Narrar el alma desnuda de la guerra
Por Katiuska Blanco Castiñeira
Crónica publicada en el distante 2001, dedicada ahora a los corresponsales de guerra cubanos y en especial, a todos nuestros colegas que cayeron en el cumplimiento de su misión internacionalista y solidaria, con el arma, la cámara y las palabras en ristre, a ellos rendimos tributo en la figura de Juan Candelario Bacallao, reportero de Radio Reloj al que alcanzaron disparos de una emboscada enemiga en 1985, hace cuarenta años.
Quienes vivimos la guerra defendemos la paz
En realidad no lo imaginábamos nunca reclinado en la poltrona de su casa en Finca Vigía, y aún menos, al anotar estricta y diariamente el número de palabras escritas en el espacio reducido de un mirador apacible, desde donde alcanzaba los techos de la Habana con solo levantar la vista, en el instante en que detenía los dedos sobre el teclado de la máquina_ tal vez una de aquellas Underwood que hicieron época, y ascendía leve el humo de su pipa, desmesuradamente desbordada de picadura de tabaco Habano.
Las volutas cobraban formas nítidamente definidas para desvanecerse después y en ese intervalo breve y subyugante envolvían la imaginación, mordían los pensamientos, embriagaban los sentidos, sugerían una metáfora, suscitaban evocaciones o revelaban palabras sorprendentes, insólitas y maravillosamente palpables.
Hemingway entonces bajaba la mirada y continuaba tecleando apresuradamente, tanto como se lo permitían los mecanismos de aquella caja de escribir que los tiempos habían perfeccionado ostensiblemente desde que a finales de los 1800, el periodista Christopper Latham Sholes las ideara, en el taller del alemán C.F.Kleinsteuber, en Wiscosin, en los Estados Unidos.
Sin embargo, otra fue la imagen de Hemingway que prevaleció siempre entre los estudiantes de periodismo y recuerdo que su renombre no estaba enfundado en pantunflas. Le reconocíamos entre los cronistas que se que se agolpaban en las graderías de las plazas de toros, en las turbulencias de la navegación y en la seducción que las insomnes, soberbias y perdurables nieves del Kilimanjaro ejercían en los cazadores de sueños y aventuras; pero sobre todo, veíamos en Hemingway el mito de los corresponsales de guerra, la figura de esos escritores de noticias y crónicas, que confirmaban y probaban cada uno de sus textos en su propia piel, entre el silencio o el estruendo en las trincheras, la pólvora como nubes en la frente, la desventura del miedo, las reacciones humanas en el límite de la tragedia, el dolor inconmensurable, la comprensión de la guerra o el desconcierto. Y era aún mucho más porque encarnaba también al hombre de condición ética y humana que comprendía cómo a cada horror, a cada muerte, la humanidad se disminuía y las campanas doblaban en un lamento por todos.
Por esas irrevocables razones, cada uno de nosotros tenía en él un modelo y en los corresponsales de guerra, a los admirados miembros de nuestra profesión, aquellos a quienes algún día desearíamos pertenecer, como si fuera posible inscribirse en una leyenda.
En el ámbito cercano de nuestra geografía existían también otros ejemplos que el tiempo fue revelándonos en su audacia y sensibilidad, periodistas como James O’ Kelly, el irlandés que desoyó las advertencias de las autoridades peninsulares y se adentró en las tierras del mambí: Pablo de la Torriente Brau, quien decidió irse a España a defender la República; Mathews, que ascendió al firme de la Maestra para reportar la guerrilla rebelde; los hombres a quienes Che destacó en Argelia; los que vivieron los bombardeos en Vietnam o filmaron la guerra de las minas y emboscadas en Angola.
Todos ellos hicieron el camino a pie o se enrolaron en las expediciones para conocer los detalles de las contiendas, verificar las versiones y palpar la verdad. A veces, los disparos les derribaron de su posición, una mina estalló bajo sus pies, o una bomba les cegó la mirada, tal como en estos días ocurrió ya a ocho periodistas en los parajes distantes y rudos del viejo Afganistán. Ellos, los que dejaron de captar las imágenes o de anotar en sus diminutos, prácticos, irrenunciables blocks, las incidencias de una realidad trágica, fueron transportados en rústicos ataúdes y su asesinato causó conmoción en las redacciones y los estudios de TV de todo el mundo, y quizás develó a muchos, por primera vez, el verdadero rostro de los acontecimientos en el Asia Central.
