Fue la última marcha del militante social Facundo Molares. Su andar por este mundo terminó a metros del Obelisco el jueves, asesinado por la Policía de la Ciudad de Buenos Aires. Facundo dio su última bocanada de aire con la jeta apretada contra los adoquines de la plaza República, cerca de compañeros de lucha llegados desde las barriadas olvidadas del Conurbano siempre olvidado.

Los cosacos de Rodríguez Larreta lo marcaron, le apretaron la espalda, le pisaron el cuello. «Infarto», es la información oficial. Como si no existiera el contexto. Como si hubiese estado caminando y se le hubiese frenado el corazón. Como si no hubiese tenido nada que ver el policía aplastándole la cabeza hasta dejarlo sin aire, y después no atinar ni a un RCP. Lo mataron. Lo brutal siempre es la muerte.

Conocí a Facundo una mañana de abril del año pasado. Estaba preso en la Unidad 6 de Ezeiza, a la espera de un juicio de extradición a Colombia. Charlamos horas. Contó historias de sus padres perseguidos por la dictadura, de las luchas en la Patagonia rebelde de su adolescencia durante el menemato, de sus derivas iniciáticas por las venas abiertas de América Latina, de su militancia de base en la 1-11-14, de las protestas en el crack neoliberal del 2001, del Amazonas que fue su hogar con las FARC, de la batalla por su vida en el Golpe de Estado en Bolivia, de sus ganas de ser libre en su patria natal. La larga marcha de un hombre comprometido con sus ideas. Fue estar frente a un caminante infatigable.

Al despedirnos, dio un fuerte apretón de manos y dijo: “Volví a mi tierra para ver a mi padre, para ver la tumba de mi madre, para ver a mi pueblo. Yo quiero seguir peleando en libertad contra las injusticias de este sistema”. Pocos meses después volvió a las calles. No se olvidó de sus palabras. Salió a pelear.