Cuba

Depredación visual

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Hace ya un tiempo que las generaciones que hoy tienen menos de 25 años prefieren a Instagram como red social digital. La percepción de que Facebook está «obsoleta» –percepción a la que ha contribuido generosamente el arribo a esta plataforma de millones de «tembas» y adultos mayores– y el uso más evidente de esta aplicación con fines políticos han llevado a los más jóvenes a una mudanza masiva. Instagram les ofrece un carrusel de videos cortos, muchas veces cómicos (o que lo intentan ser) y la posibilidad de interactuar sobre la base de imágenes. Ahí poca gente lee un post.

Además de congeniar con la naturaleza eminentemente visual de nuestro arquetipo biológico, Instagram tributa a ese culto banal, frívolo, de la imagen por encima del mensaje, la preferencia moderna del continente frente al contenido. Los filtros y los efectos con los que cualquier persona, sin ser especialista, puede modificar sus fotos ha propiciado que se generalicen paradigmas de belleza artificial. Y en la perversa dialéctica de las invenciones humanas –creamos las herramientas y luego ellas nos modifican a nosotros– eso ha significado que miles de personas se vistan, se maquillen y hasta se operen para parecerse más a ese rostro que ven en sus pantallas, reflejo adulterado de sí mismos.

Siendo una red digital tan popular entre los jóvenes, esa perversa dialéctica que mencionamos influye entonces en el deseo creciente de algunos jóvenes, a ritmo desenfrenado, de ser populares. Gustar, atraer, provocar ese like: Instagram es el mismo perro con diferente collar (cuestión de diseño, si se quiere). Y en esa lógica de la popularidad a través de la imagen, de la belleza humana como objeto de contemplación y veneración, como estándar, la cosificación de la mujer tiene un peso determinante. No es que a los hombres no se nos pueda tratar como pedazos de carne para ser exhibidos, sino que la estructura aún patriarcal de la sociedad moderna global empuja a que las mujeres ocupen mayoritariamente esas «vitrinas digitales» que son hoy las redes.

En Cuba, si se hace una búsqueda rápida y sin pretensiones de profundidad u objetividad científica, se puede observar que cualquier muchacha puede llegar a tener, sin demasiadas dificultades, 20, 30, 50 y hasta cien mil seguidores (e interacciones en proporción); sobre todo si en esa cuenta comparte fotos que puedan exacerbar los instintos lascivos de esa legión de babosos que infecta toda comunidad digital. Dentro de esos miles y miles de seguidores, las muchachas más «populares» –que muchas veces aún no terminan siquiera el preuniversitario– tienen a una corte de gente bien «temba», bien adulta, que se dedica a la depredación visual.

Que redes digitales así sean una dimensión de aparente libertad, que se utilicen sin supervisión de adultos (responsables), implica una vulnerabilidad incuestionable para los más jóvenes, que pueden terminar siendo víctimas de acoso y experimentar desagradables e incluso peligrosas situaciones. Entender ese fenómeno, en el que nuestros adolescentes –especialmente las féminas– alimentan «voluntariamente» el morbo de miles de depravados, con su imagen, nos debe llevar a asumir una postura más activa en las escuelas y en los hogares. Hay que educar a esos usuarios de Instagram y otras aplicaciones similares para que hagan un uso consciente y atinado de esas herramientas, que si bien nos ayudan a potenciar la comunicación también pueden llevarnos a convertirnos en víctimas o en mercancía. Por supuesto, el problema no se limita a internet o a una u otra plataforma: el problema es de fondo, es sistémico. Pero por alguna parte hay que empezar.

Tomado de Granma/ Imagen de portada: Caricatura de Moro

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