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Argentina: El cura cautivo en predio eclesiástico

Por Sonia Tessa.

Lucas Mac Guire tenía cinco años el 18 de abril de 1978. Su papá Santiago lo llevaba en bicicleta por La Paz al 800, cuando una patota de cinco hombres –así la recuerda- lo tiró al cordón, y se llevó a su padre en un auto. La desolación, solo en la calle, duró largos minutos. Un rato después, una vecina se acercó y lo llevó hasta su casa. Llamaron a su mamá, María Magdalena Carey, y a partir de ahí, comenzaron los días de llantos y continuas reuniones, que llegaron hasta monseñor Guillermo Bolatti, arzobispo de Rosario. Santiago, junto a Eduardo Garat y Roberto Pistachia estuvieron desaparecidos en la Casa Ceferino Namuncurá, de la Congregación Salesiana, en Funes. Por orden de la autoridad eclesiástica, Santiago fue llevado unos días después al Comando del Segundo Cuerpo de Ejército, donde le hicieron un consejo de guerra, y luego quedó detenido –primero- en la cárcel de Coronda, para luego ser trasladado a otros penales distantes, como Rawson. Mañana, en la causa Guerrieri IV, Lucas, sus hermanos Federico y Martín y su hermana Bárbara declararán por primera vez. “Viví toda mi vida esperando esto”, dice Lucas, que se fue de Rosario hace treinta años, vive en Buenos Aires, integra la Asociación Miguel Brú y dedica sus días a la defensa de los derechos humanos actuales: personas en situación de calle y víctimas de violencia institucional.

Santiago murió en 2001, hasta entonces era conocido como “el cura”, aunque renunció al sacerdocio en 1969. María murió en 2015, y llegó a presentarse como querellante en esta causa. “A pesar de que falleció el sobreviviente, tenemos la palabra de sus hijos, es como si Santiago estuviera declarando”, consideró Gabriela Durruty, representante de la querella ante el Tribunal Oral Federal número 1. Recordó que María declaró cuando ya necesitaba suministro de oxígeno. 

 
Aunque Lucas intenta aligerar el relato de su experiencia, al contar el secuestro, el llanto sobreviene. Recuerda los años en que visitaban a su padre en las distintas cárceles, las violencias que sufrían. “Mi hermana Bárbara, cuando tenía cuatro años, le hizo un dibujo a mi papá, lo dibujó a él y unos policías. Esa carta volvió censurada, no lo voy a olvidar nunca”, dice este hombre que el lunes, a las 9, se sentará frente al Tribunal. “La calle se llevó a mi papá, y también me lo devolvió. Eso para mí es muy simbólico. Cuando lo liberaron, en diciembre de 1983, yo estaba jugando en la vereda, en mi casa de Empalme Graneros, salí con mi perro para hacer un mandado y él me espero allí. Yo vi un señor, con un traje feo, pero cuando me acerqué, era mi papá. Qué alegría”, de nuevo se emociona Lucas al recordarlo.

Santiago Mac Guire es una de las 163 víctimas que tiene la causa Guerrieri IV, y sus hijes, como muchos testigos, tienen por primera vez la posibilidad de declarar. El principal objetivo de Lucas es dejar sentada la responsabilidad eclesiástica. Recuerda que Bolatti y Luciano Jáuregui, que era el Comandante del Segundo Cuerpo de Ejército, eran dos nombres que se mencionaban mucho en su casa, y de forma combinada. Otra vivencia le vuelve nítida: al día siguiente del pedido de su madre a Bolatti, irrumpió “una comitiva” del Ejército en su casa. Les avisó una vecina, a través de un patio interno. Los militares encerraron a los cuatro niños en una habitación. La más pequeña lloraba. “Nosotros también lloraríamos”, deduce ahora Lucas. El más grande -Martín- quiso ver qué pasaba y un soldado cerró la puerta. “Para mí es importante la declaración porque mis hermanos también fueron víctimas de privación ilegal de la libertad, y no han podido hablar del tema”, dice. 

