Revolución en Cuba: ¿triunfar siempre?
Por Ricardo Ronquillo Bello
En política los triunfos no se dan de una vez y para siempre, aunque algunos resulten tan volcánicos que sus erupciones marcan las épocas y los tiempos y se convierten en parteaguas y en inspiraciones conmovedoras de todas las luchas humanas.
Los cubanos tuvimos que hacer prevalecer la voluntad de triunfo en una secuencia más que centenaria de victorias y reveses, luego superados casi mesiánicamente.
Así ocurrió desde 1868, con la nombrada Guerra Grande, carcomida por la falta de unidad y la pérdida de voluntad de las vanguardias revolucionarias, pasando por la Guerra Chiquita. También con la preparada por el Apóstol para 1895, escamoteada por la muerte de sus paladines principales y por la intervención militar de Estados Unidos que culminó en una gran frustración, hasta la del 30 que, según Raúl Roa, se fue a bolina.
La Revolución que se reinició en el Moncada el 26 de julio de 1953, y que terminó en el triunfo de 1959, no es para nada la excepción, si nos atenemos a los azahares de su curso hasta aquella alborada en que se vino abajo la tiranía batistiana y parecieron abrirse, para siempre, las compuertas de todas las bienaventuras y esperanzas.
Hasta la coincidencia con el Primero de Enero, esa fecha que siempre se anhela promisoria, regaló —como casi todo lo que tocaba con su energía abrasadora el proceso triunfante— un precioso simbolismo a aquella victoria y a la bajada de los barbudos de la sierra al llano con su plan de justicia, dignidad, pan y decoro, que se expandió al país con la Caravana de la Libertad.
Cuba viviría un período de apoteosis colectiva, de conmoción generalizada, de pasión electrizante que se extendería por muchos años, bajo el aliento singular de Fidel, devenido en un líder tan auténtico como popular.
Aunque he tratado de describir más hermosamente aquella etapa, siempre regreso a la idea de que entonces éramos un país gobernado por los sueños, todos parecían posibles. La irreverencia era la única convención. Toda añeja estructura, todo viejo prejuicio, toda antigua mezquindad se venían abajo para fundar un hermoso sentido de la justicia y la libertad. La bondad y el amor se destapaban de todos los cofres del alma cubana. Era una nación que había perdido la medida de todas las cosas; en la que no había empeños medianos, ni imposibles; en la que nada parecía más cuerdo que todas las benditas «locuras» relegadas por siglos.
No solo se estaba listo para cambiar a Cuba, también para salvar al mundo. En la Isla perdida en la inmensa geografía universal comenzaba a dibujarse una nueva dimensión. El pequeño David se travestía en gigante de la redención humana. Se saltaba de la adolescencia a la madurez como Gagarin de la Tierra al cosmos. La rebeldía y la sapiencia habían encarnado su perfecto cuerpo joven. La audacia y la imprudencia eran el brío que cambiaba el país.
Por ello me atrevo a repetir nuevamente que «esperanza» no es una palabra cualquiera en el vocabulario político, mucho menos en la práctica revolucionaria cubana. No es casual que la Revolución le diera a nuestra patria un sobrenombre hermoso, que todavía la marca en el destino del mundo: la Isla de la esperanza.
Ese vocablo tiene un significado desafiante en los registros sentimentales de la vida cubana. Ya en otro momento, intentando encontrar el enorme sentido que ella tiene para el país que se abría a la actualización económica, y a otras actualizaciones hasta las que hoy buscan derrotar la despiadada agresión externa, las deformaciones, burocracias, insensibilidades y tropelías internas, algunas de las cuales fueron denunciadas en la sesión final de año del Parlamento, recordé que, como con el triunfo de 1959, tenemos el desafío de lograr que nuestra nación siga viviendo como aquel año uno en su tiempo de siglos, en el que no le emergió un Cristo milagroso de la cruz, pero le nació una nueva fe, un hálito, un encanto misterioso, una ilusión que se expandió relampagueantemente.
