Culturales

Homenaje a Arturo Roig, un grande del pensamiento latinoamericano, recordándolo en el día de su nacimiento

Por Martín Claudio Aveiro.

El 16 de julio de 1922, nace en Mendoza, Arturo Andrés Roig, hermano mellizo de Fidel e hijo de Fidel Roig Matóns y de María Elisabeth Simón. Su padre había nacido en Gerona en 1884, hijo de Arturo Roig, mueblero y ebanista de aquella ciudad. Don Fidel se había perfeccionado en violín en Barcelona y, en 1909, su primo concertista Agustín Roig lo invitó a la ciudad de Mendoza y formó con él un cuarteto de cuerdas. A partir de 1929 se dedicó a la pintura e integró el grupo fundador de la Academia de Bellas Artes de Mendoza. Se preocupó por plasmar en sus dibujos a la etnia Huarpe de Cuyo, entre ellos está el cuadro de Carmen Jofré” que Arturo Andrés guardaba celosamente en su biblioteca privada de su vivienda en la capital mendocina.

En 1930, producto del primer golpe de Estado argentino, Fidel quedó cesante y los gastos del hogar tuvieron que ser solventados con el sueldo docente de su esposa María Elisabeth. Ella era egresada de la Escuela Normal de maestras fiscales y militó activamente en el movimiento de la escuela nueva, que tenía un nutrido grupo de seguidores en Mendoza. Envió a sus hijos a estudiar en la escuela Federico Moreno donde era maestra. Con sus padres cultivaron una intensa vida literaria que se completaba con las salidas a pintar de su padre en la región de Huanacache.

Arturo Andrés egresó como maestro normal e ingresó a la recientemente creada Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo, donde enseguida se destacó. Inmediatamente egresado, con el título de profesor de enseñanza normal y especial de Filosofía, colaboró en el Primero Congreso Nacional de Filosofía realizado en aquella Casa de Estudios, con su amigo Mauricio Amílcar López, desaparecido en 1977 durante la última dictadura militar en nuestro país. López fue nombrado prosecretario de actas y Roig secretario de archivo: “Pudimos presenciar de cerca, como espectadores, cómo ardía el volcán filosófico nacional y, aun en parte, el internacional […]” (Roig: 2005, 365). Aquel Congreso había sido cerrado con una conferencia final de Juan Domingo Perón quien asistió con su esposa Eva Duarte.

Decía Arturo que fue su primer viaje a Europa, en 1950, lo que lo decidió por la problemática latinoamericana: “Lógicamente era estudiar la filosofía europea que era una especie de círculo que no tenía salida. Para poder saber Filosofía tenía que saber Filosofía clásica, para saber Filosofía clásica tenías que saber Filosofía francesa que siguió a la clásica y así. Pero siempre el círculo estaba cerrado” (Roig, 2012). Por eso es que cuando volvió a su tierra comenzó a pensar “lo nuestro”, “desde lo nuestro”, “pensar nuestras cosas”,adecuando” las herramientas que había recibido: “La necesidad de pensar o de ejercer el pensamiento con todas las técnicas que existen, con todas las exigencias técnicas del pensar académico pero aplicada a otra realidad y vista desde otra realidad” (Ibíd.).

Se había casado con Irma Alsina Manen a quien conoció en Filosofía y Letras, donde se había recibido en Letras; con ella tuvo cinco hijas. Los dos trabajan como profesores en la Facultad, Irma era jefa de trabajos prácticos de Lengua y Cultura Griega y Arturo estaba en las cátedras de Historia de la Filosofía Antigua, Historia de la Filosofía Contemporánea e Historia del Pensamiento y Cultura Argentinos. Roig se interesó y se dedicó, además del pensamiento latinoamericano, a la filosofía platónica: de ahí su libro, publicado más tarde, Platón y la filosofía como libertad y expectativa. Por entonces, había escrito sobre la literatura, el periodismo, la filosofía de las luces y la biblioteca mendocina. Pero, además, se preocupó por la problemática educativa y en 1957 publicó: Agustín Álvarez: sus ideas sobre educación y sus fuentes. A su vez, comenzó a delinear las ideas krausistas en la Argentina y entre ellas destacó a un pedagogo mendocino, el normalista Carlos Vergara, de quien tomó sus propuestas para una pedagogía democrática y participativa.

Durante los años sesenta, como corolario de los cambios que se producían en el mundo y la irrupción de las juventudes en el escenario político, el clima académico vivía momentos de inquietudes y búsquedas desde las más diversas corrientes teóricas. En Mendoza, a pesar de que los militares una vez más se apoderaban de los resortes del Estado e imponían censuras y restringían libertades, la Facultad de Filosofía y Letras mantenía su fuerza académica íntegra. Y fue en ese ambiente que ante la aparición de la renovada Teología de la Liberación, luego del Concilio Vaticano II; la elaboración de las teorías de la dependencia en Chile, con un grupo de intelectuales brasileños exiliados; participó de la Pedagogía de la Liberación de Paulo Freire, que se gestó en la provincia cuyana, según nos afirmó Enrique Dussel, uno de los impulsores de la Filosofía de la Liberación: “El Pragmatismo es la única Filosofía Norteamericana “norteamericana”, lo demás son desarrollos europeos. Y bueno, yo creo que la Filosofía de la Liberación es la única nacida en América Latina y nació en Mendoza”(Dussel: 2006).

