Dos primo hermanos en Girón
Por Coronel ® Nelson Domínguez Morera (NOEL) / Combatiente de Playa Girón.
NR: El presente relato forma parte del Libro “Los Hombres de Girón” de Néstor García Iturbe, el que será entregado a los delegados al VI Congreso del PCC.
Son primo hermanos. Se criaron juntos, estudiaron juntos. Se iniciaron en la lucha estudiantil contra Batista en la Escuela Profesional de Comercio de La Habana también juntos, aunque el mayor lo hiciera para intentar sacar al menor del riesgo durante las manifestaciones.
También casi juntos iniciaron su vida laboral en la Empresa Telefónica. Juntos también ingresaron en las milicias soportando la extenuante caminata de los 62 Km presionados por el ejemplo del tío- padre que había decidido quedarse con el que no soportara el sacrificio y se rajara. Juntos se enfrentaron al enemigo en las arenas de Playa Girón.
Sus nombres, Héctor Vázquez Domínguez y Nelson Domínguez Morera (Noel, en la Seguridad del Estado durante sus más de 49 años de servicio activo). Cuando llegaron a Girón y combatieron tenían 21 y 19 años respectivamente. Hoy son hombres de 71 y 69. El primero jubilado del Ministerio de Comercio Exterior y el otro Coronel retirado del Ministerio del Interior.
Estaban presentes en la compacta manifestación de 23 y 12 en el entierro de las primeras víctimas de los cobardes y arteros ataques aéreos sorpresivos a la capital. Juntos alzaron sus fusiles cuando el Comandante en Jefe proclamó el carácter socialista de la Revolución. Juntos marcharon de regreso, desfilando y cantando consignas por todo el malecón hasta el Castillo de la Punta, cuartel general del Batallón 119 de las Milicias Nacionales Revolucionarias al que pertenecían. Estuvieron entre los pioneros en portar la boina verde olivo como símbolo de haber cursado el entrenamiento en la Escuela de Responsables de Milicias de Matanzas.
Al día siguiente día del acuartelamiento, el 18 de abril de 1961, la banda de música llegó intempestiva. Himno nacional, vibran los corazones. Afuera esperan los autobuses llenos de milicianos, compañeros de caras desconocidas.
Tienen que separarse de “El viejo”, aliento permanente sin el cual quizá no hubieran llegado hasta aquí. Sólo la batería de morteros es seleccionada para incorporarse al Batallón 123 de Guanabacoa cuya propia batería se había quedado en tareas de protección en Camagüey.
Triste pero firme la separación de tío -padre. Este les expresa, ¨ yo los alcanzo¨ y se queda con la compañía de zapadores. Los ve partir con toda la entereza del mundo, a pesar de sus 56 años. Era la primera separación, después de la caminata.
Los 3 habían estado juntos, acuartelados durante el cambio de gobierno Eisenhower-Kennedy en un antiguo convento cerca de la costa por la vía Monumental. Hasta allí los visitaba a escondidas la audaz y emprendedora tía -madre-esposa Consuelo Domínguez Domínguez, que continuó esa práctica, apareciéndose poco después en ómnibus o en su Chevrolet 55 a los campamentos de Los Gavilanes, El Guineo, el Mamoncillo o el del Pedrero, todos en el Escambray villaclareño. Donde los tres enfrentaron, también juntos, a los alzados contrarrevolucionarios, desde el 1ero de Febrero de 1961 hasta una semana antes de los cruentos ataques aéreos a la capital del país y al aeropuerto de Sto de Cuba, preludio de la invasión mercenaria. Obligándolos, al igual que al resto del Bon 119, a interrumpir el merecido pase ganado después de los casi 3 meses continuos en lo que se denominó La Limpia del Escambray.
También los 3 un poco antes, habían obtenido juntos la distinguida boina verde olivo cuando finalizaron el entrenamiento en Matanzas. Allí, el entonces Capitán José Ramón Fernández y el también Capitán Vila, les hacían una marca en la pared de las barracas para delimitar hasta donde debía llegar la espuma del detergente cuando realizaban la limpieza.
Todo esto y mucho más transcurriría por la mente de aquel noble tío – padre- y esposo de nombre Luis Vázquez Valdés, fallecido mucho después, a los 91 años, quien erguido, los vio partir, mientras unas lágrimas asomaban a sus ojos.