Dicen que a la pequeña y vivaz Johanne Sutton, de Radio Francia internacional, alguien le preguntó que de todos sus recuerdos cuál era el más fuerte — ella había llegado a Centro América cuando aún el lodo del huracán Mitch arrastraba a la desesperación y al desamparo a muchos seres — y ella Johanne respondió, asombrada por la pregunta, casi con vergüenza: “El dolor humano”.
Quizás la muerte de Johanne Sutton, Pirre Billaud , de la radio luxenburguesa LTI ; Vaulker Handloik, de la revista alemana Ster; Harry Burton y Azizullah Haidari de la agencia Reuters; María Grazia Cutuli, del diario italiano Corriere della Sera ; Julio Fuentes, del diario español El Mundo y lf Stroemberg, camarógrafo de la TV4 de Suecia, sirva de algo; quizás su muerte contribuya a detener la barbarie.
Ni a Johanne, ni a los otros que cayeron en las emboscadas de la guerra de Estados Unidos contra Afganistán, los conocíamos. Pienso en ellos, y otra guerra evoca la memoria. Recuerdo a Marcos, a Eduardito y a Tony, compañeros de la fílmica de las FAR, y del diario Bastión, respectivamente, a quienes sueño recurrentemente, mientras la muerte vende flores secas en Menongue, en lugar de hacerlo en Tchamutete, donde ellos murieron.
Cuando un pequeño grupo de jóvenes periodistas arribamos a Luanda, en septiembre del 87, ya Marcos y Eduardo estaban allí, desde la apetecible posición de quienes tenían la experiencia de varios meses en Angola y vestían con orgullo su desgastado uniforme de camuflaje; su AK y cámaras de video o de 16 milímetros transpiraban todas las arenas y el viento del sur.
Entonces, a pesar de que conocíamos perfectamente que el país se defendía de la invasión sudafricana y se enfrentaba a las bandas de UNITA, armadas por los Estados Unidos, aún no percibíamos el aire cargado de metralla y tensiones y todo parecía en calma, como si más al sur de la vida cotidiana, una multitud de hombres no viviera quizás su último combate, su última caravana, su último avance en las posiciones, su último reportaje.
Pronto, tal vez, demasiado pronto, captamos la densa atmósfera de la guerra, en el ruido infernal de los aviones que aterrizaban y despegaban continuamente en los aeródromos, el tableteo de las antiaéreas, el ruido de los disparos en la amanecida o la oscuridad, la pobreza del país, la desolación de las miradas y la abrumadora presencia de los mutilados en las calles de la ciudad.
Entre los corresponsales la temeridad constituía un amuleto. Deseabas no solo describir sino narrar con el alma, el alma misma del gesto noble y solidario de aquellos soldados de la isla lejana y ello solo era posible si viajabas al vórtice del peligro como quien ofrenda a los valientes, su propio riesgo. A veces la costumbre hacía la actitud temeraria, a veces era tan desmesurada la adaptación al escenario del conflicto que te sugerían exageraciones los reportajes publicados esa semana: “no era verdad_ te repetías_ que fuera tan difícil transitar la llamada ruta infernal de Cuchi o llegar a Nankova”.
Te convencías de tu invulnerable posición de reportero imbatible, una suerte natural que atribuías también a tus colegas: podías ir a cualquier parte: a las caravanas al desierto, a la frontera; mirarlo, anotarlo todo, precisarlo incluso; pero a ti no te ocurría nada y a ellos tampoco, por la única razón de que esa era la costumbre, habituada a verles ir y volver de las emboscadas, de los caminos minados, de los hostigamientos, de la maldita guerra, hasta un día en que ellos no lo sienten, no lo palpan, no se enteran pero la pólvora les invade la piel de repente violácea o el avión en que volaban estalla en el aire o se precipita a la nada, derribado, quizás por un disparo de AK, o por un error de manicomio- como sucedió al AN 26 en que viajaban Marcos, Eduardito y Tony- pero ya no están, ya no regresan, ya no pueden fotografiar, narrar ni filmar el alma desnuda de la guerra, porque son un titular de primera, como ha ocurrido ahora con los corresponsales en Kabul, en Kandahar o en Talogan.
(Crónica originalmente publicada en el diario Juventud Rebelde, 2001).
Fuente: Cuba periodistas

