Internacionales

El contexto de las desapariciones forzadas en México

Por Carlos M. Beristain *.

En 2010, recibí una propuesta de una organización internacional para participar en varios encuentros sobre desaparición forzada en México. Era el tiempo del Movimiento por la Paz que había convertido miles y miles de vidas arrancadas, que aparecían en la crónica de sucesos o se vivían en silencio en sus hogares, por fin eran un problema colectivo.

Esos primeros encuentros tenían la dimensión de la perplejidad: ¿qué está pasando en México? Y aunque en el pasado habían sucedido muchas cosas en el país desde los tiempos de la llamada guerra sucia de los 70, el levantamiento zapatista en Chiapas, la masacre de Acteal, o de Aguas Blancas y los desaparecidos de Atoyac en Guerrero, el horror tenía ahora unas proporciones de epidemia.

Los primeros encuentros fueron separados, entre los que tomaban los testimonios y quienes los daban. Las organizaciones de derechos humanos y las víctimas y familiares de dolores frescos, de desapariciones de hacía un año o una semanas o seis días. Para quienes veníamos de acompañar a las madres de desaparecidos en Guatemala, en Colombia o El Salvador, que durante más de dos décadas seguían en la lucha por la búsqueda de los desaparecidos, ver esos dolores frescos e hirientes, los corazones lacerados y con urgencia, era ver algo que no habíamos tocado antes y a la vez temer que conocíamos lo que iba a venir en el futuro.

Muchas organizaciones de derechos humanos no entraban a trabajar en esos casos, porque en el tiempo de la llamada guerra contra el narcotráfico inaugurada por Calderón en 2008, la desconfianza frente a los hechos y las víctimas estaba teñida de este estigma. Quienes son, por qué, quien los desapareció. 

El estigma es una marca moral negativa, que ya se venía utilizando desde el inicio en 2000 en ciudad Juárez en esa guerra del feminicidio. La ciudad más violenta del mundo en esa época y El Paso, al otro lado del puente internacional, la ciudad más segura de Estados Unidos.

Una especie de división del trabajo de matar, que se hacía ahí abajo. La frontera de 3.252 km de México con Estados Unidos, ayuda a entender el contexto de las desapariciones también. Las drogas ilegales cruzan hacia el gran mercado del norte, y las armas lo hacen hacia el sur. El narcotráfico es parte de un sistema y la llamada guerra contra el narcotráfico es un desastre fracasado que, en lugar de perseguir al dinero se ha hecho persiguiendo a la gente. 

Otra parte de ese contexto es la colusión de parte del aparato del Estado, con el propio narcotráfico, en el ocultamiento del mismo, en la construcción de una verdad que trata de encerrar los casos en la propia delincuencia organizada y la gigantesca sopa de letras de sobrenombres que puebla los miles y miles de expedientes. 

En esos años, las familias víctimas de desapariciones forzadas estaban muy, pero muy, pero muy solas. Un aislamiento no solo social sino también emocional. Algunos de esos encuentros y talleres eran espacios para darse un abrazo, para llorar y hablar en un lugar seguro, para expresar y trabajar los miedos, para ver cómo acompañarnos para denunciar y, poco a poco, para empezar a buscar. 

La soledad se hace más pequeña cuando se comparte. La solidaridad crece al juntarse con la confianza. La voz de las familias empezó entonces a estar presente, pero escuchar significa ponerse los zapatos o en la piel del otro, y aunque eso no se dio, se hizo presente con el ruido, con sus denuncias y con sus propuestas. 

Las calles de México empezaron a llenarse de caminatas y manifestaciones, en las que decenas y decenas de miles de personas y no sólo casos, se empezaban a convertir en un problema social y la imagen de México en el escenario internacional empezaba a tener en cuenta no solo su diplomacia o el pago de los créditos y el equilibrio fiscal, sino las miles y miles de manchas de sangre.  Sin que la desaparición de personas sea un problema de toda la sociedad y el Estado, no se podrá enfrentar esa tragedia solo por las familias y sus comunidades.

En esos mismos talleres de atención psicosocial de los que he hablado al principio comenzamos a tratar de tener una respuesta juntos a esa pregunta por las desapariciones, en un país que no era la Argentina de los 70 ni la Guatemala de los 80 en la Colombia de los 90, donde las nuevas desapariciones en México no eran iguales a las de la época de la guerra sucia ni a la Plaza de Tlatelolco en 1968. En el caso de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa, se empezaron a juntar dos cosas que hasta entonces habían estado separadas, la desaparición “política” y la que entonces llamamos “social” y que no terminábamos de comprender, se unían sin embargo en dos puntos que las hacen posible. La colusión de autoridades del Estado y la impunidad de los casos. Los mismos mecanismos de impunidad se han dado en todos ellos, uniendo en eso cosas que parecían tan separadas. 