Al llegar la caravana de autobuses a Jagüey Grande, el pueblo los vitoreó sin descanso ¨adelante, estamos ganando, ¡! aquí no se rinde nadie, cojones ¡!….¨. Todos respondieron desde dentro de los ómnibus. ¨Patria o Muerte, Venceremos¨.
No obstante, observaban atentos cómo los vehículos de todo tipo que cruzaban en dirección contraria, cargaban cuerpos ensangrentados vestidos con uniformes de milicianos y en algunos casos amontonados unos sobre otros, señal de que ya eran cadáveres. Entonces internamente se preguntaron ¿estaremos ganando en realidad?
No obstante, el entusiasmo no disminuyó. Ya en la carretera del central Australia a Playa Larga, comentaban a viva voz…¨ somos los únicos combatientes que viajan en autobús cayéndole atrás al invasor,…esto parece una película,… los vamos a hacer mierda… Patria o Muerte “.
Héctor, en el único camión de la caravana, viajaba con unos pocos, delante del autobús donde se trasladaba Noel. El camión era una peligrosa montaña de cajas de obuses de morteros de 82 mm., lo cual mantenía preocupado al primo hermano, que lo observaba a través del parabrisas del ómnibus.
La primera parada fue casi llegando a Playa Larga. Aunque no lo vieron físicamente, dado lo largo de la caravana de 24 vehículos, conocieron que el Comandante en Jefe desde uno de los recién estrenados tanques, disparaba cañonazos al Houston. Esto provocó una estampida de alegría y satisfacción. Fidel siempre en la primera trinchera. Eso los exaltó aún más, a pesar de que las ambulancias improvisadas, atestadas de heridos y muertos, seguían pasando en dirección contraria hacia el hospital de Jagüey.
Noel aprovecho la breve parada para echar una meadita, ajustarse la canana y el fusil Fal. A él no le correspondía llevar ese tipo de arma, pues por ser segundo jefe de la batería de morteros, debía portar una metralleta checa, pero se las había ingeniado para hacerse de un Fal por su superior poder de fuego.
En ese momento se acercó al primo, quien como si nada ocurriese , estaba precisamente sentado sobre la caja que transportaba las espoletas de los obuses,! casi un suicidio! “Cuídate, cojones, que estas sentado sobre un volcán,” le dijo “Deja de dar órdenes, parece que te has creído lo de jefe,” ripostó el otro.
La imponente caravana de vehículos reinició su lenta marcha, dobló izquierda en Playa Larga y continuó por el arenoso terraplén hacia la playa siguiente: Girón. Iban embelesados mirando el Houston arder y haciéndole bromas a Guerra, el negro cocinero, que desde el asiento delantero era el único que escudriñaba el cielo, infructuosamente en busca de aviones enemigos.
Transcurrieron unos breves minutos hasta que espantado y señalando hacia el cielo, Guerra dio la voz de alarma…. “¡Ahí vienen los hijos de puta!”… Dos aviones -B-26 picaron sobre la caravana, la cual transitaba desprovista del necesario apoyo antiaéreo, que la premura o la inexperiencia no alcanzó a incorporar.
El chofer del autobús, un civil, solo atinó abrir la puerta delantera y ponerse a buen recaudo. Los demás lo hicieron atropelladamente, corriendo por el pasillo del autobús hasta ganar la puerta delantera para salir a la mayor velocidad posible con la esperanza de guarecerse entre el terraplén y el arrecife.
Noel echó una mirada al primer avión y como estaba pintado con nuestras insignias, se sintió transitoriamente aliviado. Esta sensación terminó bruscamente cuando el tirador de cola del aparato comenzó a escupir plomo de su calibre 50 contra los vehículos estancados en el camino de gravilla blanca.
Era el bautizo de fuego. Todos indefensos, con armas ligeras insuficientes para enfrentar aquella vorágine de ametrallamientos sucesivos realizados por los vuelos de pases rasantes. Las piezas de los morteros habían quedado en los autobuses, como también quedó Galarraga (Enrique Galarraga Rodríguez), el espigado y alegre negro alfabetizador, quien no pudo abandonar el ómnibus e intentó guarecerse en el espacio entre el último escalón y la puerta trasera, que desgraciadamente se encontraba cerrada.
