Internacionales

Chile: A medio siglo del Golpe de Pinochet: Dos fantasmas que acechan

Por Frank Gaudichaud

En una parte y otra del espectro político, casi todas las chilenas y todos los chilenos conocen el último comunicado de Salvador Allende, de donde proviene esta cita. Este discurso, llamado “de las alamedas”, es pronunciado el 11 de septiembre de 1973 –durante el golpe de Estado fomentado por el general Augusto Pinochet– por el presidente chileno electo en 1970. Allende se encuentra encerrado en el palacio presidencial de La Moneda, con algunos allegados y las armas empuñadas. Sabe que no saldrá vivo del edificio presidencial. En este último discurso a la población, Allende pretende dejar “una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición” así como el testimonio “de un hombre digno que fue leal con la Patria”. A 50 años, como lo había predicho, el “metal tranquilo” de su voz continúa resonando y el primer presidente marxista democráticamente electo de la historia del Cono Sur sigue siendo una de las figuras centrales de la historia mundial de la izquierda en el siglo XX.

En plena Guerra Fría, la experiencia de la vía chilena hacia el socialismo duró menos de tres años (de noviembre de 1970 a septiembre de 1973). No obstante, transformó al país andino de nueve millones de habitantes y apasionó al mundo intelectual y militante, de una punta a la otra del planeta. La izquierda (reunida en torno al Partido Socialista y al Partido Comunista) que dió origen, en 1969, a la coalición que toma el nombre de Unidad Popular (UP), propuso una transición a la vez democrática y revolucionaria, institucional, electoral y no armada: ya no se trataba de apostar a la guerrilla y a los kalashnikov, sino a la movilización de las clases populares y del movimiento obrero.

Basándose –de forma errónea– en lo que consideran una tradición histórica legalista del Ejército y en una cierta flexibilidad del Estado chileno, Allende y los suyos apostaron a que los militares respetarían el sufragio universal y que sería posible imponerle la voluntad mayoritaria a la oligarquía sin realizar el más mínimo disparo. Muy lejos de las opciones estratégicas de la revolución cubana, esta apuesta fue considerada suicida por la izquierda extraparlamentaria, en la que figura el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), entonces dirigido por Miguel Enríquez.

La victoria de Allende, el 4 de septiembre de 1970 (con una mayoría relativa del 36,6 por ciento de los votos), frente a los candidatos de derecha y demócrata cristiano, suscitó una inmensa ola de esperanza. Las 40 medidasdel gobierno, tomadas apenas iniciado el mandato, apuntaban a fomentar el crecimiento, a redistribuir –de forma muy ambiciosa– las riquezas, a aumentar los salarios, a profundizar la reforma agraria iniciada bajo el gobierno anterior e incluso a poner los principales recursos nacionales (en particular los mineros) bajo el control del Estado. La nacionalización de varias decenas de grandes empresas y del 90 por ciento de los bancos permitió la constitución de un Área de Propiedad Social (APS) en la que se implementó un sistema de cogestión, entre asalariados y administraciones públicas. El sector privado, sin embargo, permaneció muy presente en la economía nacional. El país vivía un clima de efervescencia: las huelgas, las ocupaciones de tierras o de fábricas se multiplicaban… Pero la izquierda seguía siendo minoritaria en el Parlamento.

La reacción

La burguesía y los grandes propietarios reaccionaron a las políticas de la coalición como los vampiros al ajo: se estremecieron de espanto. El 6 de noviembre de 1970, el presidente estadounidense Richard Nixon declaraba ante el Consejo Nacional de Seguridad: “Nuestra principal preocupación respecto de Chile es la posibilidad de que él [Allende] pueda consolidar su poder y que el mundo tenga la impresión de que estaría alcanzando el éxito. (…). No debemos dejar que América Latina piense que puede emprender ese camino sin sufrir las consecuencias”. El presidente chileno había asumido sus funciones dos días antes. En 1971, la expropiación del cobre (primera reserva mundial), entonces en manos de empresas estadounidenses, fue interpretada como una declaración de guerra por la Casa Blanca. Allende se afianzaba, además, como un líder de los Estados No Alineados. Defendía el derecho de los países colonizados a la autodeterminación y denunciaba el sistema financiero internacional. Muy pronto, la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés), la embajada de Estados Unidos, así como poderosas multinacionales afectadas por las nacionalizaciones, conspiraron para derribar en pleno vuelo esta experiencia radical original.