Es preciso insistir, a 65 años de aquel triunfo y en medio de acosos por graves demonios externos e internos, que una nación que viene de enamoramientos y ardores semejantes no debería dejarse arrastrar por la indiferencia o la apatía que reanida entres algunos, entre aquellos a los que el cansancio los llevó a colgar el sable, se alinean a proyectos de cuestionable valor para las ansias nacionales, o en quienes provocan esas reacciones al dar añejas respuestas, o dejar sin estas, a duros y emergentes problemas nacionales, sobre todo entre la institucionalidad revolucionaria.
Sería una ingenuidad desconocer que hay circunstancias podadoras de sueños. Ello es lo que el genio poético de Rubén Darío describió como vivir estando muertos, sin entusiasmo, canosos por dentro, sin ideales.
Fidel, maestro y visionario de la política revolucionaria cubana, también discurrió en su momento sobre aquella teoría que sustentaba que, con el paso de los años, los movimientos revolucionarios pueden perder fuerza y popularidad. Cuando lo hizo, todavía no había ocurrido la caída del llamado socialismo real.
Lo anterior no podemos perderlo de vista en la Cuba inspiradora de tantos idealismos, donde se intenta emerger de una aguda y continuada crisis con la refundación de su plataforma socialista, lo cual requiere de una especial sincronización de las decisiones técnicas y la política, porque esa renovación solo sería posible si las nuevas vanguardias revolucionarias mantienen la capacidad de enamorar.
Hay que alcanzar un triunfo extraordinario sobre la pesadumbre y el desespero porque el socialismo que ahora reformulamos nunca sería posible sin las «fuerzas morales» de las que nos habló el filósofo argentino José Ingenieros; menos aún sin ese «instrumento de índole moral» tan defendido por el Che.
Tras pasar por tres de sus dimensiones definitorias: la mística (una de las que más se intenta desvirtuar ahora por los enemigos de la Revolución), la institucional (que se adentra en su segunda y más importante etapa con la segunda constitución del período socialista), y la rectificativa (que ha tenido sus cumbres en el llamado proceso de rectificación de errores y tendencias negativas y la profunda reconfiguración del modelo socialista actual), uno de los dilemas más definitorios de nuestras vanguardias revolucionarias no es solo alcanzar la continuidad, como tanto se acentúa, sino la perdurabilidad: quitar para siempre a la Revolución la sombra de los retrocesos y fracasos que debieron afrontar otras generaciones.
Como también insistí en otras oportunidades, no es precisamente en «facilitonia», el reino de las cosas fáciles, creación poética de un escritor español, donde se hacen y existen las revoluciones, sin el espoleo incesante, no pocas veces aguijoneante, de las preocupaciones y las dificultades.
Cuba está asistiendo a la segunda reconfiguración y la más dramática del contrato social de la Revolución del período socialista, con incentivos peculiares, pero con costos que seríamos ilusos si los subestimáramos, y que es preciso atenuar.
Los enemigos históricos de la Revolución, y sus nuevos acompañantes, no insisten por gusto en oponer a la tesis de la Revolución inconclusa la de la Revolución frustrada, incluso traicionada.
Seguramente intuyen que ahora, como nunca en su accidentada historia, la idea de la Revolución inconclusa se encuentra con la de la Revolución imperfecta, que se trata de corregir en el más amenazador y riesgoso de los escenarios.
Por ello atendamos obsesivamente esa imagen de Díaz-Canel y de Raúl, los continuadores de Fidel, de que una Revolución siempre triunfadora no es de ninguna manera una predestinación, no es letra escrita en ningún libro sagrado. Se trata de un desafío que no se gana solo en las grandes contiendas nacionales, también en esas que se conectan con las más pequeñas y cotidianas, pero que deciden muchos destinos personales, sociales, comunitarios y de la patria.
Tomado de Juventud Rebelde / Caricatura de portada: Osval