Las primeras ráfagas lo alcanzaron, por lo que resultó herido. Posteriormente, cuando era trasladado hacia el hospital en una ambulancia, esta fue atacada, a pesar de llevar visible la identificación de la Cruz Roja. Un avión enemigo descargó sus ametralladoras contra el vehículo, lo cual le causó la muerte. Fue el primero de los mártires de la batería.
El resto de la desorganizada tropa, atrapada entre los arrecifes y el terraplén, totalmente a la descampada, solo atinaba a mirar al cielo y ver las lengüetas de fuego sobre ellos.
Un gordo, cargador de bípode se paró, todos pensaron que iba a repeler la agresión con el Fal que portaba. En su lugar, descargó una estrepitosa diarrea, pedos incluidos, que salpicó o mejor dicho empapó a una víctima que desde abajo no cesaba de lanzarle improperios.
Otros, como el negro Guerra, al igual que Tejera (Epifanio Tejera Fajardo) comenzaron a disparar con el Fal en ráfagas, también infructuosamente, al tirador trasero del B-26. Un miliciano de piel ceniza, solo atinaba a taparse la cabeza con el nylon verde olivo usado de capa contra el agua, esto lo hacía para “protegerse” del avión al que no quería ni ver. ¨ ¡Aquí es donde hay que gritar Patria o Muerte y no en la placa!¨ ironizaba a todo pulmón el cabo de escuadra Gerardo (Gerardo López González). Otro no identificado hacia comparaciones: “¡Esto es peor que el Escambray, coñooooo!”.
Cuando pensaron que lo peor había pasado, comenzaron otras estridentes explosiones unidas a un abrazador impacto de calor sofocante. “¡Están bombardeando con napalm!¨ se escuchó un gritó de alguien que no ocultaba el temor que sintió en aquel momento. Efectivamente, de los aviones se veían caer unos bultos que sin un orden o dirección precisos, descendían rápidamente dando irregulares vueltas y al chocar con cualquier superficie – ómnibus, arrecifes o peor aún, sobre cuerpos humanos-, explotaban. Su contenido se expandía de inmediato por metros que parecían leguas, diseminando a su alrededor un fuego brillante, potente y gelatinoso.
Algunas de las víctimas alcanzadas por aquella sustancia, envueltas por el fuego y desesperadas, corrieron hacia el mar cercano, se hundieron en él para volver a salir en idénticas condiciones: el cuerpo en llamas y lanzando terribles alaridos. “¡Revuélcate, revuélcate en la arena!¨ vociferaban los más ecuánimes, presumiendo de una experiencia, por demás, nunca antes conocida y sin embargo, solo así se lograban apagar aquellas impresionantes antorchas humanas.
Al fin hubo una pausa. El espectáculo era dantesco. Lo que hacía unos momentos era una desafiante caravana de autobuses marca Leyland, ahora eran hierros retorcidos y humeantes. Dentro o fuera de ellos, cadáveres carbonizados emitían un tufo peculiar; había quejidos escalofriantes por doquier. Inicialmente no encontraron explicación para aquella tregua momentánea, solo más tarde supieron que al final de la caravana de los ahora diezmados autobuses, se habían incorporado los niños artilleros de las “Cuatro Bocas” que, desde los camiones transportadores de sus piezas, sin tiempo para emplazarlas, efectuaron fuego cerrado contra los B-26. De inmediato estos alzaron vuelo y se perdieron del escenario de tan desigual combate.
Mientras se reponían del susto, los sanos ayudaban a los heridos o transportaban a los muertos, recogían u ordenaban sus armas y pertenencias, en eso estaban cuando, en sepulcral silencio los sobrepasaron, los para ellos, recién llegados, unos eran hombres del batallón de la Policía Nacional Revolucionaria y los otros, experimentados combatientes de la Columna Uno de la Sierra. Marchaban en interminable fila india de infantería hacia donde se encontraban las fortificaciones enemigas en Girón.
Aquella columna provocó miradas de cierta incredulidad y hasta de molestia,- aunque intentaran simularse- al verlos tan limpios, ordenados y vitales. La comparación de aquella tropa con los destartalados del 123, era inevitable. De pronto, algo alteró la aparente monotonía. Un camión de tripulación civil, procedente de Jagüey, esquivando a los autobuses humeantes y atravesados, iba lanzando su apetecible carga compuesta por dulces naranjas, las tiraban y estas al caer se esparcían por el terraplén. Otra vez los hombres allí presente se “despetroncaron” anárquicamente, en este caso para alcanzar y devorar aquellas frutas con cáscara y todo, ignorando la posibilidad de nuevos ataques aéreos y obuses que ya comenzaban a lanzar los morteros emplazados en las posiciones enemigas de Girón.