En el denso clima cultural que se manifestaba como novedoso y a la vez rupturista del pasado, es que Arturo Roig entendía que había que adaptar las envejecidas universidades a un crecimiento poblacional juvenil único en la historia y que, asimismo, aquellas debían ser puestas al servicio de los procesos de liberación teoríco-prácticos por los que atravesaban. Y así es que, un año antes de los sucesos de La Sorbona y Tlatelolco, leyó una conferencia en el Departamento de Filosofía de su Facultad denominada: Hablemos, ya, de pedagogía universitaria. En el texto planteaba la necesidad de adecuación de las estructuras académicas al incesante incremento de inscripciones a las casa de altos estudios, sin restricciones asentadas en algunos prejuicios como el que dice que disminuye la calidad conforme se imparte a un mayor número de gente (Ribeiro: 1973, 9).

Luego de los estallidos sociales que culminaron en el denominado “Cordobazo”, en aquella unidad obrero estudiantil que cada vez era más fuerte y que debilitó profundamente al gobierno de facto de Juan Carlos Onganía, es que Roig reafirmó aún más sus convicciones del necesario cambio que tenía que darse en la Universidad argentina.

Ahora bien, había una experiencia breve de proyecto universitario llevada a cabo por Darcy Ribeiro y Anisio Teixeira en Brasilia, entre 1960 y 1964. Pero se sentía también con fuerza el embate desarrollista que en el plano de la educación superior era sostenido por Rudolph Atcon. Ambas coincidían en la eliminación de la cátedra como centro de irradiación del saber y de patronazgo feudal, en el marco de un modelo de departamentalización. Salvo que en el caso de Atcon su propuesta incluía la despolitización y la privatización, lisa y llana, de las universidades latinoamericanas. En cambio, Ribeiro sostenía durante su exilio en el Perú lo siguiente: “Reconocer francamente que la Universidad fue y es una institución intrínsecamente política, esencialmente conservadora e innegablemente connivente con el viejo orden social. En consecuencia, no tratar de despolitizarla ? lo que, además de imposible, sería indeseable – sino de contrapolitizarla para hacerla servir a la revolución social, a través de una reforma políticamente intencionalizada con el objeto de democratizar los mecanismos de acceso a la Universidad; superar el academicismo en la formación universitaria y en el diseño de los currícula y programas; sobrepujar el elitismo implícito en los esquemas de carreras y en la fijación de los privilegios que ellos otorgan; reorientar las actividades científicas y culturales, concibiéndolas no más como un goce erudito del saber, sino como instrumentos de transformación del mundo; y, finalmente, garantizar la participación de todos los profesores y estudiantes en la estructura de poder de la Universidad” (Ribeiro: 1974, 42 – 43).

Fue ésta propuesta de Ribeiro la que Arturo Roig tuvo posibilidad de implementar en la Universidad Nacional de Cuyo, cuando fue convocado a la Secretaria Académica, durante el tercer gobierno peronista después de levantada la larga proscripción que pesaba sobre el mismo en 1973. Roberto Carretero, rector interventor, lo invitó a colaborar con su gestión y Roig puso en marcha la profunda renovación pedagógica y académica que eliminaba la estructura de cátedras y departamentalizaba al interior las facultades a través de “unidades pedagógicas”, donde docentes, estudiantes y graduados debatían contenidos y abordajes. La reforma fue muy breve dado que con la muerte de Perón, en julio del “74, la disputa interna entre los sectores del peronismo y la persecución que sobrevino por parte de la derecha peronista en manos del ministro de desarrollo social, José López Rega, que dirigía la fuerza parapolicial triple AAA (Alianza Anticomunista Argentina), y el ministro de educación Oscar Ivanissevich, quien había reemplazado a Jorge Alberto Taiana, hizo imposible cualquier posibilidad de alternativa renovadora.

En 1975 fue declarado cesante, como tantos otros reformadores mendocinos, incluido su padre, y obligado a exiliarse. En 1976, el rector de la última dictadura cívico-militar, Pedro Santos Martínez, directamente le prohibió, junto a otros colegas, ingresar al predio de la Universidad Nacional de Cuyo. Roig siguió su camino primero en México y después en el Ecuador, y allí se dispuso a elaborar la Filosofía ecuatoriana y en 1977 publicó: Historia para un esquema de la Filosofía ecuatoriana. En 1979 fue cofundador y miembro de la Comisión Editorial de la Biblioteca Básica del Pensamiento ecuatoriano. Y en 1981, se editó en México su Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano, de gran repercusión. Volvió a la Argentina, después de nueve años de exilio, en 1984. El Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnica (CONICET) lo nombró investigador científico con la categoría de principal, y en 1986 fue designado Director del Centro Regional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas de Mendoza (CRYCIT). Asimismo, fue director fundador del Instituto de Ciencias Humanas, Sociales y Ambientales del mismo Centro.

