Internacionales

Salvemos este frágil instante

Por Michael Mann

No es el momento de sucumbir al fatalismo climático, sobre todo si se basa en falsas predicciones pseudocientíficas de extinción inevitable. A diferencia de los dinosaurios, nosotros tenemos la capacidad de reaccionar», defiende el reconocido climatólogo.

En lo que respecta a la crisis climática, mi amigo y mentor, el añorado Stephen Schneider, solía decir que, dentro del espectro de posibles desenlaces, «el fin del mundo y lo mejor que podía pasarnos son los más improbables». ¿Estaba en lo cierto? ¿Podemos descartar la previsión más catastrofista, es decir, la extinción de la humanidad a causa del cambio climático? ¿O es demasiado tarde para evitar un apocalipsis climático que acabe con la civilización?

En mi próximo libro, titulado Este frágil instante: las lecciones del pasado de la Tierra que pueden ayudarnos a sobrevivir a la crisis climática, investigo la vasta historia climática del planeta en busca de una respuesta a esta y otras preguntas cruciales en torno a nuestro futuro climático.

Las lecciones empiezan pronto, así como los misterios. El gran Carl Sagan reconoció la paradoja del «Sol joven y débil». Al principio de los 4,54 miles de millones de años que tiene la Tierra, nuestro Sol era un 30% menos brillante de lo que es hoy. Según los cálculos al uso, el planeta debería haber estado helado (y desprovisto de vida) en ese periodo, pero no fue así. Estaba lo bastante templado para permitir la existencia de agua en estado líquido, condición necesaria para la vida tal como la conocemos. Sagan reconoció que la solución vino de la mano de un efecto invernadero mucho más intenso que el actual, probablemente causado por elevados niveles de dióxido de carbono y metano en la atmósfera.

Paradójicamente, a medida que el Sol se fue debilitando durante los miles de millones de años siguientes, el efecto invernadero de la Tierra fue disminuyendo. ¿Posee nuestro planeta una especie de termostato que lo mantiene dentro de niveles habitables? Eso sostiene la hipótesis Gaia de James Lovelock y Lynn Margulis, bautizada en honor a la diosa que personifica la Tierra en la mitología griega. Esta hipótesis parece confirmarse a lo largo de las eras geológicas, pero ha habido excepciones notables. Cuando surgió la vida dependiente de la fotosíntesis, hace poco más de dos mil millones de años, el enorme incremento de los niveles de oxígeno en la atmósfera eliminó buena parte del potente gas metano de efecto invernadero, lo que a su vez provocó una galopante retroalimentación positiva o, lo que es lo mismo, un círculo vicioso, en este caso de enfriamiento y acumulación de hielo, que generó más enfriamiento y glaciación. Existen pruebas de que el planeta quedó completamente cubierto de hielo mientras duró ese fenómeno, que tiene incluso nombre: «Tierra bola de nieve». La vida en el planeta estuvo a punto de extinguirse y seguramente solo sobrevivió buscando cobijo en entornos cálidos, como las fuentes hidrotermales delas profundidades oceánicas.

Llegados a este punto, ¿Qué escenario es más probable mientras seguimos aumentando la temperatura del planeta con la desenfrenada quema de combustibles fósiles? ¿Un futuro gaiano de resiliencia climática o sometido a implacables y desbocados procesos de retroalimentación? Tal vez encontremos respuestas en otros periodos de la historia de la Tierra. Empecemos por la extinción más masiva de todos los tiempos, que ocurrió entre los periodos Pérmico y Triásico, hace ahora 250 millones de años.

Durante décadas, se ha especulado con la posibilidad de que una liberación masiva de metano almacenado bajo el lecho marino pudiera haber desencadenado un pico de calentamiento de efectos catastróficos. Quienes auguran una hecatombe climática sostienen que este fenómeno –junto con otro episodio natural de calentamiento rápido (en una escalade tiempo geológica) conocido como MTPE que ocurrió más tarde, hace ahora unos 56 millones de años– es comparable a la «bomba de metano» que nos amenaza en el presente: una rápida liberación del metano congelado en el permafrost del Ártico y las plataformas costeras que ya ha desencadenado el aumento de las temperaturas causado por las actividades humanas. El imparable calentamiento global y la extinción humana, aseguran, están garantizados.

Sin embargo, la revisión de los datos paleoclimáticos simplemente no respalda estas predicciones. En esos fenómenos climáticos del pasado, la principal causa del calentamiento fue la liberación de dióxido de carbono (CO2), el mismo gas de efecto invernadero que bombeamos hoy a la atmósfera por la quema de combustibles fósiles y otras actividades humanas. Los mejores datos científicos disponibles indican que las llamadas «retroalimentaciones de metano» desempeñaron un papel cuando menos modesto en esos fenómenos. De hecho, hace 120.000 años, antes de la última glaciación, las temperaturas en el Ártico eran más cálidas que las actuales y, sin embargo, no se produjo una liberación masiva de metano.