En eso estaban, tan ocupados y distraídos, que no atinaron a detectar el acercamiento de un jeep militar desde cuyo estribo el Comandante Félix Duque les gritaba improperios y los amenazaba por abandonar sus posiciones para ir detrás del preciado botín de cítricos, que ayudaba a mitigar en algo la acumulada sed que el susto, la pólvora y el humo habían dejado en sus gargantas.
Ya antes, tratando de combatir la ausencia de líquido, algunos aplicarían por su libre albedrío la fórmula de beber pocos sorbos de agua de mar, tan fácilmente a su alcance, rompiendo con el mito de que los volvería locos. Otra fábula destrozada fue la del palo entre los dientes para evitar morderse la lengua durante los bombardeos.
Era tal el encabronamiento por la reprimenda histérica de Duque, que, algunos, al enterarse de su avance tan imprudente, al punto de llegar hasta las filas del enemigo, donde fue capturado de inmediato, sin avergonzarse mucho, calificaron esta consecuencia como algo lógico.
El orden pudo finalmente ser restablecido, impuesto por las voces de mando del Teniente de milicias, el flaco Rodríguez, Jefe de la batería de morteros y el también Tte. de milicias Suárez, jefe del Bon 123, con su segundo al mando Tte. Vilches. A este último se asociaron los primos, Héctor y Noel, producto de un sentimiento sectario, pues era un viejo dirigente sindical telefónico.
Estos oficiales recorrían incansablemente la inmensa extensión de terreno ocupado por los casi 900 hombres que originalmente componían aquel batallón. Se logró retirar a los heridos y muertos. Inicialmente se intentó hacerlo en uno de los pocos autobuses que quedaron en funcionamiento, pero por lo estrecho del terraplén, no se pudo maniobrar y este quedó atravesado. Finalmente pudieron ejecutarlo en un camión, que nadie supo de donde carajo salió.
La marcha hacia Girón, donde se habían parapetado y hecho fuerte los mercenarios, se reinició lenta pero decidida, ahora como simple infantería, lo cual sirvió a la tropa como nueva experiencia. Los obuses de morteros con que los atacaban los mercenarios emitían un peculiar zumbido, que avisaba la inmediatez de la explosión que les caería arriba, sin saber a ciencia cierta de donde procedían. Al menos los aviones se veían llegar, pero los obuses sorprendían e irradiaban más pánico entre aquellos inexpertos combatientes del Bon 123, incluidos la diezmada batería de morteros del 119.
Noel, repuesto del apendejamiento primario, y habiendo verificado que el primo Héctor, había salido ileso del ametrallamiento, gracias a que se había guarecido en los arrecifes cercanos, intentaba reorganizar e infundir animo en los morteristas, pretendiendo jugar su papel de 2do jefe. Mientras tanto, continuaban los zumbidos y explosiones de los nuevos y atronadores obuses enemigos, que obligaban agacharse y tirarse al suelo para esperar la explosión.
Andaban en eso, cuando alguien mirando atrás gritó o más bien emitió el alarido: ¨ ¡Le dieron al tanque de Fidel!¨. Todos se angustiaron e instintivamente, cagándose en las explosiones que picaban a su alrededor, corrieron hacia atrás, donde efectivamente, con hidalguía y coraje, el Comandante en Jefe, seguido por su jefe de escolta Gamonal, descendía de la torreta del tanque, ordenándoles a todos volver a sus posiciones. Esta escena aparece en una foto para la historia, que después dió la vuelta al mundo.
Se avanzó tanto que los milicianos del 123 llegaron al lugar donde se encontraban las fuerzas del Batallón de la PNR y de la Columna Uno que antes los había sobrepasado. Allí pudieron oír las indicaciones de su jefe el Comandante de la Sierra Efigenio Ameijeiras, que indicaba a sus hombres y a la vez a los milicianos con ellos compactados, la mejor manera de protegerse de los morterazos. Esto era escarbando y hundiéndose precisamente dentro de los orificios irregulares que dejaban sus cargas explosivas al caer dentro del arrecife de diente de perro o el terraplén. Se trataba, según Ameijeiras, de un principio de balística, que aseguraba nunca un proyectil caía dos veces en el mismo lugar. Cierto o no, todos apresuradamente lo pusieron en práctica, aunque al meterse en el humeante hueco, después de una reciente explosión, sintieran que se estaban quemando.