Siguió publicando y asistiendo a todo evento que lo invitaran para disertar u homenajear. Pero lo más importante que podemos rescatar quienes conocimos a Arturo Roig es que, más allá de sus doctorados Honoris Causas, sus distinciones y la cantidad de publicaciones en las que insistía en “pensar nuestras cosas”, fue una persona humilde.

 

“LA CONDUCTA HUMANA Y LA NATURALEZA”

(Primera parte del libro “Ética del poder y moralidad de la protesta: La moral latinoamericana de la emergencia)

Las formulaciones de la moral no son pocas. Lo mismo que sucede con los sistemas filosóficos y sus clásicas contradicciones cabría que nos preguntemos por la validez de aquéllas. Una misma formulación moral puede, además, cambiar con el tiempo y hasta llegar a posiciones no muy compatibles con sus inicios. Inclusive se da el caso de aquellos que sostienen actitudes morales que no ofrecen una clara congruencia teórica, pero que se nos muestran integradas, normalmente, en una praxis. Por lo demás, aquella distinción que dejaba tan satisfecho a Kant entre “imperativos” y “máximas“, unos de “valor objetivo” y las otras, “subjetivas“, ha entrado en crisis conjuntamente con la noción de sujeto. ¿Para qué entonces una nueva propuesta moral? ¿En qué podrá ser de más valor que las anteriores? Vamos a contestar a estos interrogantes diciendo que toda propuesta moral surgida del seno de la filosofía, es un ejercicio de razón desarrollado sobre ciertos hechos o creencias que consideramos válidos y desde los cuales se intenta llegar a ciertos principios que arrojen luz sobre el universo de la conducta humana, dándole sentido, con lo que pretendemos crear o reorientar una conciencia moral, hecho que no es de simple razón.

Las propuestas de este tipo no son ajenas a la situación social que se vive, como tampoco a ciertas tradiciones. Por de pronto, hemos de reconocer que la conciencia moral es siempre anterior a una doctrina o teoría sobre los actos morales, en cuanto que la vida social misma muestra una estructura nomotética que le es necesaria. Una filosofía moral es, pues, un acto segundo y su justificación le viene de permitir el hecho de clarificar a aquella conciencia. Desde este punto de vista las morales de los filósofos no resultan tarea vana, sino una de las más importantes que se puedan realizar con las herramientas propias de la filosofía, y la historia cambiante de las morales cobra pleno sentido más allá de sus limitaciones y contradicciones.

Dentro de un planteo de ese tipo hemos hablado de una “moral de la emergencia” como propia de nuestros pueblos latinoamericanos, de la que si bien intentamos una formulación teórica, desentrañando sus principios, ha sido y es vivida por nuestros pueblos y surge de sus más lúcidos y comprometidos escritores. Como toda moral vivida, su desarrollo y, por cierto, sus principios, son el fruto de una praxis el que, en el caso al que nos estamos refiriendo, se ha expresado fundamentalmente como un proyecto de liberación. De este modo, si el filósofo puede con las armas de la filosofía arrojar esa luz a la que suele llamársela “teoría“, es bien cierto que el primero en aprender es el filósofo mismo. Incluso debemos decir que si su tarea alcanza esa nobleza que más de una vez se le ha atribuido al saber filosófico, ella le deriva de la sensibilidad que tenga respecto de los que luchan contra todas las formas de opresión. Y todavía más, si su quehacer pudiera ser considerado “crítico“, es porque la “crisis” sobre la que se ejerce la nutre de “criticidad“.

¿Cuáles son nuestros reclamos? Pues no sólo los que derivan de la lucha ya secular de nuestros pueblos por afianzar y consolidar su autonomía social, política y cultural, sino también aquellos que provienen de la indefensión de nuestra naturaleza en relación directa con la concentración mundial del poder tecnológico e industrial, en medio de un proceso de irracionalidad creciente que nos impulsa a todos a una explotación despiadada de los recursos naturales. A la lucha por la dignidad como pueblos se ha sumado el más profundo y grave de la sobrevivencia como humanidad. La responsabilidad de los hechos que han suscitado la “alarma ecológica”, es por cierto, mayor para unos que para otros, en un mundo partido por la desigualdad de la riqueza y del poder, más, ello no puede ser motivo para sentirnos al margen, en cuanto también nosotros somos responsables y, en más de un caso, plenamente responsables. Los sudamericanos debemos tener muy presente que en la Amazonia, la que no es patrimonio exclusivamente brasilero, cinco millones de kilómetros cuadrados de selva están amenazados de destrucción en un proceso hasta ahora incontenible de irracionalidad y violencia. Es importante tener presente que esa selva constituye, ella sola, el diez por ciento de la superficie mundial de bosques y casi la mitad de la jungla tropical planetaria (Prati).