Para Durruty, es importante señalar que el centro clandestino donde estuvieron secuestrados Mac Guire, Garat y Roberto Pistachia era un predio eclesiástico. “Si bien todos sabemos que hay una responsabilidad directa de la Iglesia en el terrorismo de Estado, a través del desarrollo de los juicios y de las investigaciones, sabemos que hubo un capellán ya sea policial o militar por centro clandestino, que participaban activamente de las reuniones con las cúpulas del gobierno dictatorial, en este caso hay un plus que es que el centro clandestino funcionaba adentro de una propiedad de la iglesia”, expresó la profesional, que representa a la familia y pertenece al equipo jurídico de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) y de Familiares de Detenidos y Desaparecidos por Razones Políticas.

Lo que contó Pistachia en la última audiencia de la causa Guerrieri IV, el 27 de marzo pasado, fue que estuvo secuestrado junto a Garat y Mac Guire. Allí fueron sometidos a tormentos. Un día, lo llevaron al Batallón 121. Ahí, Jáuregui se lo mostró a Bolatti como una ofrenda. Se habían confundido, creían haber llevado al exsacerdote. 

“No hay muchos casos donde un testigo haya escuchado esa conversación y esté para contarlo”, considera Durruty y señala que “es otra muestra más de que las decisiones las tomaba la cúpula eclesiástica. Ellos estaban en condiciones de decidir sobre la vida o la muerte de las personas secuestradas. Él dijo ‘me lo traen a Mac Guire y a éste lo dejan acá”. Cree que la “legalización” de Mac Guire (y de forma aleatoria, Pistachia) “tuvo mucho que ver con las presiones, incluso internacionales, que recibía la iglesia, por quién era Santiago. Entendemos que Bolatti tomó esa decisión porque era insostenible”.

Santiago era muy conocido. Recién ordenado sacerdote, fue destinado por el Papa al Bajo Saladillo. Con un contenedor, creó la parroquia Nuestra Señora de Itatí, una escuela y un centro de salud. Organizó al barrio para obtener una conexión –clandestina- de agua y, cuando la Policía Montada llegó a reprimirlos, también los organizó para resistir con palos. En los años 60, abrazó el movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo y, en 1967, se enamoró de María, que era su prima segunda. Ella quedó embarazada y se fueron a Buenos Aires. De ellos se habló mucho y mal, por esa relación.

En 1971, de vuelta en Rosario, Santiago estuvo detenido con otros “sacerdotes renunciantes”. Cuando lo liberaron, trabajó en la Universidad Nacional de Rosario. Era filósofo, teólogo, músico. Estuvo detenido desde 1978 a 1983 y cuando recuperó su libertad, se integró al Servicio de Paz y Justicia, escribió en el diario Democracia, coordinó varios años en el Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos (MEDH). Creó y dirigió coros. No pudo jubilarse porque no tenía los años de aportes suficientes, pero sí llegó a recibir la indemnización que le correspondía por los años de detención ilegal. Murió el 5 de julio de 2001.

Lucas cree que para su padre sería importante declarar en este juicio, porque así lo hizo en 1984 para la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas, en sus columnas del diario y en cada lugar donde pudo. Por lo mismo, Durruty invita para la audiencia de mañana, a las 9. Para presenciarla sólo hace falta llegar con una fotocopia del DNI. Para acompañar a la familia en la puerta del Tribunal, sólo llegar hasta allá.

La militancia de Lucas empezó cuando era casi un niño. Ahora que es adulto, sabe que está ligada a la historia de su padre, pero no lo considera un mandato, sino “una decisión propia”. 

En la puerta del Centro Cultural Roberto Fontanarrosa, mientras le hacen las fotos, recuerda postales de su adolescencia rosarina, el paso por el taller Había una vez, para hijes de víctimas del Terrorismo de Estado, una obra de teatro de la que no pudo participar por una inoportuna peritonitis, nombres de amigos y compañeros de esos años. Lucas se ríe con una anécdota. “Las víctimas también reímos”, refuerza. 

Tomado de Página/12 / Foto de portada: Andrés Macera.

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