Las desapariciones parecían ser llevadas solo a cabo por delincuencia organizada por grupos ligados al narcotráfico, pero el caso, Ayotzinapa rompió esa división. Los actores eran directamente policías municipales, es decir, agentes de autoridad del Estado. El contexto que empezó a mostrar este patrón de desapariciones fue revelando la implicación de otros agentes e instituciones, de miembros de la policía estatal, ministerial, federal, del ejército. Los intentos de mostrar en Ayotzinapa una representación de mínimos, se enfrentaron a una realidad de máximos, donde la red criminal llegaba a todas las instituciones de seguridad y gobierno en la zona, actuando de la mano de Guerreros Unidos.

La colusión de autoridades municipales y policiales era no solo conocida por los habitantes de Guerrero, estaba incluso analizada en documentos de la Secretaría de Defensa Nacional a los que tuvimos acceso. La verdad a veces es una ráfaga de la historia, en otras, se viste de la contundencia de las pruebas.

A pesar de ello, la respuesta del gobierno y las instituciones de 2015-2016 fue negar los hechos. La negación tiene un tipo particular de racionalidad, siempre oculta algo. Pero una parte del delito de desaparición, que es la detención y sustracción de las personas, incluye el ocultamiento de su destino o paradero, con el viejo dicho de que “sin cuerpo no hay delito”.

La desaparición forzada es ante todo una estrategia de terror, pero también la forma de ocultar los hechos y las responsabilidades. La falta de investigación, el ocultamiento de los hechos o sus pruebas, la construcción de una versión distorsionada para encubrir lo sucedido o las responsabilidades, han sido frecuentes no solo en este y en otros muchos casos.

 En Ayotzinapa se llamó a eso “verdad histórica” y en lugar de poner toda la energía y medios en conocer lo sucedido y el destino de los jóvenes desaparecidos, se usó todo el músculo del Estado en construir una versión que limitarse la responsabilidad y ocultarse informaciones clave utilizando además el pegamento de la tortura como herramienta de la mentira  

Muchos otros casos de desaparecidos en México han sufrido parte de esos mecanismos. En Tamaulipas, los migrantes desaparecidos y asesinados en 2011, se ocultaron porque se trataba de migrantes, que ni siquiera son ciudadanos de segunda categoría, además porque era Semana Santa y no se podía afectar el turismo, y porque eran evidentes las complicidades de agentes del Estado.

Al desviar la investigación, la verdad se aleja y el ocultamiento se convierte en parte del delito de desaparición forzada.  La desaparición ha sido, es, parte de una tecnología del exterminio. Conocimos figuras del horror, nombres como el “cocinero”, tambos llenos de ácido para disolver cuerpos, fosas clandestinas, fosas comunes, lugares de quema de cuerpos. La sofisticación del terror es proporcional al nivel de deshumanización.

Las maneras en cómo definimos los delitos o las violaciones son también importantes. Cuando llegamos al país para el caso de los 43, el fiscal del caso quitó importancia a eso. El delito estaba señalado como de secuestro agravado y cuando dijimos que se trataba de una desaparición forzada, respondió que no nos preocupáramos, porque el secuestro agravado tenía una pena mayor. Pero a costa de un pequeño detalle: invisibilizar la participación de agentes del Estado, su responsabilidad e imprescriptibilidad.

Tampoco se trata de levantones, ni de otras maneras en cómo se minimiza la realidad. Los familiares han tenido que enfrentar durante años la falta de prioridad y la desidia de esas investigaciones en las que el paso del tiempo hace que la vida de la persona desaparecida se pierda de la niebla de silencio. Para los que ya no están, los familiares inventaron un nuevo derecho que viene del amor por sus seres queridos: el derecho a ser buscado. 

Desde hace años las víctimas y organizaciones de derechos humanos lucharon por la existencia de una ley que llamara a las cosas por su nombre y fuera el soporte legal de las investigaciones que necesitan nuevos instrumentos y acciones para aclarar y esclarecer no solo los hechos, sino su ocultamiento.

La actuación urgente es importante y ahora reconocida por la ley, pero la desidia y la falta de investigación efectiva es una nueva herida para los familiares.  Otros problemas de la investigación son la fragmentación del expediente en distintos niveles o fiscales, el uso restringido de la información disponible, o la actuación sucesiva de funcionarios que cambian a cada rato. Cuando hablamos de delitos cuya investigación necesita tener toda la información disponible para analizar no solo las responsabilidades individuales, sino patrones de actuación y contextos que ayuden a identificar el modus operandi o redes, criminales, esas cuestiones son determinantes. En el caso de los 43, muchos detenidos lo estaban el primer año, pero todavía hoy otros en la actualidad, por porte de armas o delincuencia organizada, no por desaparición forzada. 

Los familiares, especialmente las mujeres se han convertido muchos países en las mejores investigadoras. Buscan pruebas, entran en lugares peligrosos, recogen datos o testimonios, superan muchas veces la parálisis o desidia institucional, con un valor y compromiso que debe ser reconocido. Unas heroínas de la vida. En México, como en ningún otro país, han sido también las que han impulsado las búsquedas de campo con papeles, notas, picos y palas, el descubrimiento de fosas, exponiendo su vida de una forma dramática, donde tenían que estar la fiscalía o las instituciones del Estado.