Pues bien, aquella “moral emergente”, en cuanto expresión teórica de lo que entendemos como una experiencia propia de nuestros pueblos, la habíamos visto como un modo de poner en juego lo que hemos denominado a-priori antropológico. De él y por necesidad misma de su cumplimiento, dimos necesariamente en una norma, cuyo valor imperativo depende del grado de conciencia moral con el cual la asumamos, aquella que nos exige considerarnos como fines y no simplemente como medios. Y una categoría moral básica que expresa todo esto, la de la “dignidad humana“. Y todavía más “aquel a-priori antropológico” venía empujado -permítasenos la metáfora- por un principio común a todos los entes, el “principio conativo” que nos lleva a perseverar en el ser (Roig 1994).

En este momento deberíamos enriquecer nuestra propuesta teórica, e inclusive reordenarla desde una visión más rica de ciertos impulsos que más de una vez han sido vistos como originarios (principia naturalia). Mas, para esto tendremos que regresar a experiencias espirituales olvidadas por causa de una posición antropocéntrica que se expresó de diversos modos. Entre ellos podemos mencionar una teología que ordenó el mundo poniéndolo al servicio del hombre, considerado como vicario de Dios en la Tierra y, más tarde, una ciencia que declaró, sin más, al hombre como “amo y señor de la naturaleza”, con lo que la figura del “amo y el esclavo” se extendió hacia un ente con el cual no había posibilidad de una autoconciencia recíproca y, en fin, de una filosofía -que en verdad no era nada nueva y en muchos momentos tan antigua como aquella teología y aun más- que trazó una línea divisoria aparentemente insalvable entre la naturaleza y el “espíritu“.

Experiencias espirituales olvidadas, como decíamos, que permitieron ver lo que ahora hemos dejado de ver y que deberíamos volver a ver. De entre esas experiencias quisiéramos traer a la memoria la de los sabios estoicos, particularmente, ya que desde ellos y, tal vez, gracias a ellos, podríamos repensar el punto de partida de aquella “moral de la emergencia” desde un horizonte más vasto que no le ha sido ajeno.

  • Diógenes Laercio, en su “Vida de Zenón”, incluida en su insustituible libro, siempre lleno de sorpresas, nos dice al hablar de la moral de la Stoa que: “El primer impulso (hormén) del animal, afirman (los estoicos), es poseer el cuidado de sí mismo, puesto que la naturaleza desde el principio está íntimamente unida a él (oikeioúses autó), según lo afirma Crisipo en el Libro I de Acerca de los fines, diciendo que lo primeramente innato (próton oikéion) es para todo animal su propia constitución (ten autó systasin) y el sentimiento íntimo (synáisthesis) (que tiene) de ella, pues no es verosímil que el animal se enajene a sí mismo y (la naturaleza) habiéndolo hecho de ese modo (no es creíble) que (el animal) ni enajenara, ni conservara (oikeiósai) (su impulso). Resta, pues, decir que las cosas que lo confirman son familiares para él, pues, las dañinas las rechaza con fuerza y las que le son favorables (ta oikéia), las retiene” (VII, 83-86).

Sabemos que el ideal de vida simple vigente entre los estoicos tiene su antecedente en la filosofía de los cínicos, en quienes se planteó como una exigencia lo que podríamos llamar un “regreso a la naturaleza” (Roig 1992). Mas, aquí los estoicos agregan algo nuevo e importante: no se trata de “imitar” a los animales y con ello desprendernos de los refinamientos y complicaciones de la vida ciudadana, sino de algo más profundo. En efecto, los seres humanos, ellos mismos, en una etapa de su vida, muestran un comportamiento primario común con todo ser vivo y, en tal sentido, verdaderamente universal: el mostrar un “impulso” (hormé) hacia su preservación o, lo que es lo mismo, hacia una “apropiación o pertenencia de sí mismo” (oikéiosis autó), de lo cual poseen una cierta sensibilidad o sentimiento.

Vale la pena destacar esa noción de “apropiación” o de “pertenencia” que es atribuida a todo animal respecto de sí mismo con el sustantivo oikéiosis. Se trata de las mismas relaciones naturales o de parentesco (oikéioma) que caracteriza la vida en nuestro hogar o casa (oikos u oikía), las que no sólo nos ponen frente a lo que sería común a todos los seres vivos sino, además, a lo que es un cierto orden, una cierta acción ordenada respecto de la preservación de la constitución de cada uno, sino también mediante la consecución de lo necesario para aquella preservación, o el rechazo de lo que la amenaza. Podemos, pues, hablar de una conducta, en cuanto que hay una teleología, aun cuando de todo esto no se tenga plenamente conciencia, sino una cierta sensibilidad  y sobre todo, de un comportamiento en un ámbito que si bien para los humanos es el de la casa (oikía), para estos mismos y los animales es también esa otra “casa” mucho más amplia y abarcadora, la naturaleza. Y ahí se cumple, además, naturalmente” ese acto de “apropiación” o “conciliación” y, a la vez, de “tenencia“, que es la oikéiosis, para los animales, a lo largo de su vida y para los humanos; en esa etapa en la que aun la cultura no los ha “humanizado“, o inclusive, depravado.