Esa es la buena noticia. Luego está la mala. Actualmente, la concentración de CO2 en la atmósfera está aumentando a un ritmo que multiplica por diez el de cualquier fenómeno natural conocido, lo que representa un reto monumental para la humanidad y todos los demás seres vivos de este planeta. Si no reducimos las emisiones de carbono, la historia paleoclimática también nos advierte –y lo hace sin medias tintas– que, en cuestión de décadas, habremos superado niveles de calentamiento global nunca vistos en millones de años.

Por extraño que parezca, nos hemos beneficiado de fenómenos climáticos ancestrales. La extinción masiva más famosa de todos los tiempos fue la provocada por el asteroide que se estrelló contra la Tierra hace 65 millones de años, generando una nube de polvo que enfrió rápidamente el planeta y aniquiló a los dinosaurios (con la notable excepción de sus descendientes aviarios). Su pérdida nos favoreció como especie, pues propició un nicho ecológico para los pequeños mamíferos que evolucionarían hasta convertirse en primates. Hace dos millones de años, la desecación de los trópicos durante el Pleistoceno creó un nicho para los primeros homínidos, los protohumanos, que desarrollaron la capacidad de cazar a medida que los bosques fueron dando paso a las sabanas en los trópicos africanos. Hace 13.000 años, mientras la Tierra se recuperaba de la última glaciación, el periodo de enfriamiento conocido como el Dryas Reciente impulsó el desarrollo de la agricultura en el Creciente fértil. Asimismo, hace cerca de 6.000 años, surgieron las primeras y pujantes ciudades Estado –es decir, la civilización humana– cuando la sequía en Oriente Medio y Oriente Próximo hizo necesarios los primeros proyectos de ingeniería, que liberaron a los ciudadanos para realizar otras tareas como la construcción, lo que a su vez propició la formación de los primeros asentamientos urbanos dignos de ese nombre.

Queda claro, por tanto, que el cambio climático natural ha creado a veces nuevos nichos ecológicos que nosotros o nuestros antepasados hemos sabido explotar, así como retos que han espoleado la innovación tecnológica. Sin embargo, el margen de variabilidad climática en el que la civilización humana sigue siendo viable es relativamente estrecho, y se está reduciendo a pasos agigantados. Las condiciones que nos han permitido vivir en este planeta son frágiles. Este frágil instante está en peligro. La historia paleoclimática es rica en ejemplos de ganadores y perdedores, y todo apunta a que, esta vez, nosotros somos los que saldremos perdiendo.

No hacen falta predicciones inverosímiles de calentamiento descontrolado inducido por una «bomba de metano» para pasar a la acción. La realidad ya es bastante mala de por sí: si no adoptamos medidas adicionales de política climática, es probable que el calentamiento global alcance o supere los 3 ºC. Peor aún: si, lejos de reforzar las políticas actuales, las abandonamos y aceleramos la extracción y quema de combustibles fósiles, el calentamiento global podría situarse en 4-5 ºC, un incremento de la temperatura nunca visto en decenas de millones de años, y que se produce a un ritmo sin precedentes.

Nos enfrentamos a un futuro marcado por la pérdida masiva de capas de hielo, una subida del nivel de mar de varios metros, la inundación de las principales ciudades costeras del mundo, la mitad del planeta inhabitable de puro tórrido, así como olas de calor, sequías, inundaciones y supertormentas como nunca se han visto. Hollywood nos ha enseñado cómo sería ese mundo, y no es una visión agradable.

Sobre nosotros recae la responsabilidad de no condenar a las generaciones venideras a un futuro tan distópico. Un reciente estudio con revisión de pares publicado en la prestigiosa revista Nature demuestra que aún podemos impedir que el calentamiento global sobrepase la marca de los 2 °C que el Acuerdo de París de 2015 estableció como límite de seguridad, siempre y cuando los compromisos de Glasgow se mantengan y apliquen a tiempo. Pero es preferible limitar el calentamiento a 1,5 ºC, en vista del peligro creciente de daños por fenómenos meteorológicos extremos y, en particular, de la amenaza que se cierne sobre los países insulares de baja altitud, ya en riesgo de sufrir inundaciones por el deshielo de los polos y la subida del nivel del mar. Por tanto, siguen siendo necesarias medidas más estrictas, y de nosotros depende que los políticos y otras personas y organismos influyentes se pongan manos a la obra.

No es el momento de sucumbir al fatalismo climático, sobre todo si se basa en falsas predicciones pseudocientíficas de extinción inevitable. A diferencia de los dinosaurios, nosotros tenemos la capacidad de reaccionar. Vemos cómo ese asteroide metafórico se va acercando a la Tierra, pero aún podemos hacer algo al respecto.

Tomado de Climática/ Foto de portada: Roberto García Roa

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