El avance fue tan decidido y continuo que dio origen al comienzo de la lucha a corta distancia, donde eran efectivos los Fal y las metralletas, pero no los morteros de 82 mm que los del 119 portaban desactivados en sus espaldas, unos con los tubos, otros con las bases o con los bípodes. El fuego de artillería de la retaguardia revolucionaria, compuesto por, cañones, obuses y morteros de 120 y 160mm, que ininterrumpidamente disparaban contra los mercenarios ocupantes de Playa Girón, fue necesario suspenderlo de inmediato para no impactar o diezmar accidentalmente a las compañías ligeras de combate de los otros batallones de milicia que se encontraban en la primera línea de fuego.
Dado lo poco operativo que resultaba en aquel momento la batería de mortero de 82 mm, Rodríguez ordenó un alto para descargar las pesadas piezas al suelo y los que portaban armas ligeras se desplazaran a ocupar las posiciones delanteras, en lo que resultaron destacados, a fuego limpio, ambos primo hermanos, dada su ansiedad por chocar directamente con el enemigo. Esto incrementó el poder de combate de las fuerzas de la Revolución, propiciando con ello posteriormente el asalto final a los emplazamientos del adversario. Los mercenarios se rendían o desbandaban, tratando de ocultarse internándose por los pantanos y manglares de la Ciénaga de Zapata.
Pronto llego la euforia y la molotera, los abrazos y gritos proclamando el triunfo. Era el día 19, por la tardecita. La victoria era del pueblo, compuesto por el Ejército Rebelde, la Policía y los Milicianos, en fin por todos. Había llegado el final feliz según unánimemente se pensaba. Se había derrotado a los mercenarios en menos de 72 horas. La cabeza de playa que el enemigo pretendió ocupar estaba ya en poder de los milicianos y demás combatientes. Todo era júbilo contagioso, los vivas a Fidel y la Revolución se desbordaban, Héctor y Nelson no se quedaron pasivos, se abrazaban y besaban por sentirse satisfechos con el deber cumplido, sobre todo, durante el asalto final del cuerpo a cuerpo. Pero la alegría duró poco.
Mientras Noel disfrutaba viendo la ocupación de los camiones y jeeps pertenecientes al enemigo, fijándose particularmente en uno que personalmente conducía Ameijeiras, su primo hermano Héctor se ocupaba de reagrupar a los morteristas, esperando nuevas instrucciones. Entonces Noel se fue acercando a la costa donde le llamó la atención el acelerado emplazamiento de una batería de cañones 122 mm de largo alcance. Un poco apartado, de espaldas hacia él, un hombre alto y corpulento, mirando por prismáticos hacia el mar, impartía órdenes a otro que agachado por el peso del transmisor que cargaba en sus espaldas, transmitía por un micrófono que sostenía en la mano. Se sorprendió al verlo tan cerca. Era el mismo a quien había sufrido tanto por sus exigencias en la Escuela de Milicias de Matanzas, ahora devenido en el respetado y reconocido por todos, Jefe de Operaciones de aquellos encarnizados combates, el capitán José Ramón Fernández Álvarez.
El “Gallego” Fernández, escudriñaba el horizonte valiéndose de los prismáticos e impartía órdenes por la planta de radio, solicitando urgente el envío de aviones. Era necesario ametrallar las barcazas de goma que había arrojado al mar un destroyer norteamericano que asomaba en el horizonte. Este era el último recurso para que los mercenarios, derrotados y a la desbandada, pudieran evadirse en el navío de guerra de la armada norteamericana. Este se mostraba en la lejanía como un gigante a la expectativa, sin entablar combate, pero presente, apoyando a sus miserables gusanos.