Más allá de las diferencias entre estoicos y epicúreos, esta temática de evidente herencia cínica, les es común y aleja en ellos radicalmente su concepto de “naturaleza” del modo como es entendida en Aristóteles. No podemos dejar de recordar que Juan Jacobo Rousseau quien se aproxima más a aquellas dos grandes escuelas helenísticas que al peripato, encabezó su célebre Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, con un texto tomado de la Política aristotélica que dice: “No en los depravados, sino en aquellos que se comportan bien según su naturaleza, debe ser considerado qué cosa sea lo natural”, texto con el cual el ginebrino lleva a cabo la proeza de descontextualizarlo y de hacerle decir lo contrario de lo que dice, porque la “naturaleza” del ser humano recién puede ser considerada de acuerdo con el espíritu del texto citado, en el adulto, y jamás en el niño y, menos aun, en el bebé de cuna, momento “cero” de cultura para epicúreos y estoicos (Rousseau 15).

Sea lo que fuere y si realmente es posible pensar ese momento que hemos caracterizado como “cero” de cultura, lo cierto es que aquellas dos grandes escuelas que tantas cosas nos han enseñado creían haber dado con un punto desde el cual podía elevarse una moral universal, gracias a su raíz en esa madre naturaleza compartida con todos los seres vivos y en ese ejercicio de la oikéiosis.

La osada moral que se pretende levantar sobre el supuesto del “grado cero de cultura” es verdaderamente universal, a tal grado que deja invalidada la situación de alienación (o enajenación) tanto del esclavo como de la mujer, en cuanto que la afirmación de que cada animal ejerce un acto de “posesión” que le es “familiar“, es decir, un acto que si bien es cumplido por parte de cada uno, lo es dentro de un ámbito, sea ese la ciudad, el hogar, el campo, la selva o el desierto, quiebra de modo tajante con la afirmación aristotélica según la cual no sólo los animales, sino ciertos seres humanos “no se pertenecen a sí mismos” e, igualmente, la declaración según la cual “puesto que el varón, entre los sexos, es superior y la mujer inferior por naturaleza, el varón es el que gobierna y la hembra el súbdito” (Aristóteles 1254A, 15-20 Y 1254B, 30-33).

Resulta evidente que la impulsión (hormé) que lleva a los seres vivos hacia su autopreservación y autoposesión dentro de los marcos de un cierto ambiente no es ya aquel abstracto conatus que definía, según Spinoza, el ser de todos los entes, tanto inertes como vivos. Podríamos ahora reconocer que “por encima” de aquel a-priori óntico, se encuentra este a-priori biológico que anticipa de un modo mucho más decisivo lo que nosotros hemos intentado caracterizar como a-priori antropológico. Inclusive hasta podríamos decir ahora que si Rousseau descontextualizó a Aristóteles, nosotros hicimos algo semejante con Spinoza, por lo mismo que el conatus implica, dentro de su sistema, continuar siendo lo que ahora se es, en medio de una necesidad que repugna toda contingencia, matiz éste que de aceptárselo en todos sus alcances, anularía todo proceso ulterior de una moral. Y este es precisamente el matiz que se incorpora con la hormé estoica y epicúrea. De todos modos la afirmación del célebre judío portugués nos enuncia un principio general y su texto posee valor de apotegma. De paso no podemos dejar de correlacionar la valoración del bebé de cuna en estoicos y epicúreos, con aquella afirmación de Juan Bautista Vico según la cual la “naturaleza de las cosas” se la capta adecuadamente en su “nacimiento” (Vico § 147).

Ahora bien, lo no implicado en aquel conatus, el “perseverar” en el ser, como asimismo lo no supuesto en la hormé, el “sentimiento” de pertenecerse a sí mismo, se despliega cuando ambas formas de “impulso” son llevadas a cabo “humanamente”. Vale decir, no se trata de un ser meramente en sí, o meramente en sí y para sí sino de un ser que posee una “constitución” que supone el ejercicio de un auto y hétero-reconocimiento. Es decir, que para ser plenamente aquel en sí y para sí no podemos menos que considerar igualmente “dignos“, es decir, “valiosos” a los demás. Y no hay otro modo de señalar esa “dignidad“, sino a partir de lo que desde Kant se ha caracterizado como un “reino de fines” y, desde Marx, como modos intrínsecos de ejercer el valor, más allá de los “valores de uso” y, por cierto, de los “valores de cambio“.