Fruto de esa lucha en México, existen ahora instituciones encargadas como la Comisión de Búsqueda de personas desaparecidas, en muchos estados y en el ámbito nacional, que han enfrentado enormes dificultades y distintas formas de parálisis. A pesar de los avances en esa institucionalidad, la falta de coordinación y de colaboración institucional es parte de los obstáculos que siguen dificultando los procesos de búsqueda y la prevención. La burocracia y el excesivo formalismo forman parte de la cultura jurídica de México, y son una muestra del desinterés de un sistema por investigaciones complejas y necesitadas de urgencia y estrategia de investigación.

Las familias han llenado las calles de México de sus reclamos. Las víctimas, los familiares no son objeto de consuelo, sino sujetos de su propia lucha por la verdad y la búsqueda del paradero y destino de sus familiares, así como la justicia frente a los responsables.

La búsqueda es no solo clave para evitar que la desaparición se consolide, sino que también es parte de sus procesos de duelo, incierto, que hace más duro e hiriente el peso de la ausencia. No estamos hablando de procesos privados intrapsíquicos, sino de que estos casos tienen una causa social y política y se necesitan espacios sociales de reconstrucción y de investigación.

Por eso, su participación en estos procesos es muy importante. Los familiares no son un obstáculo sino el centro del sentido. En el caso de los 43, proporcionaron información significativa, empujaron, la investigación y a las autoridades. Sin movimientos con el del Madres de Plaza de Mayo y otros, no hubiéramos tenido Convención contra la Desaparición Forzada. Cuando en el caso de Ayotzinapa, vivimos situaciones de extrema tensión, intentos de cierre de la investigación y acusaciones en 2016, ellas y ellos fueron siempre nuestro polo a tierra, el sentido de lo que hacemos hasta hoy en día.

El apoyo de acompañamiento sigue siendo una cuestión clave. La desaparición forzada no es sólo el delito permanente, sino también un dolor permanente. El ocultamiento de información no sólo es parte del delito, también es un ataque a su integridad psicológica y duelo, que es la forma en cómo manejamos y vivimos la pérdida de seres queridos, aunque sea incierta y aunque los busquemos en la vida. Saber la verdad, es saludable para las familias y para el país. A pesar de exponerse a detalles duros, es peor la incertidumbre.

Cuando presentamos el primer informe que mostraba que la pila infernal en el basurero de Cocula no se había dado, los familiares nos dijeron: se nos ha quitado de encima un peso, el peso de la mentira. Ese peso es el que las instituciones tienen que enfrentar, que aligerar, el que no pueden sostener ni aumentar. Estamos hablando de casos que generan una responsabilidad del Estado. México ha recibido visitas y tenido informes de mecanismos internacionales como el Grupo de Trabajo Desaparición Forzada o el Comité de Desaparición Forzada, informes de Naciones Unidas señalan la responsabilidad del Estado y las  acciones que deben llevarse a cabo.

La creación de mecanismos institucionales para enfrentar esta situación es clave, pero se necesita su funcionamiento efectivo, su compromiso con la verdad y los familiares, y su acción, decidida en investigación y la prevención. México tiene un registro de caso similar al de Colombia de personas desaparecidas, en el caso de Colombia durante 50 años de conflicto armado interno. La tragedia de la desaparición forzada necesitará años de compromiso efectivo no solo institucional, sino también personal, de los funcionarios que están a cargo de las mismas. Claridad y acceso a los datos, información veraz que muestre la sensibilidad por la tragedia y no convierta la discusión en polígonos de frecuencias. 

Los intentos de representar una realidad que hacen que las cosas no parezcan lo que realmente son, no solamente están destinados al fracaso, sino que son una forma de desprecio por los desaparecidos. Demostrar en la práctica, los avances en la investigación y en la atención y la participación efectiva con los familiares son las herramientas para esa necesaria transformación.

El funcionamiento institucional en México, es el de un país en el que la lealtad está por encima de la verdad. Sin un cambio en esas premisas, la corrupción seguirá siendo la gasolina del desprecio por la vida. Sin un cuestionamiento ético, el malestar social no traerá la necesaria conciencia de lo intolerable.

Eduardo Galeano, lúcido escritor uruguayo y amigo entrañable, describió una pequeña parte del cuerpo que no aparecía en los atlas de anatomía en los que estudié Medicina. Un pequeño músculo con capacidad de moverlo todo. El músculo de la conciencia. La empatía y el músculo de la conciencia son los antídotos frente a la impunidad y la grave crisis de los desaparecidos. 

(*) Carlos Beristain es médico y psicólogo español con vasta experiencia en atención psicosocial de víctimas en el mundo y ha sido asesor de comisiones de la verdad en diversos países, integrante del Grupo Interdisciplinario de Expertas y Expertos Independientes (GIEI) en México por el caso Ayotzinapa.

Tomado de Resumen Latinoamericano-Argentina/ Fuente: Desinformémonos/ Foto de portada: Celia Serrano.

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