Isla afarolada
Por Katiuska Blanco Castiñeira
Quemante, el humillo del mate ascendía, cortaba el frío de los labios agrietados, los músculos rígidos, las piernas inquietas; propiciaba la cercanía honda, el éxtasis de la muchedumbre silenciosa. Las boquillas pasaban de uno a otro ser en medio de la multitud y al menos por unos instantes el calorcito de la infusión regalaba a los persistentes del río humano, la cálida sensación de una quietud ansiada en el desvelo por no perder una sola palabra de los altavoces en la calle desbordada de respiraciones, anhelos, viejas ilusiones y sueños.
He recordado en estos días el efusivo abrazo solidario de Buenos Aires, en la Facultad de Derecho, adonde acudieron los argentinos para palpar de cerca la estampa y la voz de Fidel.
Algunos se alzaban sobre puntillas para escuchar también con los ojos, mirada que danzaba de pura emoción un tango memorioso, estremecido, nostálgico “…mi Buenos Aires querido, cuando yo te vuelva a ver/ no habrán más penas ni olvidos…”, hasta volver a esa noche eterna, de ese instante fugaz y universal en que el Hombre se quitó el chaquetón de los hombros y compartió la zozobra ardiente de ese sureño, argentino frío de la ciudad de Caminitos, que no se sabe por cuál sendero de asociaciones entrañables desembocaba esa vez en la memoria del callejón de Hamel del Cayo Hueso nuestro en La Habana, que de cierto modo también estaba allí, en esa confluencia austral de lo sentido, mientras Fidel hablaba con ardiente voz, convocaba a los recuerdos… y la presencia del Che iba confundiéndose con el calorcito mismo del mate repartido, gozado con fruición, que penetraba y confortaba todo el invierno de esa penumbra iluminada. Fidel lo veía de nuevo al final de aquel combate audaz en la Sierra, con su estructura desgarbada, tierna y temeraria de los rigores guerrilleros, allí junto a la playa, en el cuartel que había perdido de súbito la techumbre de guano y las paredes provisorias. El médico asistía a los enemigos heridos y a unos compañeros de la columna; un hombre entre ellos temía morir y en verdad estaba muriendo y Che se resistía a dejarlo atrás, pero la guerra imponía sus leyes y él las había aprendido abrupta y ferozmente tras Alegría de Pío, y con él todos los guerrilleros, y como no podía quedarse, alentó al menos, se despidió con un beso en la frente del hombre que iba a ser polvo amado, recordado, puesto del lado de los inertes útiles.
La noche argentina iba volviéndose Che en cada vocablo de Fidel; Che en la marea de gente que desbordaba la plaza y la escalinata, como quien daba fe y testimonio de su solidaridad con la Revolución cubana. Che en todos los rostros y en las escaladas al volcán Popocatépetl, perenne cumbre de sus esfuerzos en México. Fidel dijo que, aunque nunca lo consiguiera, el médico habría pasado la vida subiéndolo, ascendiéndolo con la misma fuerza en el intento que reconocía en los intranquilos cuerpos, los encendidos rostros, los exaltados presentes de la frialdad emocionada, los argentinos de aquella multitud memorable, que enviaba un mensaje a los que soñaran alguna vez con bombardear nuestro archipiélago como lo harían con cualquier “oscuro rincón del mundo”. Entonces, a la luz propia de nuestra Isla afarolada se sumó la claridad de la marea ferviente del Buenos Aires querido. (Crónica originalmente publicada en el diario Juventud Rebelde, 2004).
Fuente: Cubaperiodistas