Pues bien, hemos dado con lo que podemos caracterizar como una “moral humana”, lo que desde un comienzo nos resulta ya una cierta incongruencia, en cuanto que desde el punto de vista de la libertad y de la responsabilidad, resulta difícil, si no imposible, hablar de la naturaleza como “sujeto moral”. De todos modos, los dos niveles a-priori que hemos caracterizado como conatus y como hormé, los compartimos de modo evidente, con la totalidad de los seres vivos y, de manera muy clara con los que se nos aproximan biológicamente. Y lo importante, y esto en relación con todas las formas de vida, es que no podemos ejercer aquellos dos “impulsos” plenamente, si quebramos el espíritu de la oikéiosis, tal como aparece expresada por los romanos, a saber cómo conciliatio. Y desde este punto de vista no podremos negar a la naturaleza un valor (dignidad) que para todo ser vivo tiene su origen en ella. ¿Es por tanto pertinente pensar en una moral que incluya también a esa naturaleza?

Pues bien, hemos hablado en un comienzo de un conjunto de saberes que han llevado al olvido de experiencias espirituales cuya riqueza venimos a descubrir en nuestros amenazantes días en los que reina lo que se ha dado en llamar “alarma ecológica” y que, de acuerdo con lo que hemos dicho de estoicos y epicúreos, podríamos definir como la quiebra de la posibilidad de la oikéiosis como principio originario. A aquella pregunta con la que cerramos el parágrafo anterior, responderemos señalando algunas aporías o dificultades, unas aparentes y otras, lamentablemente reales, que nos muestran como ponemos en ejercicio nuestro inevitable antropomorfismo, puente o incomunicación con el mundo. La primera podemos enunciarla diciendo que vivimos manipulando la naturaleza, pero no tenemos acceso directo a ella, sino por intermedio de una inevitable “segunda naturaleza”, la cultura. Estamos ante el hecho inevitable de las mediaciones, una de las cuales, la del lenguaje, es la más universal de todas. El signo nos permite dominar el mundo y junto con él, a los demás seres humanos, gracias a ese alejamiento que implica, y sin el cual no sería posible ni siquiera el ejercicio judicativo. La tarea de simbolización es, posiblemente, una de las más propias del ser humano, hecho que ha sido señalado desde la antigüedad, en aquella clásica definición según la cual somos animales poseedores de logos, término que es tanto “palabra” como “razón“. Mas, la cultura no se resuelve únicamente en lenguaje, tiene otras manifestaciones, infinitas, impulsadas por los modos, a su vez infinitos de satisfacer nuestras necesidades. Sobre este hecho se produce la quiebra señalada por Ignacio Ellacuría, entre la “vida” (bios) y la “animalidad” (zoé), sobre la que se construyen todos los antropomorfismos (Ellacuría). La fórmula superadora ya la había enunciado Ernesto Cassirer: “Crear la cultura para separarse de la naturaleza, pero a la vez para unirse más fuertemente a ella” (Cassier 1951, 42).

En verdad, todas las demás aporías que vamos a comentar, son variantes de esta primera y son manifestaciones de la negatividad que encierra cuando se olvida la “condición humana”. Una segunda, pues, podría ser enunciada así: Somos naturaleza, mas nuestra conducta es ordenada sobre los principios de una moral reductiva, que margina nuestra propia inserción en aquélla. Lógicamente, si vamos a hacer jugar la moral sobre el llamado “acto libre“, difícilmente podremos hablar de una moral fuera del universo humano. La pregunta que hemos de hacernos es, sin embargo, si la majestad del “acto libre” justifica la exigencia de un riguroso reduccionismo, tal como resulta planteado en la clásica moral kantiana. Recordemos que en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, su autor nos dice que dicha “metafísica” debe ser “absolutamente aislada” y que no debemos mezclar con ella “ninguna antropología, ninguna teología, ninguna física, ni hiperfísica”, con lo que cae evidentemente en el absurdo. ¿Podría haber una moral más antropocéntrica que ésta que niega toda intromisión de una antropología? En efecto, la insostenible distinción entre lo fenoménico y lo nouménico, lo empírico y lo trascendental, nos muestran aquí la clásica dicotomía que quiebra todo puente entre bios y zoé (Kant 56).

