formación militar, alternativas a la norteamericana que entrenó a los dictadores del Cono Sur. El ejemplo más avanzado es Venezuela, donde la “unión cívico-militar” ha transformado a los militares en un “ejército de todo el pueblo” al servicio de la “paz con justicia social”; pero el resultado más importante es el de Brasil, donde se intentó revertir el rumbo de la doctrina militar de inspiración estadounidense, imponiendo otra a nivel regional. De hecho, a pesar de la presión de Trump y del legado persistente de la dictadura, las fuerzas armadas brasileñas no aceptaron invadir Venezuela en 2009, ni llevaron a cabo otro golpe de estado en Brasil bajo las órdenes de Bolsonaro.

Cincuenta años después del asesinato de Allende, y tras la difusión del lema thatcherista “no hay alternativa”, la izquierda latinoamericana ha constatado que sí existen alternativas al neoliberalismo, pero que hay que defenderlas con uñas y dientes. Y que, sobre todo, el modelo impuesto por Washington, 200 años después de la Doctrina Monroe, sólo beneficia a unos pocos. Por supuesto, en el intervalo entre la noche y el amanecer, advirtió Gramsci, surgen monstruos. El legado de las dictaduras sigue muy presente y la defensa del presidente chileno Gabriel Boric tiene bases mucho más frágiles que la de la UP.

Y el obstáculo insuperable para cualquier cambio real de dirección en Chile sigue siendo siempre la constitución impuesta por Pinochet. En 2020, el 78% de los votantes pidió en un referéndum que se cambiara. En septiembre de 2022, sin embargo, el texto propuesto por Boric, fruto de propuestas avanzadas desde la base, relativas a la igualdad de género, la defensa del medio ambiente y el reconocimiento de la identidad de los pueblos originarios, fue rechazado en las urnas con el 62% de los votos, tras una feroz campaña mediática.

Y una abrumadora preponderancia de la derecha y la extrema derecha heredera de Pinochet también propició la elección de los 50 miembros del Consejo Constitucional, que llevarán un texto a la medida de sus intereses al referéndum del 17 de diciembre, inicialmente previsto para noviembre. Sin una mayoría parlamentaria, el gobierno de Boric, bajo el chantaje de los poderes fuertes que siguen exprimiendo a Chile, está tratando de roer algunos jirones de reforma a través de compromisos. Sin embargo, ha terminado lejos de las esperanzas suscitadas por su elección en diciembre de 2021, cuando fue el presidente más votado en la historia del país.

Durante un acto con motivo del quincuagésimo aniversario del golpe, algunos de los invitados internacionales compararon el gobierno de Allende con el de Boric. Una yuxtaposición inesperada, no sólo porque el joven presidente procede de los componentes más moderados de la lucha estudiantil en 2011, sino sobre todo por sus posiciones en política exterior, más atentas a buscar acuerdos con Occidente y Europa que con los países socialistas del continente latinoamericano.

La escritora nicaragüense Gioconda Belli, ex guerrillera que prefiere vivir en Estados Unidos como opositora al gobierno sandinista, elogió a Boric: “un gran demócrata y un gran socialista” —dijo— por haber declarado que “el régimen de Daniel Ortega viola los derechos humanos y no es democrático”. Un juicio que el presidente chileno también ha reservado para otros gobiernos alejados de EE. UU., como Cuba y Venezuela, ignorando las denuncias de la violencia de los carabineros. Es poco probable que Allende, un socialista y antiimperialista, lo hubiera apreciado.

Mientras tanto en Chile, como en otras partes de América Latina, el fascismo no tiene complejos de culpa.

Pinochet murió en su cama en 2006, pero el líder de la extrema derecha chilena, José Antonio Kast, lo extraña, y admira la dictadura. Según una encuesta reciente, el 36% de la población piensa como él, convencido de que el golpe contra Allende estuvo motivado, frente al 16% que pensaba así en 2013. Y en las últimas primarias en Argentina ganó por abrumadora mayoría un ultratrumpista que reivindica descaradamente la dictadura militar, Javier Milei.

Mediante la imposición de medidas coercitivas unilaterales ilegales, Estados Unidos y sus aliados siguen “haciendo gritar” a las economías recalcitrantes de América Latina, pensando, básicamente, como entonces Kissinger: es necesario evitar que el ejemplo se difunda. En los momentos más duros del asedio norteamericano, la Venezuela actual se parecía sorprendentemente al Chile de la Unidad Popular, como lo describe Isabel Allende en la novela La casa de los espíritus:

“La organización era una necesidad, porque el camino al Socialismo muy pronto se transformó en un campo de batalla (…) la derecha implementó una serie de acciones estratégicas encaminadas a desgarrar la economía y sembrar descrédito contra el Gobierno.

La derecha tenía en sus manos los medios de difusión más poderosos, contaba con recursos económicos casi ilimitados y con la ayuda de los ‘gringos’, que pusieron a disposición fondos secretos para el plan de sabotaje. Después de unos meses sería posible observar los resultados.

La gente se encontró por primera vez con dinero suficiente para satisfacer sus necesidades básicas y comprar algunas cosas que siempre habían querido, pero no pudieron hacerlo porque los estantes estaban casi vacíos.

La distribución de productos empezó a fallar, hasta convertirse en una pesadilla colectiva…”.

Los mecanismos de guerra económico-financiera, hoy hegemónicos frente a las agresiones militares de la “Guerra Fría”, son sin embargo ya parte integrante de los análisis y estrategias políticas de las nuevas experiencias latinoamericanas: que, en sus partes más avanzadas, apuntan construir una nueva articulación de la lucha, “desde abajo y desde arriba”, inspirada en las Dos tácticas de la socialdemocracia en la Revolución Democrática, de Lenin.

A diferencia de lo que sucede en Italia y en Europa, donde no pudimos ganar ni con las armas ni con las urnas, y donde la lección de Allende se redujo a una defensa acrítica de las alianzas y la compatibilidad en la democracia burguesa, en América Latina, la guerra por la memoria sigue siendo un terreno de lucha política por nuevas perspectivas.

Tomado de Resumen Latinoamericano Argentina.

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