Preludios
Por Katiuska Blanco Castiñeira
El 16 de febrero de 1898, la noticia de la voladura del acorazado norteamericano Maine, fondeado durante tres semanas en la Bahía de La Habana, ocupó los titulares de primera plana en los diarios de Nueva York, Madrid y la capital insular, y desató, de una vez, los desafueros de Estados Unidos, apenas contenidos hasta ese momento, en sus ambiciones por Cuba, Puerto Rico y Filipinas.
La noticia elevó al millón de ejemplares, las tiradas de las ediciones de la mañana y la noche del World de Pulitzer, y del Journal de Hearst, que exigían el inicio de las contiendas militares.
En Madrid, los vendedores de El País, El Imparcial y el ABC, voceaban inconscientes y con cierto aire fanfarrón, la guerra de España con Estados Unidos. La desavenencia no era nueva. Norteamérica venía presionando desde hacía mucho tiempo para apropiarse de esas colonias.
De nada había valido a España la despiadada política de su capitán general en la Isla, Valeriano Weyler. Ahora se precipitaba a conjurar la catástrofe: dispuso el cese tardío de la reconcentración y las acciones militares en Cuba, pero ya el presidente norteamericano William McKinley, en estocada profunda de oportunismo político, solicitaba al Congreso la autorización para intervenir en el conflicto.
El paisaje a la entrada del puerto sobrecogía y las naves parecían cementerios. Había sido arrasada la escuadra española del almirante Pascual Cervera. Los destacamentos cubanos habían cortado los abastecimientos por el oeste y apoyaron el desembarco estadounidense por el este. Los mismos cubanos a quienes luego las fuerzas norteamericanas impidieron la entrada a la ciudad de Santiago de Cuba en el momento ansiado de la victoria, lo que fue una frustración y una injusticia histórica.
En agosto se hizo público el protocolo preliminar para la suspensión definitiva de las hostilidades y comenzó a tramitarse la evacuación forzosa de las tropas peninsulares que se encontraban en Cuba, como condición ineludible de los tratados de paz que habrían de firmarse sin la merecida presencia de los cubanos, ese diciembre en París.
En la guerra, los médicos yanquis solicitaban con insistencia curar a los heridos españoles, pero sus afanes no eran altruistas; lo hacían para anotar sus observaciones sobre los efectos de los proyectiles norteamericanos en el cuerpo de sus adversarios, en informes dedicados a conocer y estudiar las ventajas del armamento Winchester. (Crónica originalmente publicada en el diario Juventud Rebelde, 2004).
Ilustración: Isis de Lázaro.
Fuente: Cubaperiodistas