Una tercera aporía podría ser enunciada así: Integramos la naturaleza, en cuanto seres biológicos, pero nos identificamos mediante un acto de negación de la naturaleza. Estamos aquí, de nuevo, de modo pleno, dentro de la fecunda, mas no por eso no menos traicionera categoría de Aufhebung hegeliana. En el caso de la contraposición entre zoé (entendamos, “vida biológica“) y bios (es decir, “vida humana” ), ¿estamos ante una “negación” a la vez de “conservación-superación“? ¿Cómo evitar que la Aufhebung no sea lisa y llanamente la formulación de la misma dicotomía que veíamos a propósito de la moral kantiana? Por de pronto, frente al Espíritu, dentro de la teosofía hegeliana, la naturaleza es alienación y es por grados sucesivos que aquel genio va despojándose de su estado de enajenamiento. Nuestra “naturaleza” queda subsumida, pero también reducida a lo que posee menos dignidad, en cuanto que “toda forma espiritual -nos dice en la Enciclopedia- tiene más alta vitalidad que la forma natural” (Hegel Enciclopedia 165). Aquí, la negación dialéctica se nos presenta organizada como bios contra zoé. Un paisaje salido de manos de un pintor, vale más que una puesta de sol en el océano, vale más la música de una flauta, que el canto de los pájaros. Nuestra identificación se organiza, pues, sobre una progresiva lucha contra la naturaleza y lo que el ser humano tiene de humano, es justamente, lo que no es “natural“. Esta dialéctica cuyo secreto se encuentra en una axiología crudamente antropocéntrica, es la misma sobre la que se descalifica ese nivel primario de la moral (Moralität), como necesitante de una “eticidad” (Sittlichkeit) “superadora“.

Una cuarta aporía de tan vieja data como las anteriores y, tal vez, una de las fundadoras de la modernidad, sería la siguiente: El ser humano, en cuanto ejerce su dominio sobre la naturaleza, se humaniza, pero en ese proceso de dominación, somete a aquellos otros seres humanos que justamente necesita para su humanización. Ya sabemos que Renato Descartes definió al hombre como “Amo y señor de la naturaleza” y sabemos también que la pretendida universalidad del “buen sentido” o “razón” no es tal, por lo mismo que hay algunos que no saben hacer uso correcto de ellos y necesitan, por eso mismo del “hombre prudente”.No basta, en efecto, tener el ingenio bueno; lo principal es aplicarlo bien” (Descartes 12). El mejor y más bien intencionado pedagogismo regula, pues, la manera de ejercer la razón por parte de esa humanidad que se arroga el principio mismo de una “razón bien razonada“, a la vez que funda el sistema de relaciones humanas en el proceso de “dominación” y “señorío” de la naturaleza.

Estas aporías no siempre han tenido la misma fuerza y es en nuestros días, como consecuencia de las formas irracionales de explotación de los “recursos naturales” y, con ellos, de la destrucción de la biota, que se ha venido a descubrir, con alarma, que el hombre en cuanto depredador y degradador del entorno natural, es inevitablemente depredador y degradador de sí mismo, por cuanto es también naturaleza. Y si bien es cierto que entre lo que sería aquel hipotético “grado cero de cultura”, el bebé en la cuna y la naturaleza, se han dado inevitable y necesariamente siempre formas de mediación -la cuna en sí misma es mediación- no podemos negar la fuerza regeneradora de nuestra vida que posee el añorado “regreso a la naturaleza”, por lo general en muy buena medida, saludable. No olvidemos que dentro de uno de esos “regresos” surgió la figura de Hiparquia, la primera mujer que filosofó en Occidente, venerada por los cínicos. La tercera aporía, cuya más clara expresión se encuentra, tal como lo hemos dicho, en la Aufhebung hegeliana, en su sentido positivo nos mueve hacia la realización de nosotros en cuanto entes culturales (hecho no necesariamente perverso como han pensado, muchas veces con razón, los fatigados por lo que podríamos caracterizar como hiperculturalización). Ya sabemos que en su sentido negativo no es ajena a ese orgullo fáustico, germen de lo que en nuestros días acabó llamándose “razón instrumental”. Forma de racionalidad, ésta, que no son nuestros pueblos los que la han llevado a su máxima expresión, hasta convertir el mundo en un basurero, aun cuando todos sin excepción debamos sentirnos responsables. Cabría preguntarse, por lo demás, si necesariamente nuestra identificación ha de lograrse a expensas de la naturaleza y no habrá otros recursos identificatorios que no nos pongan al margen de ella, como extraños a nosotros mismos. Nos parece que el despertar del profundo tema de la corporeidad, que se encuentra en las raíces cínicas, estoicas y epicúreas y que ha tomado forma en nuestros días en nuestro mundo hispanoamericano, entre otros, en Ignacio Ellacuría y sus fecundas ideas, implican búsquedas en ese sentido.

En lo que respecta a la segunda aporía, es indudable que una respuesta superadora que encuentre la “salida“, ha de tender a superar la estrechez de la categoría de “dignidad“, lo que implica, al mismo tiempo, un reconocimiento de lo teleológico como -según nos lo dice Dilthey- “el concepto básico de todo lo orgánico”. No se trata, de regresar a ninguna de las grandes metafísicas (Dilthey 61). Tampoco ciertamente a la “solución” kantiana, en la medida en que a pesar del reconocimiento que en la Crítica del juicio se hace de una teleología intrínseca de los organismos vivos, se mantiene la enorme distancia entre la “dignidad humana” y la “dignidad” que tiene que ver con nuestra propia corporeidad y la naturaleza en general (Cassier 1948, 366 y sgs.).