Los inoperantes morteros del batallón, yacían por los alrededores, al igual que los integrantes de la batería, quienes desesperados buscaban agua y comida. De repente, una estruendosa explosión dejó sordo del todo y atolondrado al 2do jefe de la batería de morteros del 119, que se dedicaba a curiosear. Una de las dotaciones que integraban la primera de las piezas de artillería de 122 mm., sin encomendarse a nadie y por sus santos cojones, abrió fuego con un tremendo disparo contra el lejano destroyer, lo cual levantó una inmensa columna de agua muy cerca del mismo.
Todavía estaba él anonadado, deambulando con la sordera y la vista nublada, cuando la segunda pieza manipulada por los jóvenes artilleros arremetió con el próximo y descomunal cañonazo. Aquello fue como si lo hubieran noqueado. Estaba tan aturdido que no entendía a “El Gallego” Fernández.
Este la había emprendido a gritos, gesticulaba, pero él estaba ido, no entendía. De pronto se dio cuenta que “El Gallego” estaba ordenándole algo, que comprendió más por su mímica que por lo auditivo… “¡Miliciano corra! ¡Dígale a esos irresponsables artilleros que paren de inmediato el tiro!¨ ¨ ¡Si ese buque responde el fuego, aquí no queda ni polvo!¨.
El bisoño 2do Jefe de la batería de morteros comprendió rápida y oportunamente. Quien le hablaba a gritos, era un jefe militar calificado, con experiencia en academias, incluso estadounidenses, desde antes de la Revolución, lo que había demostrado fehacientemente en este batallar. No esperó más, corrió con todas sus fuerzas para tratar de persuadir, de hacerse entender, por aquellos entusiastas valientes, quienes pensaban que “se la estaban comiendo” emprendiéndola contra un destroyer yankee que solo había estado en aparente expectativa. Digo había estado, porque al tronar el tercer disparo, que casi lo alcanza, cambio su presunta posición defensiva que lo mostraba lateral hacia ellos y puso la proa frontal hacia la costa, en completa posición de tiro.
El viejo Carreras (Enrique Carreras) apareció entonces en el cielo, respondiendo la solicitud que Fernández impartiera por el sistema de radio. Piloteaba su gastado avión de combate B 26, lo acompañaba otro de la maltrecha Fuerza Aérea Revolucionaria. Ambos aviones picaron sobre las innumerables barcazas de goma disparando un nutrido fuego de sus ametralladoras, hasta que las hundieron. El representante imperial, silencioso y también derrotado, testigo de su incapacidad, optó entonces por retirarse humillado, sin participar en el resto del combate.
Los valientes, aunque inexpertos artilleros, lo despedían desde la arenosa costa, con burlas y abrazos entre ellos, de los que hicieron partícipe también a Noel, pero sobre todo, al espigado y ríspido “Gallego” Fernández, aunque este siempre mantuvo su compostura, de apariencia con hidalguía guerrera, típica de nuestra oficialidad mambisa, tan inusual en aquel entorno.
Sin saber a ciencia cierta el porqué, al día siguiente los hombres de la batería de morteros del 119 fueron destinados a concentrarse dentro de los mangles y pantanos, en las inmediaciones de Girón. A las tropas milicianas frescas, recién llegadas y de boinas negras, indicativo de no haberse especializado aún, se le asignaron misiones de rastreo por todo el campo de batalla en busca de mercenarios escondidos que intentaban desesperadamente evadirse.
Esto quizá también era resultado de las bravuconerías y alardes que a viva voz, tristes y rencorosos por la pérdida o la mutilación de tantos valiosos compañeros, los hombres del 123 no reparaban en lanzar a los desperdigados enemigos, conscientes de que los estaban escuchando escondidos.
Las expresiones de aquellos hombres constituían una franca exageración con lo que realmente habría sido su conducta de habérseles permitido peinar los pantanos. Esto puede afirmarse, pues lo impediría la propia filosofía y tradiciones de los revolucionarios cubanos para con los enemigos capturados, instaurada por Fidel desde la Sierra y aquellos hombres habían demostrado, en el fuego y rigor de los combates, que lo eran plenamente.
Después de tanta acción y riesgo de los 3 días transcurridos, el estancamiento hizo notar entonces las picadas de los múltiples mosquitos o jejenes, la falta de sueño, la sed y el hambre, solo interrumpidos por los sobresaltos que en la noche proporcionaban los tiroteos cercanos y los gritos que resonaban muy cerca de los que se dedicaban a capturar uno a uno a los mercenarios dispersos.
