Internacionales

La Doctrina Monroe doscientos años después

Por Haroldo Miguel Luis Castro

Doscientos años después la Doctrina Monroe continúa siendo el principio de política exterior de Estados Unidos (EE.UU.) que marca el vínculo diplomático y real con los países de América Latina y el Caribe.

Ideada por el entonces secretario de Estado y futuro presidente John Quincy Adams, y enunciada por el mandatario James Monroe ante el Congreso en 1823, con este principio Washington disfrazó de independentismo y anticolonialismo una postura que la historia se encargaría de sintetizar e inmortalizar en el enunciado “América para los americanos”.

Una postura que surge de las propias entrañas de la nacionalidad estadounidense y que se nutre de una cosmovisión basada en la supuesta excepcionalidad de su modelo político, económico y social; y en la responsabilidad extrafronteriza supuestamente encomendada por la mismísima providencia de expandirla por doquier.

La Doctrina Monroe parte de una interpretación geopolítica clásica que asume a la región como la zona de influencia “natural” de EE.UU. a partir de criterios basados, sobre todo, en poderío militar y comercial.

Y aun cuando en un principio se halla como una estrategia de contención para las grandes potencias europeas en un contexto donde el gobierno estadounidense no contaba con la solidez e influencia de los países del Viejo Continente, a largo plazo sí jugó un rol importante. Debido a que a partir de esta posición las distintas administraciones mediante “corolarios” como el de Hayes en 1880, el de Rooselvert de 1904 o el de Kennan en 1950, justificaron las intervenciones militares y la expansión por el hemisferio.

Pero sobre todo luego de la Segunda Guerra Mundial dicha doctrina se vuelve parte inextinguible de la estrategia estadounidense en Latinoamérica. Desde la Casa Blanca se apoyó golpes de Estado como el de Guatemala, dictaduras como la de Chile y Argentina o contrarrevoluciones como la de Nicaragua para frenar el avance del comunismo. También se promovió el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca para la actuación conjunta de amenazas a la paz en el continente, la cual sirvió, entre otras cosas, para conseguir la suspensión de Cuba de la Organización de Estados Americanos (OEA) en 1962.

 

A día de hoy instituciones diplomáticas, organismos económicos y organizaciones no gubernamentales mantienen vigente la política a través de medidas coercitivas o mecanismos de guerra de baja intensidad. A pesar de que el escenario geopolítico ha cambiado, el establishment estadounidense persiste en su afán de controlar los designios de la región. Basta con escuchar, por ejemplo, a la comandante del Comando Sur y general cuatro estrellas, Laura J. Richardson cuando habla de su “preocupación” por las relaciones comerciales que han desarrollado estados con recursos naturales estratégicos con Rusia o China.

En las últimas décadas solo la gestión de Barack Obama intentó camuflar los intereses de la nación norteamericana cuando en 2013 John Kerry declaró ante la OEA el fin de la doctrina. Una declaración que ni siquiera los más entusiastas creyeron y que quedaría rota tras conocerse el vínculo del Comando Sur en el intento de golpe de Estado al presidente venezolano Nicolás Maduro en 2015.

Marcado por un escenario de transición geopolítica y de un manifiesto declive de su hegemonía, EE.UU. se aferra cada vez más a la filosofía monroísta como instinto de supervivencia en la zona que ha considerado su espacio vital de reproducción y expansión. De ahí que a través de métodos más o menos sofisticados, además de incidir en las economías, busque dividir y generar inestabilidad para frenar el avance de los movimientos nacionalistas y de izquierdas en la región.

Más allá de retóricas o supuestas buenas intenciones los hechos hablan por sí solos. América Latina y el Caribe permanece como la máxima prioridad de la política exterior de EE.UU.

Tomado de Cubahora

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