Tal vez el concepto que nos permitiría alcanzar nuevos niveles de comprensión sea, precisamente, el de oikéiosis, el que implica, una vez reconocido en su enorme importancia, la aceptación de un orden inmanente propio de la naturaleza dentro del cual no somos lo que está “fuera”, ni “por encima”, sino plenamente dentro del mismo. No se trata de una “dignidad” entendida como fruto de aquel “reconocimiento” mutuo entre los seres humanos y que se dirige a subrayar nuestra autoconciencia como atributo identificatorio absoluto, sino una “dignidad” que se establece a partir de la responsabilidad que tenemos en cuanto seres “naturales“, de la cual debemos ser capaces de tomar conciencia. Con esto, el a-priori antropológico adquiere bases más amplias y mayor riqueza, lo que justifica el ejercicio de un antropomorfismo legítimo, por cuanto es nuestra propia forma la que deberíamos tratar de vivir ahora de otra manera. Por donde resulta posible el despertar de una conciencia moral mucho más amplia que la que requiere el imperativo kantiano, cuya validez no ignoramos. En efecto, aun cuando los entes de la naturaleza y los seres vivos puedan ser -y de hecho lo son- medios para la satisfacción de nuestras necesidades, esas necesidades pasan ahora a ser reguladas por una categoría de “dignidad” más amplia.

Aquella tendencia (hormé) del ser vivo en favor de su propia “constitución“, a la que aludían los estoicos con su doctrina de la oikéiosis, nos pone en evidencia que los animales, dentro de sus propias cadenas teleológicas, no son medios, sino también fines y fines intrínsecos. Y si de hecho, dentro del desarrollo de la vida en el planeta, son los seres vivos también medios, bien podemos comprobar que lo son en cuanto medios para el cumplimiento de teleologías de otras cadenas vivas. Mas, esto no es algo que esté predeterminado, ni menos aun que sea un orden establecido por una suprema sabiduría de la cual seríamos sus vicarios. Nosotros mismos, los seres humanos, alcanzamos la dignidad de fines, haciendo de medios para el logro de la dignidad de los demás. Tampoco está predeterminado que, hagamos de la naturaleza una mercancía y no sólo la llevemos a los mercados, sino que hagamos de ella un mercado. La naturaleza, legítimamente, nos sirve como “bien de uso“, mas, aquella categoría ampliada de “dignidad“, rescatada desde la oikéiosis, nos habrá de permitir que no la revirtamos despiadadamente en un mero “valor de cambio”.

¿Discurso utópico? Y todavía más duramente ¿no será un discurso hipócrita? ¿Qué respuesta darle al poeta?

Debajo de las multiplicaciones
hay una gota de sangre de pato…
Debajo de las sumas, un río de sangre tierna;
un río que viene cantando
por los dormitorios de los arrabales...

He venido para ver la turbia sangre,
la sangre que lleva las máquinas a las cataratas
y el espíritu a la lengua de la cobra.
Todos los días se matan en Nueva York
cuatro millones de patos,
cinco millones de cerdos,
dos mil palomas para el gusto de los agonizantes,
un millón de vacas,
un millón de corderos
y dos millones de gallos
que dejan los cielos hechos añicos…

Más vale sollozar afilando la navaja
o asesinar a los perros en las alucinantes cacerías,
que resistir en la madrugada
los interminables trenes de leche
los interminables trenes de sangre
los trenes de rosas maniatadas
por los comerciantes de perfumes.
Los patos y las palomas,
los cerdos y los corderos
ponen sus gotas de sangre
debajo de las multiplicaciones

y los terribles alaridos de las vacas estrujadas
llenan de dolor el valle
donde el Hudson se emborracha con aceite.
Yo denuncio a toda la gente
que ignora la otra mitad,
la mitad irredimible…

Os escupo a la cara.
La otra mitad me escucha
devorando, cantando, volando en su pureza... (García Lorca 63-65)

 

Canta el poeta a esa otra “mitad“, la no-humana del planeta, convertida en mercancía y condenada a una muerte “irredimible“, y se espanta. ¿Qué sentiría, ahora que no sólo esa “mitad“, sino la totalidad de la vida se encuentra “debajo de las multiplicaciones”, también condenada de manera ciertamente irrescatable? ¿Y que asimismo están condenados estos extraños entes que desde hace siglos vienen tratando de encontrar “morales“, apoyándolas sobre principios cuya “universalidad” rara vez fue más allá de sus propias murallas y que hasta las reforzaron con todo “rigor“? El dolor de una García Lorca, la simpatía que mueve a la oikéiosis, tal como la vivieron los sabios antiguos, constituyen algunas de esas experiencias espirituales sobre las que habrá de montarse una nueva racionalidad.

 

Tomado de Acercándonos.

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