En Santiago de Chile, la derecha –respaldada por Washington por medio de millones de dólares (como lo demostrará una investigación del Senado estadounidense)– se fijó como objetivo desarticular el bloque sociopolítico que respalda a la izquierda en el poder. Comenzó a buscar apoyo en los sectores reaccionarios de las fuerzas armadas. Los atentados de Patria y Libertad, una organización de extrema derecha, hicieron temblar a la población. Las grandes patronales y algunas profesiones liberales provocaron boicots y lock-out para devastar la economía. Los medios de comunicación conservadores –en particular el diario El Mercurio–, engranajes esenciales de este dispositivo, no cesaron de alertar sobre las “derivas” de la “dictadura marxista”. El cerco se cerraba poco a poco sobre el proceso revolucionario, mientras que la explosión de la inflación, el boicot internacional y el desarrollo del mercado paralelo alejaban a los estratos medios urbanos. En 1972, el Partido Demócrata Cristiano deja de lado sus dudas y se volcó a la oposición frontal.

El movimiento obrero resistía. En respuesta a cada intento de huelga patronal, las formas de autoorganización y de poder popular, en especial dentro de los cordones industriales, se multiplican. Pero la izquierda estaba cada vez más dividida mientras que el gobierno se obstinaba en creer que sería posible evitar el enfrentamiento. En vano.

La mañana del 11 de septiembre de 1973, con el respaldo de la administración Nixon (pero también –hoy se sabe– de la dictadura brasileña), las diferentes ramas de las Fuerzas Armadas se sublevaron. La izquierda estaba desarmada, tanto en el plano político como en el plano militar. La batalla de Chile llegaba a su fin de forma dramática. Apoyándose en un catolicismo nacional-conservador y en la doctrina de la seguridad nacional, la dictadura civil-militar cerró el parlamento, reprimió de manera sangrienta los sindicatos, proclamó el estado de sitio, practicó la censura. Contra el cáncer marxista, el terrorismo de Estado se abatió sobre el país. Durante 16 años, los militares y la policía política torturaron decenas de miles de personas, y asesinaron a más de 3.200, de las que más de mil permanecen aún hoy desaparecidas (sus cuerpos no nunca han sido encontrados). Cientos de miles de personas se vieron forzadas al exilio. Este período de violencia masiva coincidió, desde 1975, con la de una terapia de choque económico que transformó a Chile en un laboratorio a cielo abierto del neoliberalismo: el país se convirtió en el parangón de los Chicago Boys y de las teorías monetaristas apreciadas por el economista Milton Friedman.

El presente

A 50 años del golpe de Estado chileno, la guerra de las memorias causa estragos en un país profundamente fracturado.

Apoyado por el Partido Comunista, es cierto que Gabriel Boric (Frente Amplio) logró vencer –con el 56 por ciento de los votos– a José Antonio Kast (Partido Republicano, PR), candidato de extrema derecha, durante la campaña presidencial de 2021, exhibiendo un programa crítico del neoliberalismo. Sin embargo, Kast salió vencedor en la primera vuelta, dejando lejos atrás a los partidos tradicionales. Admirador confeso del general Pinochet, el hombre fuerte de la derecha chilena es hijo de un exteniente nazi que huyó de Europa. Católico fundamentalista, apoyó, como su familia, la dictadura (uno de sus hermanos incluso fue ministro). Por su parte, si bien Boric cita de buena gana a Allende como ejemplo, es sobre todo para hacer hincapié en el respeto de las instituciones y los derechos humanos frente a quienes atentaron contra la democracia en 1973, no para exaltar al militante antiimperialista.

Sin mayoría parlamentaria, sin vínculo real con los movimientos populares y con una parte de su coalición objeto de un escándalo de corrupción, Boric gobierna en el extremo centro, muy lejos de las “alamedas” imaginadas por Allende.

Sin embargo, hace dos años, el fin del legado autoritario y del neoliberalismo parecía posible, gracias a la fuerza del gran levantamiento social de octubre de 2019. Hoy en día, son los reaccionarios quienes tienen el viento en popa. Tras el masivo rechazo por referéndum al proyecto de Constitución, feminista y progresista en 2022, en la actualidad, paradójicamente, es el PR quien está a cargo de dirigir la redacción de una nueva Carta Magna, tras sus excelentes resultados en las elecciones constituyentes de mayo de 2023. Así, se les atribuye a los hijos de Pinochet la responsabilidad de reemplazar la Constitución de 1980, imaginada por su mentor…

Dos fantasmas acechan entonces a la política chilena y dos caminos diferentes se perfilan para el país: un exdictador fallecido en 2006 y que nunca fue juzgado; un socialista pacifista, fallecido con una ametralladora en la mano. Desde hace 50 años, Chile titubea…

Fuente: Le Monde Diplomatique.

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