Hubo grupos de mercenarios que salieron a la desbandada de los manglares cuando se tomó la decisión de poner en posición rasante las baterías antiaéreas conocidas como “Cuatro Bocas”, para disparar sobre ellos su mortifica carga. Esto hacía recordar lo que les pasaba a los colonialistas cuando los insurrectos mambises le aplicaban la carga al machete o les disparaban con proyectiles improvisados, que los españoles asumían como conformados con rejas o barrotes, por lo que los peninsulares, terminaban entregándose espantados masivamente.
Las debilidades humanas se multiplicaban producto de las circunstancias, en ocasiones se disputaban las raciones de la carne rusa enlatada que debían comer cruda, pues no se podía prender fuego para no evidenciar las posiciones que ocupaban. Los sorbos de agua de las cantimploras casi se arrebataban o negaban. Las irregularidades en los turnos de guardia eran comunes y se despertaba al relevo casi a los 15 minutos de haberse iniciados, motivado por la ausencia de relojes, un atroz sueño acumulado, la impertinencia de mosquitos y jejenes y el hecho de no poderse sentar ni parar, para no ser visto por los mercenarios, así como la ansiedad provocada por el interés frustrado de participar en la captura final del enemigo.
El día 21 se concentraron exaltados y expectantes alrededor de un radio de batería que nadie supo cómo llegó allí. Era el juicio a los mercenarios en el tribunal militar. Los invasores capturados habían estado recluidos antes en la Ciudad Deportiva. Las exclamaciones de asombro, indignación o burla se sucedían por doquier, tanto con aquellos que afirmaban ser solo enfermeros o cocineros, como con los que juraban haber venido engañados por la propaganda de Miami.
La repulsa fue unánime con los mercenarios observadores y colimadores de las piezas de mortero, que de manera grosera y falaz argumentaban haber dirigido u orientado a los tiradores de esas armas hacia el mar para proteger la vida de los milicianos. “¡Qué clase de hijos de putas son estos bandidos!” ¿Y los muertos que nos hicieron de donde salieron?¨ Eran algunas de las expresiones más comunes.
Y llegó la hora ansiada. Aparecieron los camiones que los recogieron y transportaron de regreso. Atrás quedó la historia vivida y heroica, atrás también sus muertos, dejados pero no olvidados. La Revolución erigió después un monumento a cada uno en el propio lugar donde fue abatido. En general había silencio, añorando y honrando a los ausentes.
Los dos primo hermanos, retornaban de Girón. Juntos, como juntos habían combatido, juntos orgullosos y dignos, se aprestaban a reencontrase con Consuelo, que después conocieron iba diariamente, con gran entereza, al Castillo de la Punta o a Guanabacoa, sedes de los batallones, a leer desesperadamente las listas de los muertos que allí se exhibían.
Juntos anhelaban al otro primo- hermano, Haroldo Vázquez Domínguez que por ser casi dos años menor que Noel y cuatro de su hermano Héctor, había sido acuartelado en las milicias estudiantiles del Instituto de 2da Enseñanza de La Habana y posteriormente destinado con las fuerzas del incipiente G-2, a la captura de los contrarrevolucionarios internos de la capital, para evitar una quinta columna.
Pero…. por sobre todas las cosas, juntos querían abrazar a “El viejo”, el acicate que los condujo hasta allí y no había podido alcanzarlos como les prometió en la despedida, pensando en lo ocurrido en el Escambray. Pero no fue así, porque a la compañía de zapadores y al resto del 119, no lo llevaron a este combate…. en fin, quedaron siempre en deuda con “El viejo” Vázquez, pero muy dignos y fieles comprometidos de su ejemplo.
Interrogados hoy, a la distancia de casi 50 años de más luchas y combates, sobre ¿QUE PAPEL ASUMIRÍAN ANTE UNA NUEVA AGRESIÓN DEL ENEMIGO? Héctor, el más viejo de los dos, resuelto y decidido contestó: “Si me lo permitieran, estaría de nuevo en la primera línea de combate”.
El otro, Noel o Nelson, según las circunstancias, hombre más pragmático, derivado de su peculiar y eficaz oficio, expresó: “Intentaría penetrar preventivamente sus posiciones estratégicas más sensibles, al estilo de nuestros 5 héroes, para poder adelantarnos a su plan de acción”.